Se volvió de nuevo hacia Orme.
– ¿Usted y el señor Durban trabajaban toda la jornada y luego hacían horas extraordinarias por su cuenta?
– Sí, señor -contestó Orme, que había aprendido a ceñirse a las preguntas.
– ¿El señor Monk también actuó con tan apasionada entrega?
Tenía que preguntarlo; era el plan.
– Sí, señor -respondió Orme sin ninguna vacilación; en todo caso, se mostró más categórico.
– Entiendo. No es de extrañar, y es digno de encomio.
Tremayne se removía en su asiento, impacientándose por lo que parecía una reiteración gratuita de lo que él mismo había establecido. Sospechaba que Rathbone se traía algo entre manos, pero no lograba deducir qué, y eso le molestaba.
El jurado estaba perplejo.
Rathbone consideró llegado el momento de aclarar adónde iba. Una tras otra fue abordando las pruebas que primero Durban y luego Monk habían buscado, preguntando a Orme por los indicios que relacionaban los abusos a menores con el barco de Phillips. Ni una sola vez dio a entender que no los hubiese, sólo que el horror de los hechos había impedido ver claramente la ausencia de vínculos fehacientes con Jericho Phillips.
El barco existía. Era incuestionable que a bordo vivían niños de edades comprendidas entre los cinco o seis años y los trece o catorce. Había burdeles flotantes frecuentados por hombres con toda clase de preferencias sexuales, bien para participar o simplemente para mirar. En las oscuras callejas y callejones de los muelles se traficaba con fotografías pornográficas. ¿Qué prueba irrefutable habían encontrado Durban, Monk o el propio Orme de que esos desdichados niños fuesen los mismos a quienes Phillips proporcionaba un hogar?
No había ninguna. El horror de tamaña crueldad, la codicia y la obscenidad habían conmovido tan profundamente a los tres policías que éstos se habían dejado llevar por la desesperación a la hora de detener y castigar a los autores del crimen, descuidando la obligación de contrastar los hechos. Era perfectamente comprensible. Cualquier hombre decente caería en el mismo error. Ahora bien, seguro que a cualquier hombre decente también le consternaría la idea de declarar culpable de tan nefando crimen a una persona equivocada, sentenciándola a morir en la horca.
El tribunal levantó la sesión para ir a almorzar, dejando en el ambiente una súbita, espantosa y absoluta sensación de confusión, la evidencia de que todas las certezas se habían barrido de un plumazo. Sólo permanecía el horror y, con él, la impotencia.
Rathbone había conseguido exactamente lo que quería. Y lo había hecho con brillantez. Ni siquiera el sagaz y hábil Tremayne había visto la trampa hasta haber caído en ella. Salió pálido de la sala, enojado consigo mismo.
Hester estaba aguardando para testificar sobre su participación en la investigación cuando Tremayne fue a su encuentro durante el receso del almuerzo. Sentada en uno de los bares que servían comida, el nerviosismo le impedía hacer más que darle un mordisco de vez en cuando al bocadillo que tenía delante, y luego le costaba tragar.
Tremayne se sentó frente a ella con el semblante sombrío y ademanes de disculpa. Él también rehusó comer más que un emparedado y beber una copa de vino blanco.
– Lo siento, señora Monk -dijo en cuanto se quedaron a solas, de modo que no le oyeran terceros que pasaran cerca de ellos-. No ha ido tan bien como esperaba o, mejor dicho, como había dado por sentado. Demostrar la relación entre Phillips y las víctimas de su depravación está costando más de lo previsto. -Sin duda Tremayne reparó en la sorpresa de su rostro-. Sir Oliver es uno de los abogados más brillantes de Inglaterra, demasiado inteligente para atacarnos abiertamente -explicó-. Supe que algo andaba mal cuando se puso a abundar en el horror del crimen. Tendría que haberme dado cuenta de lo que estaba haciendo.
Hester se consternó y tuvo un escalofrío.
– ¿Qué está haciendo?
Tremayne se sonrojó y todo rastro de ironía se borró de su expresión, siendo sustituida por amabilidad.
– ¿Acaso no sabía que defiende este caso, señora Monk?
– No.
En cuanto contestó vio el gesto de comprensión de Tremayne y deseó no haberlo admitido. Sin duda sabía o intuía que era amiga de Rathbone y había reparado en que se sentía traicionada.
– Perdone -dijo Tremayne quedamente-, ha sido una torpeza por mi parte. Está dando a entender que la policía actuó movida no sólo por la lógica, sino también por la piedad y la indignación. Demostraron que el crimen se había cometido, pero descuidaron los pormenores para relacionarlo de modo incontestable con Jericho Phillips. -Bebió un sorbo de su vino sin apartar los ojos de los de ella-. Ha hecho patente que por el momento no hemos dado ningún motivo para que torturase y asesinara a uno de sus chicos; y eso suponiendo que consigamos probar que Figgis se contaba entre ellos. Y no le falta razón al señalar que por ahora no lo hemos conseguido más allá de toda duda fundada.
– ¿Quién podría dudarlo? -dijo Hester con vehemencia-. Todo encaja a la perfección. De hecho, es la única respuesta que tiene sentido.
– Sopesando las probabilidades es cierto -concordó Tremayne. Se inclinó un poco sobre la mesa-. Pero la ley exige que lo sea más allá de toda duda fundada si vamos a ahorcar a un hombre por ello. Lo sabe de sobra, señora Monk. No es usted novata en cuestiones legales.
– No me estará diciendo que va a salir impune, ¿verdad? -dijo Hester con voz ronca. Aquella posibilidad no se la había planteado siquiera. Phillips era culpable. Era cruel, sádico y profundamente corrupto. Había abusado de un sinfín de niños y asesinado al menos a uno. Casi había matado a un barquero tan sólo para distraer a la policía y así poder escapar. Monk y Orme lo habían visto hacerlo.
– No, claro que no -le aseguró Tremayne-. Pero tendré que describir escenas muy violentas y ofensivas, y pedirle que reviva en el estrado algunas cosas que me consta que preferiría olvidar. Me disculpo por ello porque confiaba en ahorrarle este mal trago.
– ¡Por el amor de Dios, señor Tremayne -repuso Hester con acritud-, no me importa lo más mínimo sobre qué o quién me interrogue! Por más que resulte desagradable o embarazoso ¿qué importancia tiene? Estamos hablando del sufrimiento de unos niños. ¿Qué clase de persona se preocupa por trivialidades como la incomodidad a costa de algo semejante?
– Algunas personas dejarían que otros pagaran casi lo que fuera con tal de eludir la vergüenza, señora Monk -contestó Tremayne.
Hester consideró que aquello no merecía respuesta.
Hester subió al estrado por los empinados peldaños curvos poniendo sumo cuidado en no tropezar con las faldas. Se enfrentó al tribunal, viendo a Tremayne debajo de ella, en la tarima reservada a los letrados. A su derecha, lord Justice Sullivan ocupaba su encumbrado sitial, magníficamente tallado. Los doce sombríos miembros del jurado estaban delante, sentados en dos filas debajo de las ventanas. La galería para el público quedaba detrás de las mesas de los abogados.
Hester no tuvo miedo de mirar al frente, hacia el banquillo desde el que Jericho Phillips asistía a su juicio. Su rostro era de facciones irregulares: la nariz prominente, pómulos angulosos, cejas torcidas y cabellos que ni siquiera el agua mantendría peinados. No advirtió ninguna emoción en su expresión. Tal vez la reflejaran los puños cerrados o el temblor de su cuerpo, ocultos a la vista por la alta baranda maciza.
En cambio no miró hacia donde Oliver Rathbone estaba sentado en silencio, aguardando su turno, como tampoco intentó ver si Margaret se encontraba en la galería a espaldas de él. En aquel momento prefería no saberlo.
Tremayne comenzó. Su voz sonó confiada, pero Hester había aprendido a conocerle lo suficiente durante las últimas semanas para fijarse en la poca soltura de su pose y en que no paraba de mover las manos. No estaba tan seguro de sí mismo como antes del inicio del juicio.