– ¡Caramba! -Judy siguió reflexionando-. Has buscado casos en los que Hilliard actuara como abogado. Busca si consta en alguno como parte.
– ¿En un caso de delincuencia? No hay partes.
– En uno que conste como actor. ¿Desde cuándo eres tan lista?
– Desde que Bennie me dijo que era una excelente letrada. ¿Acaso no lo oíste?
Judy sonrió.
– Hemos creado un monstruo. Métete en Hilliard como actor, rápido.
Mary buscó en una colección de programas a los actores.
– Imposible. No figuran en ningún índice, tal vez por razones de respeto de la intimidad.
Judy suspiró.
– ¿Tú crees que el gobierno se preocupa de respetar nuestra intimidad? Imposible. Tiene que haber otro sistema.
– Espera un momento. -Mary tecleó «Hilliard» en la búsqueda general, como si buscara una palabra normal. La pantalla mostró el siguiente mensaje: «En la búsqueda se han encontrado 1.283 respuestas. ¿Desea seguir? Sí/No». Mary apretó la tecla del sí-. Pues claro -dijo mascando el chicle.
– ¡Tú estás chalada!
– No lo dudes.
– Mil opciones. Eso te llevará toda la noche.
– También tienes razón.
– ¿De dónde sacas tanta energía?
– Mi droga preferida -dijo Mary, pasándole un Doublemint.
26
La llovizna intensificaba la oscuridad de la noche mientras Bennie y Lou aguardaban junto a la entrada de cemento de un pequeño restaurante cerrado. Apareció el poli con un disfraz improvisado: gorra de los Phillies y gafas de sol; Bennie sólo pudo vislumbrar parte de sus rasgos bajo el reflejo de un tono blanco como de cal procedente de una farola lejana. Llevaba las patillas plateadas muy recortadas y se le habían marcado bastante las arrugas de la sonrisa. Torció los labios con una mueca de recelo por encima de la hundida barbilla al ver a Bennie y a Lou.
– ¿Por qué ha venido con ella? -dijo el poli con desdén.
– Le he dicho que no viniera -respondió Lou-. Pero no me ha hecho caso.
– Soy la mujer a quien Lenihan intentó matar -dijo Bennie-. Y si no le importa, quisiera saber por qué.
– Yo no sé por qué. -Llevaba un impermeable de nailon negro con el cuello levantado. El pantalón era también negro, al igual que sus zapatos-. ¿Alguno de ustedes lleva algo encima?
– Yo -dijo Lou, y el poli dio un paso hacia delante y le cacheó.
– Quiero saber si llevan un micrófono -dijo, y cuando hubo terminado, se volvió hacia Bennie-: Ya que está aquí, señora mía, no tendré más remedio que cachearla también.
Lou protestó:
– No hace falta, colega. Yo respondo por ella.
El poli negó con la cabeza, un único giro en la gorra de béisbol.
– Lo siento, no puedo arriesgarme.
– Vale -dijo Bennie, incómoda. Las manos del policía recorrieron rápidamente su cuerpo al tiempo que ella no dejaba de hablar. Bennie hacía lo mismo en la visita del ginecólogo-. ¿Qué sabe del asesinato de Anthony Della Porta?
– Nada -respondió con aspereza el policía. Bennie olió a tabaco en su aliento cuando hubo acabado el registro y se volvió hacia Lou diciendo-: ¿Por qué hace ella las preguntas? Creí que iba a hablar con usted. ¿No es Jacobs?
– Por supuesto, colega. Lou Jacobs.
– El del aparcamiento, ¿verdad? El que se desgañitaba. Parecía pasárselo bomba.
El poli soltó un bufido y Lou se echó a reír con él.
– En mi vida lo había pasado mejor.
– Pues aproveche que aún no estamos muertos. -La sonrisa del poli se desvaneció-. He preguntado por usted. Me han dicho que era legal.
– Más que legal. Por cierto, ¿quién es usted? ¿Cómo se llama?
– ¿Es imprescindible? Creo que será mejor para todos que lo dejemos así.
– Como quiera. ¿Por qué ha llamado?
– El año pasado tuvimos un asunto. Un plan específico. Un traficante de poca monta llamado Brunell, nada del otro mundo. Un chivato me habló del tal Brunell, y ahí me lancé. Llegamos mi compañero y yo para pillarlo. Aparece Brunell como estaba previsto. Lo pescamos desprevenido, con las manos en la masa. Pipas y toda la parafernalia. Ya sabe a qué me refiero, Lou.
– Claro.
– Y estamos a punto de empaquetarlo cuando se abre la puerta y aparecen Citrone y su compañero. No el nuevo, Vega, sino Latorce, el de antes, un negro. ¿Le conoce?
– No lo he visto nunca pero el nombre me suena.
– Así que entra Citrone y nos echa a nosotros. Así, sin más. «Fuera de aquí, joder», dice. A Latorce aquello tampoco le sentó muy bien.
– ¿Y qué hicieron ustedes?
– Salir de allí, ¡joder! Imaginé que Citrone quería apuntarse la detención, sé que tiene prioridad por veteranía, pero a mi compañero le dio el canguelo. Me dijo que había oído muchas cosas sobre Citrone y que lo mejor sería largarnos y cerrar el pico. -El poli hizo una pausa para humedecerse los labios-. Pues bien, nos largamos y yo pensando que vería el informe de la detención. Y nada, todo quedó tapado. Ni informe ni detención. No pillaron a Brunell, pero eso no es lo peor de todo. -El hombre echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que no había nadie por allí. La calle se veía negra, ni un movimiento, salvo la llovizna, que no cesaba-. Una semana después liquidan a Latorce.
– ¿Bill Latorce? -entonces Lou recordó aquel nombre. Lo había visto en las esquelas-. Murió en acto de servicio, al acudir a una llamada al 911, a un domicilio.
– Una encerrona. Latorce entra primero, imaginándose a un marido pegando una paliza a la parienta. No se le ha informado de la presencia de armas, nada de nada, por ello Citrone sale del coche con toda la parsimonia del mundo, lo que ya de entrada no es normal. Latorce llama a la puerta del dormitorio y le disparan a bocajarro a la cabeza. ¿Cómo puede cagarla así un poli con su experiencia?
– Los polis cometen errores -dijo Bennie, y la cabeza del hombre se volvió como un resorte hacia ella.
– ¿Y usted qué sabe, guapa? Yo sí lo sé, pues llevo treinta y dos años en el cuerpo. Con el tiempo se aprende mucho en este trabajo. ¡Latorce no era un bobo! De haber imaginado que ocurría algo, que el fulano tenía un arma, no habría entrado solo. Latorce encontró la muerte porque no le gustó lo que vio la semana anterior con Brunell. Algo se fastidió porque nos encontraron a mi compañero y a mí allí. Por esto Citrone le tendió la trampa.
– ¡Jesús! -exclamó Lou. El presentimiento le formó un nudo en el estómago, apoderándose poco a poco de su cuerpo-. Su propio compañero.
– Eso es. -El hombre se apoyó en el otro pie, como si aquello fuera una fría noche de invierno-. Y ahora debo marcharme.
– Por supuesto -dijo Lou, pero Bennie saltó.
– ¿Sabe algo del asesinato de Della Porta?
– No.
– ¿Sabe algo de unos policías llamados Reston y McShea?
– Nunca he oído hablar de McShea. Reston estuvo en el Undécimo.
– ¿Era corrupto? ¿Oyó alguna vez algo de él?
– No, no coincidí con él en el Undécimo. Me trasladaron del Treinta y dos. -El policía miró por encima del hombro-. Tengo que irme. No me líe, Jacobs. Le he contado esto para darles su merecido a esos sinvergüenzas. Pero sobre todo que no salga mi nombre.
Lou asintió.
– Descuide.
– Nos vemos.
El policía se alejó con aire rígido, las perneras de su pantalón agitándose al viento, la gorra de los Phillies encasquetada, y un segundo después había desaparecido en la oscuridad de la resbaladiza calle.