27
Unas horas más tarde, Judy se había quedado dormida en la silla al lado de Mary, quien había revisado casi trescientos sitios web, cada uno de los cuales se remontaba a un tiempo anterior al precedente. Si bien no lo había leído todo de cabo a rabo, se había hecho una idea de la carrera de Dorsey Hilliard como fiscal. Había ganado más casos de los que había perdido y sus alegatos habían sido siempre correctos. Nunca se le había tachado de incompetente como abogado, la base más socorrida para un recurso, y la gran mayoría de las opiniones judiciales expuestas hacían referencia a la claridad de sus conclusiones, lo que no auguraba nada bueno para el caso Connolly.
Mary había encontrado un sinfín de casos en los que había participado Hilliard como fiscal, así como otros en los que aparecía como testigo, para declarar sobre la efectividad de otro letrado. Incluso apareció un caso de derecho civil en el que él mismo había demandado a una compañía de seguros por los gastos relacionados con la terapia de recuperación de su lesión. La compañía se había negado a reembolsar la cantidad exigida por Hilliard, y a los veintiún años de edad él les había ganado la partida. Mary se iba animando. Por aquella época Hilliard ni siquiera había empezado la carrera. ¿Cuánto tiempo había vivido deseando ser abogado? ¿Cuánto tiempo llevaba con la discapacidad?
Mary se acordó del niño del poni blanco, al que su compañera de clase enseñaba a montar. Vio los negros ojos del niño esperando la respuesta de su amiga. «Comprende mejor que tú y que yo», le había dicho Joy. Mary tenía la sensación de haber dejado al niño, y a Joy, en la estacada, pero algo en su interior le decía que no estaba dispuesta a abandonar el Derecho. No disfrutaba con su profesión pero tras el ataque de Bennie, la curiosidad se había apoderado de ella. Aquello era lo que la empujaba a apretar el intro y a seguir leyendo a altas horas de la madrugada.
28
– ¿Siguen detrás de nosotros Mike e Ike? -preguntó Bennie, levantándose un poco en el asiento del acompañante para mirar por el retrovisor de atrás.
– Siéntese, están ahí. -Lou frenó el Honda al llegar al semáforo. La lluvia azotaba el parabrisas y como quiera que las escobillas no daban abasto, conectó el desempañador-. Ya le dije que no era ninguna trampa. El poli ha desembuchado.
– No puede estar seguro de ello, Lou. Sigo pensando que podía tratarse de un montaje.
– ¿Cómo?
– Una información falsa para despistarnos. O para mandarnos al matadero.
Lou miró hacia el retrovisor.
– Vamos, es de fiar.
– Además, puede habernos estado observando alguien.
– No nos observaba nadie. Lo habríamos detectado nosotros mismos o bien él.
– ¡No me diga! -exclamó Bennie-. ¿Acaso no nos seguían a nosotros Mike e Ike y su amigo el poli no se ha dado cuenta?
Se oyó el fuerte suspiro de Lou a pesar del ruido del desempañador.
– ¡Por el amor de Dios, Rosato, consúltelo a Mike e Ike! Ellos habrán visto si nos observaba alguien.
– Sigo pensando que alguien podría estar sobre nuestra pista.
– Me pone de los nervios… Eso ya empieza a ser paranoia.
– Será porque un policía ha intentado matarme y encima me he quedado sin mi Ford.
Lou permaneció un momento en silencio.
– Creo que nos ha proporcionado una buena información. El poli en cuestión es un tipo serio.
– Sí, pero eso no nos ayuda en el caso.
Lou echó otra ojeada hacia atrás.
– ¿No puede utilizar nada? Latorce fue asesinado de la misma forma que Della Porta, un tiro en la cabeza.
– Eso no nos lleva muy lejos, ya puede imaginárselo.
– ¿Y qué me dice de la detención de Brunell, que nunca se produjo? ¿No puede utilizarlo como prueba de corrupción?
– ¿De Citrone, que, en este caso, no tiene nada que ver con el asesinato de Della Porta? Definitivamente no.
Bennie miró por la ventanilla el tráfico circundante. El limpiaparabrisas seguía su movimiento y el asfalto relucía. La lluvia no cesaba y, desde la declaración de Harting, Connolly estaba perdida.
– Está usted preocupada.
– Más que eso.
– Seguiré la pista de Brunell.
– No, es peligroso.
– ¿Y si existe alguna conexión entre Brunell y Reston? No me extrañaría, ya que Reston estaba en el Undécimo.
– Demasiado peligroso. Y además no hay tiempo.
– Conseguiré desenredar el ovillo.
Bennie le miró. Le parecía oírse a sí misma.
– No puede solucionarlo todo, Lou.
– A callar, Rosato. -Lou soltó un suspiro y el Honda aceleró suavemente-. ¿Adónde la llevo? ¿De vuelta al despacho?
– No, trabajaré en casa.
– Su novio estará contento.
Bennie notó una punzada de remordimiento.
– Si es que está despierto, cosa que dudo -dijo y volvió a fijar la vista en la lluvia.
29
Mary miró el reloj de su mesa del despacho. Eran las cinco y media de la mañana, a punto de amanecer. El cielo era de un gris azulado y ya se veía el despertar de la ciudad. Volvió la vista hacia la pantalla del ordenador. Le quedaban diez casos por consultar. Judy hacía mucho que se había ido a casa a prepararse para la sesión matinal pero ella se ducharía y cambiaría en el mismo despacho. Accionó la tecla y revisó el siguiente.
Hilliard en un caso de agresión con agravantes. Aquél tenía que ser su primer caso importante. Una pelea en un bar. Un tipo que había acuchillado a otro en un punto demasiado cercano a la yugular para poderse considerar un cargo menor. Ninguna incidencia que remarcar, Hilliard lo había ganado. Bien. Mary ya se había situado en el bando del fiscal, imaginándoselo como un joven y elegante negro, con unos argumentos conmovedores, apoyado en unas muletas que parecían superfluas. Le dio a la tecla para pasar al siguiente, el octavo que le quedaba.
Casi quince años atrás. Una simple agresión. Hilliard gana el caso. Nada extraño. Ninguna relación con Guthrie, Burden o Connolly. Mary suspiró. No era la primera vez. Infructuosas sesiones de toda la noche. Hasta se le habían terminado los chicles. Pulsó de nuevo la tecla y revisó el séptimo para el final. Luego el sexto, el quinto, y así sucesivamente.
«Último caso», apareció en la pantalla.
Mary parpadeó. Le costaba hacerse a la idea de que estaba acabando. El último de unos mil casos. Sólo un idiota podía había llegado tan lejos. Pulsó la tecla y apareció el caso. Llevaba fecha de los años sesenta, veinte años antes del caso anterior. Entonces Hilliard debía de ser un crío.
Mary movió la cabeza. Un problema técnico de informática. Dorsey Hilliard no podía tener nada que ver con un caso tan antiguo. «El Estado contra Severey», rezaba el titular, y Mary repasó el resumen, desanimada. El acusado, Andre Severey, había sido declarado culpable del asesinato de un niño que bajaba de un autobús de la SEPTA. Severey había apuntado en la calle contra un miembro de una banda rival y una bala que se perdió mató a un niño e hirió a otro.
Mary se irguió en el asiento y su cuerpo se fue tensando a medida que iba leyendo. La bala afectó a la médula espinal del niño herido, que vivía a una manzana de allí. La mirada de Mary pasó veloz hacia el fin de la frase. El niño en cuestión se llamaba Dorsey Hilliard.
Mary quedó paralizada ante el teclado. ¡Santo Dios! Entonces fue cuando Hilliard quedó discapacitado. Tocó la tecla para pasar a la página siguiente a pesar de que ya intuía lo que iba a descubrir. En la parte de la acusación figuraba un solo nombre: