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– ¿Señora Monk? -le apuntó Rathbone.

– Pues que era un hombre apasionado, con sentido del humor y de una integridad insobornable -contestó Hester-. Era un buen policía y poseía dotes de mando excepcionales. Era honorable y valiente, y al final dio su vida para salvar a otros.

Rathbone contuvo una sonrisa, como si aquélla fuese no sólo la respuesta que había previsto sino la que deseaba.

– No le preguntaré sobre las circunstancias de su muerte. Las conozco de sobra; también yo estaba presente, y fue exactamente como usted dice. Y fue un asunto que, por el bien público, debe tratarse con suma reserva. -Dio un par de pasos, como para señalar el cambio de tema-. Carece de sentido que le pregunte si está muy unida a su marido, ¿qué respuesta iba a darme sino la afirmativa? Pero sí voy a preguntarle sobre las circunstancias en que se encontraban ustedes cuando el señor Monk conoció al señor Durban. Por ejemplo, ¿su situación económica era desahogada? ¿A qué se dedicaba su marido? ¿Tenía buenas perspectivas de progreso?

Lord Justice Sullivan se movió incómodo en su sitial y miró a Rathbone con un atisbo de inquietud antes de apartar la vista de él y dirigirla hacia el grueso del tribunal, como para evaluar el modo en que el público interpretaba el extraordinario giro que estaban tomando los acontecimientos.

Tremayne hizo ademán de ponerse de pie pero volvió a desplomarse en su silla. Si no permitía que Hester respondiera, daría a entender que ella o Monk tenían algo que ocultar o de lo que avergonzarse.

– Mi marido era detective -contestó Hester-. Nuestra situación variaba de una semana a la otra. De vez en cuando los clientes no pagaban, y algunos casos eran irresolubles.

– Eso no debía de ser fácil para ustedes -se compadeció Rathbone-. Y obviamente no había posibilidad alguna de progreso. Tal como ya sabe este tribunal, el señor Monk sucedió al señor Durban como comandante en la Comisaría de Wapping de la Policía Fluvial; un empleo excelente, bien remunerado, prestigioso y que brinda la oportunidad de ascender a rangos superiores con el tiempo; incluso el cargo de inspector jefe cabría dentro de lo posible tratándose de un hombre capaz y ambicioso. ¿Cómo fue que ocupara ese puesto en lugar de uno de los hombres que ya trabajaban allí? El señor Orme, por ejemplo.

– El señor Durban lo recomendó -repuso Hester, presintiendo por fin adónde quería ir a parar Rathbone. Pero aun suponiendo que estuviera en lo cierto y adivinara cada paso a seguir antes de darlo, no veía modo alguno de escapar. Notaba las manos sudorosas en la barandilla y, no obstante, por dentro tenía frío. El aire estaba viciado en la sala abarrotada.

– Debe estar muy agradecida por tan notable e imprevista mejora de su situación -prosiguió Rathbone-. Ahora su marido es comandante de la Policía Fluvial, y gozan ustedes de estabilidad económica y respeto social. Dejando a un lado su propia tranquilidad, también debe haberse alegrado mucho por su marido. ¿Está contento en la Policía Fluvial?

Lo único que Hester podía decir era que sí, aun cuando Monk en realidad hubiese detestado su nuevo empleo. Afortunadamente, ya no tenía que mentir, como bien sabía Rathbone.

– Sí, lo está. Es un cuerpo que goza de muy alta reputación tanto por su competencia como por su honorabilidad, y mi esposo está muy orgulloso de contarse entre sus hombres.

– No seamos tan modestos, señora Monk, ¡es el jefe! -la corrigió Rathbone-. ¿Usted no está también orgullosa de él? ¡Es un gran logro!

– Sí, por supuesto que estoy orgullosa.

Un vez más, no podía dar otra respuesta.

Rathbone no abundó en ese punto. Se lo había dejado suficientemente claro al jurado. Tanto ella como Monk estaban en deuda con Durban, tanto en lo personal como en lo profesional. Rathbone había puesto a Hester en una situación en la que tenía que admitirlo o parecer sumamente descortés. De ahora en adelante, cada vez que respaldara a Durban cabría achacarlo al agradecimiento y cabría sospechar que sus argumentos se fundamentaran más en sentimientos que en hechos. Qué bien la conocía. No había olvidado nada acerca de ella desde aquella época en que habían estado mucho más unidos, cuando él estaba enamorado de ella, no de Margaret.

Hester se sintió muy sola en el estrado con todos los ojos puestos en ella y sabiendo que Rathbone la conocía de un modo tan delicado e íntimo. Se sentía espantosamente vulnerable.

– Señora Monk -prosiguió Rathbone-, usted contribuyó en buena medida a identificar a la víctima de esta tragedia, gracias a sus conocimientos sobre los abusos a mujeres y niños en el comercio de las relaciones sexuales. -Lo dijo con desagrado, reflejando lo que toda la gente de la galería, y más en concreto en la tribuna del jurado, sentía-. Fue usted quien averiguó que antaño había sido un rapiñador. -Se volvió ligeramente con un gesto particularmente elegante-. Por si hubiera algún miembro del jurado que no entendiera el término, ¿tendría la bondad de explicárnoslo?

No tenía más remedio que hacer lo que le pedían. Rathbone la conducía como un jinete avezado lo haría con un caballo, haciendo que se sintiera igualmente dominada. Si se rebelaba en público ante el tribunal caería en el ridículo. ¡Qué bien la conocía!

– Un rapiñador es una persona que pasa el tiempo en las orillas del río, entre las líneas de la pleamar y la bajamar -dijo obedientemente-. Recuperan cosas que puedan ser de valor y las venden. Casi todos son niños, pero no todos. Casi todo lo que encuentran son tornillos y accesorios de latón, porcelanas, carbón y esa clase de cosas.

Rathbone manifestó interés, como si no conociera de sobras los detalles de aquella ocupación.

– ¿Cómo ha llegado a enterarse de esto? No parece guardar relación con el ámbito usual de su obra benéfica. ¿A quién pidió la información que la condujo a descubrir que el niño Fig había sido rapiñador?

– En un caso de no hace mucho tiempo resultó herido un joven rapiñador. Lo cuidé durante un par de semanas.

¿Por qué la interrogaba acerca de Scuff? ¿Acaso se proponía poner en entredicho la identificación del cadáver?

– ¿En serio? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo se llama? -inquirió Rathbone.

¿Por qué se lo preguntaba? Conocía a Scuff. Había estado en las alcantarillas con ellos, tan angustiado por la seguridad de Scuff como el que más.

– Lo llaman Scuff y cree tener unos once años -contestó Hester con voz tomada por la emoción pese a sus esfuerzos por mantenerse distante.

Rathbone arqueó las cejas.

– ¿Cree?

– Sí. No sabe qué edad tiene.

– ¿Identificó a Fig?

¡De modo que se trataba de la identificación!

– No. Me presentó a chicos mayores que él y respondió por mí para que me dijeran la verdad -dijo Hester.

– ¿Ese niño, Scuff, confía en usted?

– Eso espero.

– ¿Le hospedó en su casa cuando resultó herido y cuidó de él hasta que recobró la salud?

– Sí.

– ¿Y surgió afecto entre ustedes?

– Sí.

– ¿Usted tiene hijos, señora Monk?

Fue como si le dieran una bofetada sin previo aviso. No era que hubiese deseado ardientemente tener hijos; estaba contenta con Monk y su trabajo. Era la implicación de que le faltaban, cosa que dolía, de que hubiera acogido a Scuff no porque lo apreciara sino para llenar un vacío interior. Mediante una indirecta alusión al pasado, Rathbone había hecho que pareciera que cuanto había hecho en la clínica, e incluso en Crimea, le hubiese servido para compensar la carencia de una familia, de un propósito en el sentido más convencional.

No era verdad. Tenía un marido a quien amaba mucho más de lo que la mayoría de mujeres amaban al suyo. Tenía un trabajo que le exigía echar mano del intelecto, la imaginación y el coraje. Casi todas las mujeres se levantaban por la mañana para cumplir la misma rutina doméstica, llenando sus días de palabras más que de acciones, llevando a cabo tareas que deberían realizar exactamente de la misma manera al día siguiente y al otro. Hester sólo se había aburrido una vez en su vida, y eso fue durante el breve periodo que dedicó a la vida social antes de marcharse a Crimea.