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– Vaya. ¿Le contó por qué estaba tan empeñado en hallar al asesino del niño Fig, señor Simmons?

Rathbone ponía mucho cuidado en no insinuar la respuesta al testigo, en no preguntar por suposiciones o testimonios de oídas.

Tremayne mostraba su descontento por carecer de motivos para objetar. Hester lo veía tan claro como si estuviera presenciando una partida de ajedrez. Cada movimiento era evidente en cuanto se había efectuado pero, no obstante, resultaba imposible preverlo.

– No, señor, no lo hizo -contestó Sirnmons-. No sabría decir si odiaba a Phillips porque había matado al niño o si le importaba el niño porque era Phillips quien lo había matado.

Rathbone reaccionó deprisa, sin dar tiempo a Tremayne a protestar ni a Sullivan a admitir la objeción.

– ¿Quiere decir que su comportamiento le dio pie a pensar que había una aversión personal por encima de la cuestión del crimen? ¿Era eso, señor Sirnmons?

Tremayne hizo ademán de levantarse, pero cambió de parecer y se desplomó de nuevo en la silla.

Sullivan lo miró inquisitivamente, reflejando un vivo interés, como si estuviera asistiendo a un enfrentamiento personal subyacente al profesional, cosa que le interesó en grado sumo, despertando su entusiasmo. ¿Era por eso que amaba la ley, por el combate?

Sirnmons arrugaba el semblante como si no encontrase palabras para exponer su respuesta.

– Era algo personal -dijo al fin-. En realidad no sabría decirle cómo lo sé. Por su expresión, por la manera en que hablaba de él, el lenguaje que usaba. A veces había dejado correr otras cosas, pero a Phillips nunca. Le tenía desgarrado lo que le habían hecho al niño, pero aun así le alegraba tener un motivo para dar caza a Phillips.

Hubo un murmullo casi imperceptible de aprobación en la sala.

Lord Justice Sullivan se inclinó hacia un lado para encararse al testigo, con el semblante muy serio y una mano agarrada a la hermosa madera barnizada que tenía delante.

– Señor Sirnmons, no puede declarar que el acusado es culpable de haber asesinado al niño salvo si le consta de primera mano que lo hizo él. ¿Es ése el caso? ¿Le vio matar a Walter Figgis?

Simmons se sobresaltó, parpadeó y luego palideció al darse cuenta de la trascendencia de lo que el juez le había preguntado.

– No, señoría, no lo vi. Yo no estaba allí. De haber estado, lo habría dicho en su momento, y el señor Durban no la habría tomado conmigo como hizo. No sé por mí mismo quién mató a ese pobre diablillo, ni tampoco sé nada de los demás críos que viven a orillas del río y desaparecen, les dan palizas o lo que sea que les ocurra.

Rathbone enarcó las cejas.

– ¿Está diciendo que el señor Durban le pareció más interesado en ese niño perdido que en cualquier otro, señor Simmons?

– Desde luego que sí -confirmó Simmons-. Era como un perro con un hueso. A duras penas pensaba en otra cosa.

– Es de suponer que le preocupaban de igual modo los robos, los fraudes, el contrabando y otros delitos frecuentes en el río y los muelles… -dijo Rathbone inocentemente.

– Que a mí me conste, no, señor -respondió Simmons-. Siempre hablaba de Phillips y de ese niño. Lo odiaba, créame. Quería verlo ahorcado. Lo decía a menudo. -Levantó la vista hacia Sullivan un momento-. Y eso lo oí con mis propias orejas.

Rathbone le dio las gracias e invitó a Tremayne a empezar su turno.

A Hester se le ocurrieron decenas de cosas que preguntar para rebatir el testimonio de Simmons. Clavó los ojos en Tremayne como si su fuerza de voluntad pudiera inducirle a hacerlo. Cuando se levantó, observó que había perdido parte de su habitual elegancia debido a la tensión. Lo que había parecido cosa segura se le estaba escapando de las manos. Estaba pálido.

– Señor Simmons -comenzó Tremayne muy cortés-. ¿Dice que el señor Durban no le explicó la razón de sus ansias de atrapar a quien había abusado, torturado y luego asesinado a este niño, y, tal como ha sugerido usted mismo, tal vez a muchos otros como él?

Simmons, incomodado, cambió de posición.

– No, señor, no lo hizo.

– ¿Y a usted le costó comprender que considerase las vidas de esos niños mucho más importantes que la evasión de aranceles que gravan un tonel de coñac, por ejemplo?

Simmons fue a decir algo pero cambió de parecer.

– ¿Tiene hijos, señor Simmons? -inquirió Tremayne gentilmente, como quien lo pregunta a un recién conocido.

Hester contuvo el aliento. ¿Los tenía? ¿Importaba? ¿Qué haría con ese dato Tremayne? Al menos algunos de los jurados tendrían hijos, cuando no todos ellos. Se le clavaron las uñas en las palmas de las manos. Cayó en la cuenta de que estaba aguantando la respiración.

– No, señor -contestó Simmons.

Tremayne esbozó una sonrisa.

– Sir Oliver tampoco. Tal vez eso explique muchas cosas. No todo el mundo tiene la compasión de la señora Monk con los heridos y los muertos que no pertenecen a su propia familia, o ni siquiera a su clase social.

Esta vez el murmullo se oyó claramente en la galería. El público a ambos lados de Hester se volvió ostensiblemente para mirarla. Hubo incluso quien le sonrió y asistió con la cabeza.

Simmons se sonrojó, hecho una furia.

Tremayne tuvo la sensatez de disimular su victoria.

– No es preciso que conteste, señor Simmons.

Inclinó la cabeza ante el juez, como dándole las gracias, y regresó a su asiento.

Rathbone parecía menos seguro cuando llamó a su siguiente testigo, un dockmaster [5] llamado Trenton que trabajaba en el Pool de Londres. Dio fe de la amistad que Durban mantuvo durante años con los rapiñadores, mendigos y rateros que pasaban la mayor parte de su vida a orillas del río. Esta vez Rathbone puso más cuidado en impedir que su testigo expresara opiniones. Tremayne había conseguido una victoria emocional, pero le iba a costar mucho más lograr otra.

– Pasaba mucho tiempo con ellos -dijo Trenton encogiendo un poco los hombros. Era un hombre de corta estatura y rechoncho con una gran nariz y una actitud afable, pero bajo el respeto por la autoridad había una considerable fortaleza, y más de cincuenta años de progresiva radicalización de su opinión-. Charlaba con ellos, les daba consejos, a veces incluso compartía su comida o les daba algo de calderilla.

– ¿Buscaba información? -preguntó Rathbone.

– Si lo hacía, era idiota -contestó Trenton-. Si corre la voz de que eres un blandengue, esos tipos harán cola desde Tower Bridge hasta la Isle of Dogs, dispuestos a decirte lo que quieras oír por un par de peniques.

– Entiendo. Siendo así, ¿qué podía estar haciendo? ¿Lo sabe usted?

Trenton estaba bien preparado. Tremayne se inclinó hacia delante, listo para objetar cualquier especulación, pero no tuvo ocasión de hacerlo.

– No sé qué hacía -dijo Trenton, sacando el labio inferior en un gesto de perplejidad-. Nunca he visto a otro policía fluvial, ni tampoco de tierra, que matara el rato con mendigos y vagabundos como hacía él, ni con niños. No saben gran cosa y no te dirán nada importante, suponiendo que lo hagan.

– ¿Cómo lo sabe, señor Trenton?

– Dirijo un muelle, sir Oliver. Tengo que saber lo que hace la gente en mi terreno, sobre todo si es posible que se trate de algo que no deberían hacer. No lo perdí de vista durante años. Hay pocos policías fluviales corruptos, pero nunca se sabe. ¡No estoy diciendo que él lo fuera, que conste! -agregó a toda prisa-. Pero lo vigilaba. Pensaba que podía ser un kidsman.

– ¿Un kidsman? -inquirió Rathbone, aunque por supuesto conocía esa palabra. Lo hizo para ilustrar al jurado. Trenton lo entendió enseguida.

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[5] Designación del máximo responsable del servicio de prácticos de cada una de las dársenas del puerto de Londres. Su jurisdicción comprendía las aguas interiores de la dársena, cerrada mediante compuertas para evitar la influencia de las mareas, o bien un tramo concreto de muelles a lo largo del Támesis. (N. del T.)