– Señora Monk, ¿es correcto que ha fundado y ahora dirige una clínica ubicada en Portpool Lane para tratar, sin cargo alguno, a las mujeres de la calle que estén enfermas o lesionadas y que no tengan otro modo de conseguir ayuda?
– Sí, lo es.
– ¿Recibe una remuneración económica por este servicio?
– No.
La respuesta sonó muy escueta. Quiso añadir algo pero no hallaba palabras para hacerlo. Rathbone se puso de pie, salvándola de fracasar en el intento.
– Con la venia del tribunal, señoría, la defensa dará fe de que la señora Monk fue una gran enfermera a las órdenes de la señorita Florence Nightingale durante la guerra de Crimea, y de que a su regreso a la patria trabajó en hospitales, valerosa e infatigable, esforzándose por introducir reformas muy necesarias. -Se oyó un murmullo de aprobación en la galería-. Luego dirigió su atención a la difícil situación de las mujeres de la calle -prosiguió Rathbone-, reducidas a la prostitución a causa del abandono o de otras circunstancias.
»Fundó por cuenta propia una clínica a la que pudieran acudir en busca de tratamiento para sus enfermedades o lesiones. Ahora es un establecimiento conocido que recibe ayuda voluntaria de la sociedad en general. De hecho, mi propia esposa dedica buena parte de su tiempo a esa obra benéfica, tanto para recaudar fondos como para trabajar cocinando, limpiando y atendiendo a las pacientes. No se me ocurre labor más digna que pueda desempeñar una mujer.
Varios jurados prorrumpieron y sus rostros se iluminaron con vacilantes sonrisas. Incluso Sullivan tuvo que adoptar una expresión admirada. Sólo Tremayne parecía nervioso, cogido desprevenido.
– ¿Tiene algo que añadir, señor Tremayne? -preguntó Sullivan.
– No, señoría, gracias. -Con cierta renuencia, levantó la vista hacia Hester y reanudó su interrogatorio-. Dada la naturaleza de este trabajo, señora Monk, ¿ha tenido ocasión de aprender mucho más de lo que la mayoría de nosotros sabemos sobre el comercio de quienes venden sus cuerpos para la satisfacción sexual de terceros?
– Sí, es inevitable aprender.
– Me lo figuro. A fin de aprovechar tales conocimientos, ¿le pidió el señor Monk que lo ayudara a descubrir cómo podía haber vivido Walter Figgis para sufrir abusos deshonestos y terminar asesinado?
– Sí. A mí me era mucho más fácil ganarme la confianza de quienes andan metidos en tales cosas. Conocía a personas que podían ayudarme, llevándome a hablar con otras que nunca hablarían con la policía.
– Justamente. ¿Tendría la bondad de explicar al tribunal, paso a paso, lo que averiguó a propósito de Walter Figgis? -le pidió Tremayne-. Lamento que sea preciso abordar tan desagradables cuestiones, pero debo pedirle que sea concreta, de lo contrario el jurado no podrá dilucidar con imparcialidad la verdad, así como lo que hemos sugerido pero no demostrado. ¿Lo entiende?
– Sí, por supuesto.
Entonces la condujo con gentileza y mucha claridad a lo largo del interminable interrogatorio, recabando información y sacando conclusiones para seguir preguntando hasta que hubieron reunido pruebas suficientes para recrear una parte de la vida de Fig, su desaparición de la ribera para ir a parar al burdel flotante de Phillips, los años que pasó allí y, finalmente, su muerte. Hester había obtenido cada dato de alguien a quien podía nombrar, si bien optó por dar sólo los apodos por los que eran conocidos en la calle, y Rathbone no protestó.
– Si Fig trabajaba según indican las pruebas -continuó Tremayne-. ¿Por qué demonios desearía Phillips, o cualquier otro proxeneta, hacer daño a alguien de su propiedad, y mucho menos matarlo? ¿De qué iba servirle Fig muerto?
A Hester le constaba que su rostro traslucía su repulsa, pero no podía controlarse.
– Los hombres a quienes les gustan los niños pierden el interés por ellos en cuanto comienzan a mostrar signos de alcanzar la madurez. No tiene nada que ver con ninguna clase de afecto. Se los usa para satisfacer una necesidad, tal como se usa un mingitorio.
Una oleada de aversión recorrió la sala, como si alguien hubiese abierto la puerta de una fosa séptica y el olor se hubiese colado al interior.
Tremayne torció el gesto más que nadie.
– ¿Está dando a entender que esos hombres matan a todos los niños cuando comienzan a mostrar signos de hacerse mayores?-preguntó.
– No -respondió Hester con tanta formalidad como pudo. Revivir su furia y su piedad con palabras prudentes estaba empezando a sacarla de quicio. Le parecía ofensivamente aséptico, aunque los rostros del jurado reflejaban lo contrario. Respiró hondo-. No, según me han informado, suelen venderlos a cualquier capitán mercante dispuesto a comprarlos, y entonces sirven como grumetes o en lo que sea necesario. -Dejó que su expresión transmitiera el significado más oscuro de la frase-. Salen del puerto en el primer barco que zarpa y no regresan quizá durante años. De hecho es posible que no regresen jamás.
– Entiendo. -Tremayne empalideció-. ¿Y por qué iba Fig a correr otra suerte?
– Quizás estuviera previsto que se embarcara -contestó Hester, desviando la mirada por primera vez de Tremayne para mirar a Rathbone. Vio desdicha y repugnancia en su rostro, y se preguntó qué podía haber sucedido que le obligara a defender a Jericho Phillips. Sin duda era imposible que lo hubiera hecho de buen grado. Era un hombre civilizado, le ofendía la vulgaridad, una persona honorable. En una ocasión le había considerado demasiado exigente con sus pasiones para amar con la entrega que ella consideraba necesaria.
– ¿Señora Monk? -le apuntó Tremayne.
– Es posible que se rebelara -dijo, concluyendo la frase-. Si causaba problemas sería más difícil venderlo. Quizá fuese el cabecilla de otros niños más pequeños y su asesinato fue un castigo ejemplar para imponer disciplina. No existe modo más rápido de sofocar una rebelión en las bases que ejecutar a su líder.
Sonó cínica, incluso a sus propios oídos. El público, el jurado, el propio Rathbone, ¿se darían cuenta de que lo hacía para disfrazar el dolor que le causaba una idea insoportable?
¿Habría alguien presionando a Rathbone para que hiciera aquello? ¿Sería posible que no se hubiese dado cuenta de lo repulsiva que era la realidad? ¿Se habría detenido a pensar en cómo se ganaba el dinero que recibía a modo de honorarios? De ser así, ¿cómo podía aceptarlo?
– Gracias, señora Monk -dijo Tremayne quedamente, con el semblante sombrío, los labios prietos como si la pena le consumiera las entrañas-. Nos ha mostrado una imagen terrible, aunque también trágicamente verosímil. ¿Me permite que elogie su valentía y compasión en el trabajo que realiza?
Hubo un murmullo de aprobación. Dos miembros del jurado asintieron con la cabeza y otro se sonó ruidosamente la nariz.
– Este tribunal le está muy agradecido, señora -dijo lord Justice Sullivan a media voz. Su rostro era una máscara de indignación y tenía las mejillas encendidas, como si la sangre le hirviera debajo de la piel-. Puede retirarse por hoy. Sin duda mañana sir Oliver Rathbone deseará interrogaría.
Desvió la mirada hacia Rathbone.
– Con la venia del tribunal, señoría -afirmó Rathbone.
El tribunal levantó la sesión y Hester bajó del estrado agarrándose a la barandilla. Se sentía vacía, incluso un poco mareada. Uno de los ujieres le ofreció el brazo pero ella rehusó, dándole las gracias.
Estaba en el vestíbulo anejo a la sala cuando vio a Rathbone dirigirse hacia ella. Había elegido adrede salir por allí con la esperanza de encontrarlo. Deseaba preguntarle, cara a cara, qué le había inducido a aceptar semejante caso. Si tenía alguna clase de problema, ¿por qué no había pedido ayuda a Monk? Sería raro que fuese de orden pecuniario. Además, la indigencia difícilmente podía ser peor que rebajarse de aquella manera.