– No sé de qué me hablas. -Vega movió la cabeza y su expresión se endureció-. Me estarás confundiendo con otro.
Los tres polis reunidos allí miraron a Lou de arriba abajo y luego retrocedieron como ante un apestado.
– Vamos, Ed. -Lou pensó en insistir, pero no quería meterle en un lío con Citrone. Si finalmente liquidaban a Vega, Lou no podría perdonárselo nunca. Se volvió hacia Citrone-: Oye, Citrone, déjate ya de sandeces. Tú y yo sabemos que conocías a Lenihan. Eras veterano en el mismo distrito, ¡no me fastidies! ¿Prefieres hablar conmigo a solas o aquí en público?
– No tengo intención de hablar contigo.
Citrone dio media vuelta y se alejó, lo mismo que hizo enseguida Vega. Se dirigieron hacia la puerta trasera de la comisaría.
– ¡Citrone! -gritó Lou llevado por un impulso-. ¿Dónde está el medio millón? ¿Ya lo tienes a buen recaudo?
Citrone no se detuvo, aunque Lou tuvo la impresión de que Vega quedó inmóvil un instante y luego siguió. Los otros tres pusieron cara de asombro, precisamente lo que pretendía Lou. Intrigarlos. Hacerles hablar. Murmurar. Que se intercambiaran más cotilleos en las taquillas que en las instalaciones de la Bolsa de Nueva York. De repente Lou se sintió inspirado.
– ¡Citrone! -gritó de nuevo-. Tenías trapicheos con Lenihan y todos lo sabemos. Tú, Lenihan y vete a saber quién más hicisteis una fortuna traficando con drogas. Tú mandaste a Lenihan a matar a Rosato, Citrone. ¡Eres de la peor calaña que uno pueda imaginar, Citrone!
Citrone y Vega desaparecieron hacia el interior de la comisaría, pero Lou ya hacía rato que no hablaba dirigiéndose a él. Le interesaba la atención de los otros agentes del distrito y cada vez se juntaban más alrededor de la entrada. Iban saliendo de los coches y se paraban a escuchar.
– ¡Estás acabado, Citrone! ¡Te han desenmascarado, chaval!
Los tres polis quedaron allí clavados y, por sus expresiones, Lou no acertaba a determinar si eran personas corruptas o limpias. La gente honrada habría estado de acuerdo con él. Estaría harta de los mangoneos de Citrone, pues les desacreditaba, por dinero, encima. Los agentes honrados eran la única arma que tenía Lou a mano, y tenía que acceder a ellos antes de que muriera más gente. Despedirse del trabajo policial lento y seguro; alguien tenía que dejar al descubierto tanta corrupción. ¿Quién mejor que él, Lou Jacobs, de Leidy Street?
– ¡Te estás hundiendo, Citrone! -gritó Lou colocándose las manos frente a los labios en forma de megáfono-. ¡Tú y hasta el último sinvergüenza de esta comisaría! ¡Te has hundido en la mierda, Citrone! ¡Apestas de lo lindo! ¡Has sembrado la ruina para todos! ¡Has esparcido la mala fama entre los agentes honrados! ¡Eres la vergüenza del Undécimo, cerdo!
Las palabras de Lou resonaban en el gélido aire. Las oyeron todos los agentes de los alrededores. Los que se encontraban en la planta superior del edificio se congregaron en las ventanas.
– ¡Yo trabajé en el Cuarto, donde nunca apareció un sinvergüenza como tú, Citrone! ¡Allí no tenía cabida un sinvergüenza!
¡Los agentes de esta comisaría que no estén dispuestos a tolerar tanta corrupción se pondrán en contacto conmigo, con Lou Jacobs! ¡Mi número figura en la guía de la ciudad! -Lou tuvo que hacer una pequeña pausa para recuperar el aliento-. ¿Me oyes, Citrone? ¿Me oyes? ¡Te voy a hundir! ¡He soportado de todo y no aguanto más!
Con esta frase a gritos, Lou paró y echó un vistazo a su alrededor. En el aparcamiento no se oía ni una mosca. Los agentes habían quedado como estatuas entre los coches. Uno miraba fijo, afectado, pero una sonrisa de alivio se dibujaba en el rostro de otro. Lou imaginó que no tardaría en recibir una llamada de alguno de ellos. De uno de Asuntos Internos. Tal vez del propio Citrone. Fuera quien fuera, Lou estaba preparado para afrontarlo. Giró sobre los talones de sus mejores mocasines y volvió hacia el Honda como un hombre mucho más alto.
«Soy lo que soy.»
24
– La acusación llama a Shetrell Harting al estrado -anunció Dorsey Hilliard dirigiéndose a la sala de espera y Connolly soltó un leve gemido.
– Aquí se complica el asunto -dijo entre dientes.
– ¿Cómo? -murmuró Bennie, recordando vagamente el nombre enterrado en la interminable lista de testigos del Estado hecha pública antes del proceso. Figuraban tantos que Bennie no había tenido tiempo de estudiarlos todos e imaginaba que Harting no tendría tanta importancia al no haber declarado para la acusación en la vista preliminar. Sin embargo en aquellos momentos temía haberse equivocado-. ¿Quién es ella?
Connolly se acercó un poco a Bennie.
– Su chica era Leonia Page, ¿me entiendes o qué?
– Acérquese al estrado, si tiene la bondad, señorita Harting, y el alguacil le tomará juramento -dijo el juez Guthrie, mirando desde su pedestal.
Las cabezas de los miembros del jurado se volvieron, intrigadas, hacia la parte de atrás de la sala, pero la testigo entró por el lateral, a través de la puerta que llevaba a los calabozos.
– ¿Una reclusa? -preguntó Bennie en voz muy baja y Connolly asintió-. ¿Qué va a decir?
– Mentirá como una bellaca -respondió Connolly en un susurro.
«¡Lo que faltaba!» Bennie se inclinó un poco hacia delante en su asiento mientras Harting se dirigía a la tribuna de los testigos.
Era una chica alta, negra, excesivamente delgada para gozar de salud, y llevaba la áspera cabellera sujeta en una cola de caballo que parecía una brocha. Vestía vaqueros con pata de elefante y un top de nailon rojo muy llamativo. Una presa que podía incriminar a Connolly, utilizando la venganza como motivo para mentir. No era de extrañar que Hilliard la hubiera reservado para el final. Bennie hizo un gesto a DiNunzio, quien abandonó su asiento y se acercó a ella.
– ¿Qué? -murmuró Mary.
– Rápido, descubre todo lo que puedas sobre esta mujer. Que te ayude Lou. Dile que eche mano de sus colegas policías.
– Lou no está aquí.
Bennie montó en cólera.
– Esta mañana estaba en el despacho.
– Se ha marchado a la hora que empezaba la vista. Ha dicho que volvería por la noche.
Bennie estaba que echaba humo. De modo que Lou se había ido a ver a Citrone.
– Pues llévate a Carrier. Necesito la máxima información sobre esta testigo. ¡Vamos!
DiNunzio se fue y Bennie observó cómo Harting colocaba sus largos dedos sobre la Biblia, le tomaban juramento y se instalaba en la tribuna de los testigos. Habría podido trabajar como modelo, de no ser por los ojos, de un verde apagado, empañado, que no parecían dispuestos a seducir ni se fijaban en nadie de forma directa, y muchísimo menos en el fiscal.
– Señorita Harting -empezó Hilliard, en un tono más bien adusto-, sírvase decir al jurado dónde ha pasado usted el último año.
– En la cárcel del condado, señor.
– ¿En la misma cárcel donde ha estado Alice Connolly hasta el juicio?
– Sí, señor.
– Haga el favor de explicar al jurado por qué está usted en la cárcel, señorita Harting.
– Cumplo condena por posesión y tráfico de crack, y también por infracción en la posesión de armas, creo.
Los miembros del jurado de la primera fila estaban absortos, mientras que el realizador de vídeo ahogaba una sonrisa. La relatora seguía tecleando al tiempo que el estenógrafo vertía la cinta de blanco papel en una bandeja, en tiras dobladas.
– ¿Fui yo quien estableció contacto con usted, señorita Har-ting, pidiéndole que declarara, o por el contrario fue usted quien se dirigió a mí?
– Yo llamé a su despacho desde casa, perdón, desde la cárcel.
– ¿Acaso yo o cualquier otro representante del Estado la ha amenazado o le ha hecho alguna promesa como contrapartida de la declaración que va a prestar hoy, señorita Harting?