– Lloró, señor -dijo en voz baja-. Juró que encontraría a quien lo había hecho y que lo vería colgar hasta que también tuviera la cabeza medio arrancada del cuerpo. Nunca volvería hacerle algo así a otro niño.
– Me figuro que todos podemos comprender cómo se sintió. -Rathbone hablaba muy bajo, pero el timbre de su voz llegaba hasta el último asiento del silencioso tribunal. Sabía que lord Justice Sullivan le estaba mirando fijamente como si se hubiese vuelto loco. Probablemente se estaría preguntando si debía recordar a Rathbone a qué parte representaba-. ¿Y el comandante Durban se ocupó personalmente del caso, con la ayuda del señor Orme, ha dicho usted? El señor Orme, según tengo entendido, era su mano derecha.
– Sí, señor, todavía es el segundo al mando, señor -corroboró Walters.
– Justo lo que pensaba. Estos sucesos que refiere ocurrieron hace cosa de año y medio. Y acabamos de iniciar la vista. ¿Abandonó el caso el señor Durban?
Walters se puso rojo de indignación.
– ¡No, señor! El señor Durban trabajó en él día y noche hasta que tuvo que encargarse de otras cosas, y entonces continuó haciéndolo en su tiempo libre. Jamás se dio por vencido.
Rathbone bajó más la voz, si bien asegurándose de que cada una de sus palabras llegaba a oídos del jurado y a los bancos donde el público permanecía sentado, sobrecogido y en silencio.
– ¿Está diciendo que el señor Durban estaba tan entregado al caso como para dedicarle su tiempo libre, hasta que la tragedia de su temprana muerte interrumpió su empeño por encontrar a la persona que había torturado y luego matado a ese niño?
– Sí, señor, así es. Y luego, el señor Monk lo retomó cuando encontró las notas que el señor Durban dejó -dijo Walters con actitud desafiante.
– Gracias. -Rathbone levantó la mano para impedir cualquier otra revelación-. Llegaremos al señor Monk en su debido momento. Puede prestar declaración en persona, si fuere preciso. Lo ha dejado todo muy claro, señor Walters. No tengo más preguntas que hacerle.
Tremayne negó con la cabeza, el semblante un tanto tenso, ocultando cierto desasosiego.
El juez dio las gracias a Walters y lo autorizó a retirarse.
Tremayne llamó a su testigo siguiente: el médico forense que había examinado el cuerpo del niño. Era un hombre delgado y cansado, con entradas en el pelo rubio rojizo y una voz sorprendentemente buena, pese a que de vez en cuando tenía que detenerse a estornudar y sonarse. Saltaba a la vista que estaba acostumbrado a comparecer ante los tribunales. Tenía todas las respuestas en la punta de la lengua y les explicó el estado del cuerpo del niño con brevedad y precisión. Tremayne no tuvo que apuntarle nada. Evitó los términos científicos para describir el cuerpo debilitado, que aún se estaba desarrollando, apenas comenzando a mostrar signos de pubertad. Expuso con sencillez cómo eran las marcas de las quemaduras que, a su entender, sólo podía haber causado algo como la punta de un cigarro encendido. Por último les contó que le habían cortado el cuello con tanta violencia que la herida llegaba hasta la espina dorsal, de modo que la cabeza apenas estaba sujeta al tronco. Expresado con tan poco afectado lenguaje resultaba infinitamente más atroz. No había pasión ni indignación en su discurso, estaba todo en sus ojos y en la rigidez de su cuerpo al agarrar la baranda del estrado.
A Rathbone le costó trabajo hablar con él. La táctica legal se esfumó. Se hallaba cara a cara con la descarnada realidad del crimen, como si el forense hubiese traído el olor de la morgue consigo, la sangre, el ácido fénico y el agua corriente, y nada pudiera quitar el recuerdo.
Rathbone se plantó en medio del entarimado con todos los ojos de la sala puestos en él y de pronto se preguntó si realmente sabía lo que estaba haciendo. Aquel hombre no podía agregar nada que le resultara útil. Sin embargo, no hacerle siquiera una sola pregunta haría evidente que iba desacertado. Jamás debía permitir que Tremayne viera la menor flaqueza. Tremayne quizá tuviera el aspecto de un dandi, un poeta o un soñador atrapado por casualidad en el lugar equivocado, pero eso era un espejismo. Su mente era tan afilada como una navaja de afeitar y olería la debilidad igual que un tiburón olfatea la sangre en el agua.
– Resulta patente que quedó muy conmovido por este caso en concreto, señor -dijo Rathbone con suma gravedad-. ¿Es posible que fuese uno de los más angustiantes que usted haya visto?
– Lo fue -confirmó el forense.
– ¿Le pareció que el señor Durban se angustiaba en la misma medida que usted?
– Sí, señor. Cualquier hombre civilizado lo haría. -El forense lo miró con desagrado, como si Rathbone careciera de decoro-. El señor Monk, después de él, también quedó profundamente alterado, por si iba a preguntarlo -agregó.
– Tenía previsto hacerlo -admitió Rathbone-. Como bien dice, es una ferocidad, y además contra un niño que obviamente ya había sufrido lo suyo. Gracias.
Se volvió.
– ¿Es cuánto va a preguntarme? -le interpeló el forense, levantando la voz en tono desafiante.
– Sí, gracias -respondió Rathbone, insinuando una sonrisa-. Salvo si mi muy respetable amigo tiene algo que añadir, puede usted retirarse.
A continuación Tremayne llamó a Orme. Tenía mucha presencia y no parecía nervioso. Mantuvo las manos a los lados, sin agarrarse a la baranda excepto al subir los peldaños del estrado, donde se irguió con aplomo, poniéndose de cara a Tremayne con el semblante tan inexpresivo como pudo.
Rathbone supo de inmediato que le resultaría difícil desmoronarlo y fue consciente de que si lo conseguía y los jurados se percataban, no se lo perdonarían. Les echó un vistazo por primera vez. Acto seguido deseó haberse mantenido firme en su propósito de no hacerlo. En su mayoría eran hombres de mediana edad, lo bastante mayores para tener hijos de la edad de la víctima. Estaban sentados con fría formalidad, vistiendo sus sobrios mejores trajes, pálidos e infelices. La sociedad les había encomendado no sólo la ponderación de los hechos sino también el enfrentarse al horror y obrar en consecuencia por el bien común. Si tenían la impresión de estar siendo manipulados no perdonarían al hombre que lo hiciera.
– Señor Orme -comenzó Tremayne su turno de preguntas, el cual con toda probabilidad se prolongaría hasta el aplazamiento para el almuerzo y también buena parte de la tarde, quizás hasta última hora-. ¿Trabajó usted con el señor Durban desde que sacaron del río el cuerpo del niño hasta que el mencionado señor Durban falleció a finales del año pasado?
– Sí, señor, así es.
– Ya hemos oído que el señor Durban demostró un gran interés por este caso. Según sepa usted de primera mano, ¿podría describirnos lo que se hizo con vistas a resolverlo, tanto por parte de él, de lo que tendrá usted pruebas, como por la suya?
– Sí, señor. -Orme se puso más rígido-. Desde el principio fue obvio que habían asesinado al niño y que antes había sufrido malos tratos -dijo con claridad, haciendo llegar su voz al último rincón de la sala. Nadie se movía ni susurraba en la tribuna del jurado ni en la galería-. Teníamos que averiguar su identidad y sus orígenes. No llevaba nada encima que nos diera un nombre, pero por la manera en que lo habían tratado parecía probable que hubiese caído en manos de uno de esos que venden niños a burdeles, pornógrafos y demás gentes de esa ralea.
Pronunció las últimas palabras con hiriente indignación.
– ¿Pudieron deducir todo eso partiendo de un cuerpo? -dijo Tremayne, fingiendo cierta sorpresa.
Aquello era exactamente lo que Rathbone había esperado y lo que él haría si invirtieran sus papeles: sacar toda la información dándole forma de relato y con detalles que el jurado nunca olvidaría. Los pobres diablos tendrían pesadillas durante años. Se despertarían bañados en sudor oyendo correr el agua.
– Sí, señor, es muy probable -contestó Orme-. Muchos niños, y también niñas, están famélicos. Son pobres, no tienen elección. Pero lo de las quemaduras es distinto.