– ¿Sigue con el tráfico de drogas en la cárcel? ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden ocurrir cosas así?
– Dinero -respondió Connolly con una macabra sonrisa-. ¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardianes y polis. Jueces y abogados. Policías y ayudantes del alcalde. Todo y cualquier persona, libre de impuestos. ¿Cómo, si no, habrían comprado los polis a Hilliard y a Guthrie?
A Bennie se le cayó el alma a los pies; por primera vez desde que se inició el juicio, comprendió que la defensa saldría derrotada. Condenarían a muerte a Connolly por un crimen que no había cometido. Invitarían a Bennie a presenciar la ejecución. Por mucho que odiara a Connolly, no podía soportar aquella perspectiva.
– Tengo que regresar al despacho -dijo, inquieta por el nudo que se le había formado en la garganta, y abandonó inmediatamente la sala de comunicaciones.
25
– ¿Todo lo que tenemos está aquí? -dijo Bennie, leyendo los documentos, de vuelta al despacho. La mesa de conferencias estaba cubierta de papeles en los que constaban las condenas previas de Shetrell Harting. Era ya muy tarde y en el despacho no quedaban más que las tres letradas que trabajaban en el caso Connolly. En la atmósfera se respiraba un cierto aroma a malta y a pizza. Bennie se habría sentido bien al encontrarse de nuevo en su territorio si el caso no estuviera camino del derrumbamiento-. De todas formas, con las drogas y la prostitución no tenemos bastante. Esto es lo corriente en una cárcel.
– No he podido hacer más -respondió Mary, y Bennie le hizo un gesto indicando que no siguiera; su mano se reflejó en la oscura ventana.
– No es que critique tu labor, pero nos hace falta algo más, algo mejor.
Apareció Judy detrás de ella, leyendo por encima de su hombro.
– No subestimes el impacto que esto puede tener ante un jurado. ¿Crees que a esas viejecitas les gustará que Harting se vendiera por dinero? Todo es cuestión de saber utilizarlo.
– Tienes razón -respondió Mary, cogiendo el esquema del jurado-. La bibliotecaria lleva un crucifijo. La mujer asiática de la última fila, la señora Hiu, ha fruncido el ceño todo el tiempo que Harting ha estado declarando. No les gusta la chica.
– ¡Señor! -Bennie tomó un sorbo de café pero no tuvo tiempo de esperar sus efectos-. Hay que seguir adelante. Nos encontrábamos en una línea correcta hasta que llegó Harting, y hay que volver a esa vía. Desarmaremos a Harting con una buena defensa.
«¡Clinc!», sonó el ascensor, y todas miraron hacia la puerta de éste a través del cristal de la sala de reuniones. En la otra sala, situada cruzando el pasillo, Mike e Ike levantaron la cabeza, hasta entonces inclinada sobre la cena y los periódicos. Se abrieron las puertas del ascensor y por ellas salió Lou, y avanzó con paso ágil hacia ellas, levantando el brazo como si pretendiera parar un taxi.
– ¡Eh, Rosato! -gritó en voz tan alta que incluso le oyeron a través del cristal.
– Alguien que viene emocionado -dijo Bennie, optimista.
Aquel hombre la había tenido preocupada, aunque no se había parado a pensarlo hasta que le había visto sonreír al entrar.
– Vamos, pregúnteme qué tal he hecho mis deberes.
Lou extendió los brazos. ¡Cuánto tiempo llevaba sin experimentar aquella agradable sensación!
– Habíamos quedado en que seguiría sondeando a los vecinos. Y ha ido a ver a Citrone.
– ¡Y que lo diga! -Lou cogió una silla y les contó toda la historia, lo de Citrone y Popeye en el aparcamiento de la comisaría-. Luego me he ido a casa, me he tomado una cerveza y a esperar.
– ¿A esperar qué? -preguntó Bennie, inquieta.
– Una llamada telefónica.
– ¿La ha recibido?
– Por supuesto -respondió Lou, disfrutando a todas luces de la intriga.
– ¿Quién le ha llamado?
– Un poli que dice tener pruebas contra Citrone. Hemos quedado en citarnos.
– ¡Ahí va! -saltó Judy, y Mary quedó pasmada.
Sólo la expresión de Bennie reflejaba consternación.
– ¿Ha quedado con él, Lou? ¿Cómo sabe que no se la está jugando? ¿Qué le ha dicho el hombre?
– Sé lo que la preocupa pero no hay motivos para preocuparse.
Lou le dio unas palmaditas en la mano, aunque aquello no tranquilizó a Bennie.
– ¿Cómo se llama?
– No me lo ha querido decir, estaba asustado. Ha dicho que de entrada no podía confiar en mí y no le culpo por ello. De todas formas, trabaja en el Undécimo. Me ha visto en pleno arrebato en el aparcamiento.
Judy se echó un poco hacia delante.
– ¿De modo que vamos a la cita?
– Usted no, marinero. Iré yo. Quiere que vaya solo.
Bennie movió la cabeza.
– Esto no me gusta nada, Lou. Si dispone de pruebas sobre corrupción policial, habría acudido al fiscal del distrito, al FBI. No podemos acudir a su cita ni llamarlo aquí.
– No tiene intención de acudir al fiscal ni a los federales. No quiere hacer una bandera del caso, sólo pretende que se haga algo. Confía en mí porque soy poli. Si me pasa datos, los utilizaré.
– ¿Eso le ha dicho?
– No, pero lo presiento.
Bennie tuvo un escalofrío.
– Exactamente lo que le habría dicho si le estuviera tendiendo una trampa. Se está convirtiendo en un blanco, Lou. Usted mismo ha abierto la veda. Estos policías son unos asesinos.
– No es ninguna trampa. El hombre es policía, poco más o menos de mi edad. Quiere hablar conmigo y yo acudiré. No tiene por qué preocuparse, sabré arreglármelas. -Lou se levantó, alisándose la americana-. Conozco mucho mejor que usted este tipo de mentalidad. Usted ocúpese del juicio, que yo me haré cargo de los polis.
– ¿Para cuándo es la cita? Iré con usted.
Lou apretó con firmeza los labios y su mentón entrecano se hizo más terso.
– ¡Y un pimiento!
Bennie se levantó.
– Pienso ir. Si no le acompaño, le seguiré. Iré con Mike e Ike.
– Nosotras estaremos detrás, Lou -dijo Mary, ya de pie. Por nada del mundo quería que hicieran daño a Lou. Le había cogido cariño cuando habían trabajado juntos investigando a los vecinos-. También me llevaré a mis padres. A mi madre, Lou.
Judy también se levantó, al lado de Mary.
– Me levanto sólo porque todo el mundo lo ha hecho. Yo no tengo a nadie a quien llevar, pero puedo practicar el boxeo.
– No sabes boxear -dijo Mary.
– Algo he aprendido. He visto combates. Sé en qué postura mantenerme cuando alguien ataca.
Lou iba moviendo la cabeza.
– Sabía que no tenía que abrir la boca.
– Pero lo ha hecho -respondió Bennie-, de modo que vamos a hacer un trato: usted y yo vamos a la cita del poli y Mike e Ike nos apoyan desde un coche. Mis asociadas permanecen aquí por si nos matan; así queda alguien para llevar el caso.
– ¡Muy bonito! -dijo Mary, y Judy levantó la vista esbozando una sonrisa de sorpresa.
La noche se hizo más oscura al otro lado de la ventana del despacho de Mary, pero las dos jóvenes se apiñaban ante el ordenador. Mary manejaba el teclado, mascando Doublemint como una desesperada. Sólo se permitía el chicle con azúcar en épocas de juicio. La vida de un letrado es rápida y peligrosa.
– ¿Ves, Judy? Nada.
Le dio al intro y apareció el mensaje: la búsqueda no había obtenido ningún resultado.
– Vamos a reflexionar un poco -dijo Judy, cerrando los ojos-. Has buscado casos en los que Hilliard se ha presentado ante Guthrie y has encontrado seis. En ninguno de ellos figuraba Henry Burden, actualmente de vacaciones en Tombuctú.
– Eso.
Judy abrió los ojos.
– ¿Algún caso en el que consten Burden y Hilliard, ya sea con Guthrie como juez o no?
– No, ya lo he comprobado. He investigado también sus fechas de nacimiento en Martindale-Hubbell. Hilliard tiene treinta y cinco años y Burden, cincuenta y cinco. Son veinte años de diferencia, por más fobia que tengas a las matemáticas. Burden y Hilliard ni siquiera coincidieron en la oficina del fiscal del distrito, y no hablemos ya de participar juntos en algún caso.