Henry R. Burden.
Mary lo leyó y releyó pero no se produjo ningún cambio. Aquél tenía que ser el primer caso de Burden en la fiscalía del distrito; por aquel entonces no era más que ayudante. ¿Qué significaba aquello? Burden había condenado al hombre que había obligado a Hilliard a llevar muletas el resto de su vida. Cadena perpetua, sin condicional.
Mary reflexionó sobre el tema. Severey condenado por asesinato, y sin embargo aquello tenía todas las trazas de ser una condena excesiva. Se trataba de un abyecto crimen pero no lo suficientemente premeditado. ¿Estaba Hilliard en deuda con Burden desde aquella condena? A Mary le pareció que sí. ¿Existía alguna relación que pudiera conectar aquello con el caso Connolly?
Mary cogió el teléfono para llamar a Bennie. Luego lo repensó. Era demasiado pronto para despertarla y a ella le quedaba aún una breve tarea por resolver. Una investigación legal, que no venía exactamente al caso, si bien tenía el presentimiento de que de algo le serviría. Estimulada por la adrenalina, dejó el auricular y tecleó para iniciar una nueva búsqueda.
30
Texto. Se hizo el silencio en la sala cuando Shetrell Harting entró, tomó asiento en la tribuna de los testigos y el juez le recordó que seguía bajo juramento.
– Comprendo, señoría -dijo Harting, instalando su delgado cuerpo en el negro asiento.
– Puede iniciar su contrainterrogatorio, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, sin levantar la vista.
Bennie se acercó al estrado, con la idea de tener a la reclusa casi al alcance de la mano.
– ¿Es usted reclusa de la cárcel del condado, señorita Harting?
– Sí.
Harting había cambiado de vestimenta; llevaba un fino jersey de algodón blanco con los vaqueros, pero su expresión seguía tan distante como el día anterior.
– ¿Es también cierto que usted declaró ayer que cumplía condena por posesión y tráfico de crack?
– Sí.
– ¿Verdad que ésta no es su primera condena?
– No.
– La condenaron dos años antes, también por tráfico de drogas, ¿no es cierto?
– Sí.
– Y con anterioridad, también por ejercicio de la prostitución callejera.
– Mmm… sí.
– De hecho, en un período de dos años usted fue condenada por ejercer la prostitución callejera tres veces, ¿verdad?
– Sí.
Bennie observó al jurado, atento, escuchando en tensión. El realizador de vídeo se había inclinado hacia delante al igual que la bibliotecaria. Querían comprobar qué conseguía Bennie de Harting, lo que confirmaba la teoría de la letrada sobre las consecuencias de la declaración de aquélla.
– Ayer declaró que usted y Alice Connolly eran amigas, ¿no es así, señorita Harting?
– Sí.
– Y habló de una conversación que mantuvo con Alice Connolly un día después de la clase de informática.
– Sí.
– Declaró usted que Alice Connolly le había dicho que había matado al inspector Della Porta, ¿no es así?
– Sí, eso dije, pero creo que hoy debería decir la verdad.
Bennie parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– Hoy voy a decir la verdad.
Bennie creyó haberlo oído mal.
– ¿La verdad?
– Me refiero a que lo que dije ayer no era cierto.
Bennie intentó mantener la compostura.
– ¿Se refiere a que Alice Connolly no le dijo que había matado al inspector Della Porta?
– Sí. -Los ojos de Harting mostraron un destello verde apagado-. Alice nunca me dijo algo así.
Bennie disimuló su perplejidad. Por el rabillo del ojo, vio como el juez Guthrie ladeaba la cabeza, intentaba ocultar su reacción y la mayor parte del jurado mostraba una clara expresión de desconcierto. El rostro de Hilliard se convirtió en una máscara de horror. Recordó lo que DiNunzio le había dicho aquella mañana sobre Burden cuando actuó como fiscal en el juicio del hombre que le había herido e imaginó que Connolly se había convertido en la compensación de cara a la condena.
– ¿Está diciendo, señorita Harting, que su declaración de ayer, en la que afirmó que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Della Porta, era falsa? -preguntó Bennie.
– Sí. Ayer mentí sobre esto.
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, agarrando las muletas y poniéndose de pie antes de haberlas afianzado por completo.
– ¿Sobre qué base? -preguntó Bennie.
Hilliard echó una ojeada a su entorno con la boca entreabierta.
– La pregunta condiciona la respuesta.
– Es su testigo -saltó Bennie-. ¿Recuerda que estamos en un contrainterrogatorio?
– ¡Orden! -gritó el juez Guthrie, cogiendo el mazo-. Señor Hilliard, haga el favor de sentarse. Formule su pregunta a la testigo, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -dijo Bennie. No tenía ni idea de por qué se retractaba Harting pero tenía que afianzar su declaración-. ¿Mentía usted, señorita Harting, al declarar que Alice Connolly le dijo que había matado al inspector Anthony Della Porta?
– Sí.
– ¿Mentía cuando declaró que Alice Connolly le había dicho que no iban a pillarla porque era demasiado lista para todo el mundo?
– Sí.
– ¿Declara usted hoy que todo lo que dijo ayer en este estrado era falso, señorita Harting?
El juez Guthrie se inclinó para ver mejor a la testigo, los labios dibujando una deprimente mueca y la frente, unas profundas arrugas. Por primera vez desde que se había iniciado el juicio, la pajarita a cuadros parecía torcida.
– Señorita Harting, es algo que le incumbe al tribunal, puesto que comparece usted sin abogado, informarle de que el perjurio, es decir, la falsa declaración bajo juramento, conlleva una grave condena en el Estado de Pennsylvania. ¿Está usted al corriente de ello, señorita Harting?
– Sí -respondió la testigo con un leve parpadeo. La única reacción que había mostrado hasta entonces su rostro-. Todo lo que dije ayer es mentira. Mentí sobre Alice y lo siento.
Bennie estuvo un rato sin saber cómo seguir. Luego formuló la única pregunta que quería que le respondiera, la que debía tener el jurado en la cabeza.
– ¿Por qué mintió usted ayer, señorita Harting?
– Porque quería que cargara con el muerto. Nunca fuimos amigas. Ella me hizo algo terrible, algo realmente espantoso. Yo quería devolverle el golpe, por ello llamé al fiscal del distrito. -Harting hizo una pausa-. Pero anoche, en la cama, pensé sobre ello, recé a Nuestro Señor y vi que no podía seguir. Lo siento, lo siento muchísimo.
Bennie no creía ni una sola palabra de todo aquello. Algo tenía que haber influido en Harting para declarar contra Connolly. Y de la noche a la mañana alguien la había presionado. ¿Quién? Connolly o alguien mandado por ésta. Bennie se sentía apabullada, medio enferma. La declaración de Harting de aquel día contenía la verdad pero había llegado por mal camino.
– No haré más preguntas -dijo y volvió a su asiento sin mirar a Connolly.
Hilliard se acercó al estrado y se golpeó la cabeza con la mano extendida.
– Debo decirle, señorita Harting, que estoy atónito ante su declaración de esta mañana.
– Protesto -dijo Bennie-. La acusación no debe hacer comentarios sobre la declaración, señoría.
El juez Guthrie se echó un poco hacia delante.
– Por favor, señor Hilliard.
– De acuerdo, señoría -dijo Hilliard, suspirando con aire teatral-. Señorita Harting: ¿declara usted hoy que lo que dijo ayer fue una pura y total invención?
– Protesto: pregunta formulada y contestada -dijo Bennie y el juez Guthrie refunfuñó.
– Se admite, señor Hilliard…
Hilliard levantó la mano.
– Lo siento, señoría. Es algo tan sorprendente…
Bennie contuvo las ganas de protestar. El histrionismo no servía de nada. El fiscal se encontraba en un terrible aprieto y era consciente de ello. No había forma más rápida de perder un juicio que la retractación de un testigo estrella.