– Un hombre que usa chavales para cometer robos de poca importancia -contestó sencillamente-. Mayormente pañuelos de seda, pequeñas sumas de dinero, cosas así. Un buen monedero de cuero, quizá. Pero él no lo era, por supuesto. -Volvió a encogerse de hombros-. Sólo un policía fluvial con más interés por los niños que ningún otro.
– Entiendo. ¿Lo interrogó a usted sobre Jericho Phillips?
Trenton puso los ojos en blanco.
– Una y otra vez, hasta que me harté de decirle que por lo que yo sabía no era más que un ratero, un oportunista. Tal vez haga un poco de contrabando, aunque nunca lo hemos pillado. Quizá pase información, pero eso es todo.
– ¿El señor Durban aceptó esa respuesta?
El semblante de Trenton se ensombreció.
– No, ni mucho menos. Estaba obsesionado, y la cosa empeoró antes de que muriera. Lo cual fue una lástima -agregó de inmediato.
– Gracias -dijo Rathbone, dando por concluido su turno.
Tremayne se mostró indeciso desde el mismo instante en que se levantó. Su rostro y su voz reflejaban exactamente los mismos temores que estaban comenzando a anidar en el fuero interno de Hester. ¿Era posible que se hubiesen equivocado a propósito de Durban? ¿Había sido un hombre que realizó un acto de nobleza en un esfuerzo por redimir una vida por lo demás imperfecta? ¿Habían aparecido ellos al final y creído que todo lo anterior era igual cuando en realidad no lo era en absoluto?
Tremayne estaba perdiendo pie y era muy consciente de ello. Hacía más de una década que no lo desconcertaban con tanta sutileza. En el testimonio de Trenton no había nada que refutar, nada a lo que aferrarse para tergiversarlo y darle otro sentido.
Hester se preguntó si también él estaría empezando a albergar dudas. ¿Acaso se preguntaba si Monk había sido un ingenuo al dejarse llevar por la lealtad hacia un hombre a quien conocía desde hacía tan poco, cosa de semanas, y cuyo verdadero carácter sólo había creído adivinar?
Durante un instante Hester consideró por primera vez la idea de que Rathbone llevara razón. Sí, Phillips era un mal hombre que se aprovechaba de las debilidades y apetitos de los demás, pero quizá no fuese culpable de tortura ni asesinato, tal como Durban había creído y luego Monk aceptado sin cuestionarlo. Al fin y al cabo, Rathbone había presenciado el final del caso Louvain; había sido testigo del sacrificio de Durban y de cómo le había salvado la vida a Monk, aun cuando éste se mostrara dispuesto a actuar con el mismo desinterés y valentía que él… ¿Sería que Rathbone había sabido desprenderse de los sentimientos y visto la realidad más claramente?
Apartó tal idea, negándose a contemplarla. Era desagradable y, por añadidura, desleal.
Rathbone retomó la presentación de la defensa. Llamó a un gabarrero que había conocido bien a Durban y lo admiraba. Le hizo las preguntas con gentileza, sacándole informaciones como si fuese consciente de que el proceso tarde o temprano resultaría doloroso. Tenía razón. Al principio fue fáciclass="underline" una mera sucesión de fechas, preguntas y respuestas. Durban había preguntado al gabarrero sobre las idas y venidas en el río, en especial las de Jericho Phillips y su barco, de vez en cuando sobre las de otros hombres que frecuentaban su garito. Manifestaron que les ofrecían cerveza y entretenimiento, algo tan simple como una velada en el río con un refrigerio y un poco de música, interpretada según el gusto del público que asistía a cada velada.
Lord Justice Sullivan se inclinó hacia delante, escuchando atentamente con el semblante muy serio.
¿Hurst, el gabarrero, sabía con certeza qué clase de entretenimiento les ofrecían a bordo?, prosiguió Rathbone. No, no sabía nada de primera mano. Durban se lo había preguntado muchas veces. La respuesta siempre fue la misma. Él no lo sabía ni quería saberlo. Que él supiera, los niños podían estar a bordo para servir cerveza, atender a las mesas, limpiar, cualquier cosa.
El interrogatorio pareció rutinario, incluso tedioso, hasta que Hester percibió un leve cambio en la postura de Rathbone, como si le embargara una nueva y reprimida energía.
– ¿El interés de Durban por Phillips fue constante desde que comenzó? -preguntó Rathbone.
Hurst se mostró perplejo, como si recordara algo extraño. No, no lo fue. Durante varios meses Durban no había manifestado el menor interés, como si se hubiese olvidado de él. Y de pronto, también sin explicación, lo había retomado, incluso con más empeño que antes. Su persecución se había vuelto casi feroz, excediéndose en el cumplimiento del deber. Se le había visto en el río hiciera el tiempo que hiciera, e incluso de madrugada, cuando la gente juiciosa está durmiendo en su cama.
¿Tenía Hurst alguna explicación para semejante conducta? De hecho, ¿le había contado Durban el motivo de tan extraordinaria obsesión y del errático modo de ocuparse del caso?
No. Hurst estaba avergonzado y desilusionado. No tenía ni idea.
Tremayne sin duda comprendió que interrogándolo más no sólo no ganaría nada sino que se arriesgaba a perder más. Rehusó su turno.
Para terminar la jornada Rathbone llamó a otro miembro de la Policía Fluvial que había servido en la Comisaría de Wapping durante los últimos años de Durban. El hombre hizo bastante patente que estaba allí contra su voluntad. Era leal a la policía en general y a sus colegas en particular. Era abiertamente hostil con Rathbone y con cualquier otro que cuestionara la integridad de Durban e, implícitamente, la de toda la policía.
Sin embargo, se vio obligado a admitir que sin lugar a dudas le constaba que hacia el final de su vida Durban había dedicado el poco tiempo libre de que disponía, y buena parte de su propio dinero, a su interminable e infructuosa persecución de Jericho Phillips. Pese a su cuidadosa manera de expresarse, o quizá debido a ella, hizo que Durban pareciera obsesionado hasta rayar en la locura. De repente, aun siendo tan desagradable como era, Phillips dio la impresión de ser la víctima.
Hester vio varios rostros confundidos entre la gente que tenía alrededor en la galería, incluso miradas dirigidas hacia la figura de Phillips mientras se lo llevaban escoltado desde el banquillo a los calabozos donde pasaría la noche. Ahora tenían curiosidad, no estaban tan convencidos de su culpabilidad como lo habían estado unas horas antes.
Hester abandonó la sala sintiéndose traicionada. Salió por las puertas abiertas al vestíbulo, no literalmente zarandeada por el gentío, pero sí con la sensación de ser empujada desde todos los lados. Estaban allí para ver y oír, llenos de convicciones, sin dejarse afectar por lo que creyeran los demás.
Estaba muy inquieta. Le preocupaba saber si Durban era el héroe que Monk había visto en él, no sólo por tratarse de uno de los escasos hombres a quien Monk admiraba, sino también porque el propio Monk había cimentado su carrera en la Policía Fluvial del Támesis cerrando su último caso. Fue el obsequio de gratitud hecho a un hombre a quien no podía dar las gracias de ningún otro modo.
Ahora se daba cuenta de que ambos habían permitido que cobrara demasiada importancia. Toda la furia que sentían contra quien había golpeado, abandonado o abusado de un niño la habían volcado sobre Phillips. Tal vez eso fuese injusto, y era esa idea, reflejada en los ojos de cuantos la rodeaban, lo que la tenía humillada y confundida.
Se topó cara a cara con Margaret Rathbone en la escalinata mientras se iba. Se había vuelto un instante, con aire vacilante, y Margaret estaba sólo un par de pasos detrás de ella.
Margaret se detuvo pero no bajó la mirada. Se produjo un silencio incómodo. Hester siempre había sido la jefa. Ella era quien tenía la experiencia médica, los conocimientos. Había estado en Crimea; Margaret nunca había salido de Inglaterra, excepto de vacaciones con la familia en Francia, cuidadosamente acompañada. Hester había visto a Margaret enamorarse de Rathbone y esforzarse por ganárselo. Apenas lo habían hablado; ninguna de las dos era dada a comentar sus temores y sueños más íntimos, pero siempre había mediado un tácito entendimiento entre ambas. Habían atendido juntas a las enfermas y juntas se habían enfrentado a la realidad de la violencia y el crimen. Ahora, por primera vez, se hallaban en bandos contrarios, y nada podían decir sin empeorar más las cosas. Rathbone había atacado a Hester en el estrado abundando en asuntos personales, y la había despojado de las protectoras convenciones sociales al sacar a relucir cosas que le había confiado. Por encima de todo, había expuesto a Monk a la desilusión y a que diera la impresión de haber defraudado a los colegas que lo habían seguido a la batalla.