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Rehusar ahora daría a entender al jurado que sabía algo que condenaba al acusado más allá de cualquier duda fundada. Estaba atrapado por la misma ley a la que deseaba servir por encima de todo.

Tuvo la desagradable sensación de que Phillips lo sabía tan bien como él. De hecho, por eso no mostraba el menor miedo.

Aplazaron la vista para el almuerzo antes de que Tremayne terminara. Orme era uno de sus principales testigos, y tenía la intención de sonsacarle hasta la última palabra condenatoria que pudiera.

Reanudaron la sesión tras el receso más breve posible, y la tarde comenzó con Tremayne preguntando a Orme sobre la muerte de Durban. Rathbone se preguntó cuánto sabría Tremayne en realidad. Nunca se había hecho pública toda la verdad sobre el caso Louvain y el hundimiento del Maude Idris, y era mucho mejor que así hubiese sido.

– El señor Durban falleció el diciembre pasado, ¿estoy en lo cierto, señor Orme? -preguntó Tremayne con una actitud apropiadamente grave.

– Sí, señor.

– ¿Y el señor Monk le sucedió como comandante de la Policía Fluvial en la comisaría central, sita en Wapping?

– Sí, señor.

Lord Justice Sullivan estaba comenzando a mostrarse un poco impaciente. Arrugó la frente y dijo:

– ¿Tiene su razón de ser esta cuestión, señor Tremayne? La concatenación de los hechos parece bastante clara. El señor Durban hizo cuanto estuvo en su mano por resolver el caso para la policía y, al no tener éxito, siguió investigando en su tiempo libre. Lamentablemente falleció y el señor Monk le sustituyó en el puesto, haciéndose cargo de sus documentos, entre los que había notas sobre los casos sin cerrar. Aparte de eso, ¿hay algo más que este tribunal deba saber?

Tremayne se quedó un tanto perplejo.

– No, señoría. Creo que no hay nada más que exponer.

– Pues, siendo así, me atrevería a decir que el jurado no tendrá ninguna dificultad en seguir este orden cronológico. Prosiga.

La voz de Sullivan tuvo un tono incisivo y cerró los puños sobre la gran mesa que tenía delante. No estaba disfrutando con aquel caso. Tal vez para él no fuera más que una tragedia de lo más oscura y sórdida. Desde luego no presentaba matices ni filigranas legales, como tampoco el rigor intelectual que Rathbone sabía era tan de su agrado. Por un instante pensó si Tremayne tendría trato social con el juez. Sus domicilios eran relativamente cercanos, en la margen sur del río. ¿Serían amigos, enemigos o quizá ni siquiera conocidos? Rathbone conocía a Tremayne y le caía bien. A Sullivan nunca le había visto fuera de la sala.

Tremayne se volvió de nuevo hacia el estrado.

– Señor Orme, ¿el caso se reabrió oficialmente? ¿Surgieron nuevas pruebas, tal vez?

– No, señor. El señor Monk estuvo revisando los papeles para ver si había algo…

Rathbone se puso de pie.

– «¡Si, si, si!» -dijo Sullivan enseguida-. Señor Orme, por favor limítese a decir lo que sabe, lo que vio y lo que hizo usted.

Orme se sonrojó.

– Sí, señoría. -Miró a Tremayne con reproche-. El señor Monk me dijo que había encontrado documentos sobre un caso sin cerrar y me mostró las notas del señor Durban sobre el caso Figgis. Dijo que estaría bien que pudiéramos cerrarlo. Estuve de acuerdo con él. Siempre me fastidió no haberlo concluido.

– ¿Tendría la bondad de decirle al tribunal lo que hizo usted entonces? Dado que usted trabajó en el caso con el señor Durban, es de suponer que el señor Monk tuviera interés en aprovechar la información que usted pudiera darle.

– En efecto, señor, mucho interés.

Entonces Tremayne condujo a Orme por la sucesión de pruebas. Preguntó acerca de los barqueros, los gabarreros, los estibadores, los gruistas, los proveedores de buques, los caseros, los prestamistas, los estanqueros, los vendedores de periódicos y los dependientes de cererías con quienes él y Monk habían hablado en la interminable búsqueda de un vínculo entre el niño, Fig, y el barco a bordo del cual Jericho Phillips llevaba a cabo su comercio. Siempre anduvieron buscando una persona dispuesta a prestar declaración sobre el uso que Phillips hacía de su embarcación y a dar fe de que Fig se encontraba allí contra su voluntad. Todo era circunstancial; cabos sueltos, conexiones de segunda y tercera mano.

Rathbone miró al jurado y vio confusión en sus rostros, seguida de aburrimiento. No seguían el hilo. Sus expresiones reflejaban indignación, ira e impotencia, pero la certeza de que hubiera alguna prueba válida los seguía eludiendo. Estaban perdidos entre complejidades, y como tenían bien presente la infamia del crimen, se sentían frustrados y comenzaban a enojarse. La jornada concluyó con un sentimiento de odio en la sala, y la policía se aglomeró en torno a Phillips para conducirlo a los calabozos que se hallaban debajo de los tribunales.

* * *

Rathbone se dispuso a interrogar a Orme la mañana siguiente. Sabía exactamente lo que quería obtener de él, pero también era consciente de que debía poner mucho cuidado en no suscitar el antagonismo del jurado, cuyas simpatías estaban por entero con la víctima, y tampoco el de la policía que tanto se había esforzado en hacerle justicia. Se situó en medio del entarimado de la sala entre la galería y el estrado, mostrándose deliberadamente relajado, como si estuviera un punto sobrecogido, identificándose más con Orme que con la maquinaria de la ley.

– Supongo que se ocupa de muchas tragedias terribles, señor Orme -dijo a media voz. Quería obligar al jurado a aguzar el oído para que le prestara toda su atención. La emoción debía ser grave, contenida, incluso íntima para cada uno de los miembros, como si estuviera solo ante el horror y la carga que representaba. Así comprenderían a Durban y también la razón por la que Monk, a su vez, había seguido sus mismos pasos. Rathbone no había previsto que fuera a desagradarle tanto hacer aquello. Enfrentarse al hombre real era muy diferente de las teorías intelectuales sobre la justicia, por más pasión que se pusiera en ellas. Mas no era posible echarse atrás sin caer en la traición. Cuando tuviera que interrogar a Hester sería peor.

– Sí, señor -confirmó Orme.

Rathbone asintió.

– Pero eso no ha embotado su sensibilidad ni ha mermado su dedicación a buscar que se haga justicia a las víctimas de incalificables torturas y muertes.

– No, señor.

Orme tenía la tez pálida y las manos ocultas en los lados, pero mantenía la espalda erguida y tensa.

– ¿El señor Durban también estaba tan consternado?

– Sí, señor. Este caso fue…, fue uno de los peores. Si hubiese visto el cuerpo de ese niño, señor, consumido y quemado como estaba, con la cabeza prácticamente cortada y arrojado al río como si fuese un animal, usted habría sentido lo mismo.

– Me figuro que sí-dijo Rathbone bajando más la voz e inclinando un poco la cabeza, como si estuviera en presencia del fallecido.

Lord Justice Sullivan se inclinó hacia delante con el rostro transido de amargura.

– ¿Tiene algún propósito todo esto, sir Oliver? Confío en que no haya olvidado a qué parte representa en este caso -dijo Sullivan con un deje de advertencia, mirándolo con súbita dureza.

– No, señoría -respondió Rathbone respetuosamente-. Mi deseo es descubrir la verdad. Se trata de un asunto demasiado grave y terrible para conformarse con menos, en interés de la humanidad.

Sullivan gruñó, y por un instante Rathbone tuvo miedo de haber llevado su juego demasiado lejos. Miró de reojo al jurado y supo que iba por buen camino. El alivio lo envolvió como un cálido manto. Entonces se acordó de Phillips temblando de pánico en Newgate a causa del goteo del agua y su satisfacción se esfumó.