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Sin duda, Orme también vio tal posibilidad. Bogaba apoyando todo su peso contra el remo, gritando órdenes a los demás agentes. La patrullera avanzó con renovado impulso y la barcaza volvió a aparecer, todavía a una considerable distancia de ellos. Monk dio media vuelta para mirar el casco de la goleta, pero no había nadie en las sogas que colgaban de ambas bordas. Los estibadores de la cubierta seguían concentrados en la tarea de izar toneles desde la bodega.

Para gran alivio de Monk, la patrullera se acercaba a la barcaza. Un par de minutos más y Phillips sería suyo. El interminable caso quedaría cerrado. Con Phillips detenido, sólo sería cuestión de aguardar a que la ley siguiera su curso.

La patrullera se situó al lado de la barcaza. De nuevo dos hombres armados la abordaron y al cabo de nada regresaron contrariados, negando con la cabeza. Esta vez también Monk renegó. Phillips no había trepado por el costado de la goleta, de eso estaba seguro. Por más ágil que fuera, ningún hombre sería capaz de encaramarse tan deprisa por un cabo en el poco tiempo que lo habían perdido de vista. Tampoco se habían cruzado con ninguna barcaza que se dirigiera hacia la ribera norte. Phillips sólo podía haber escapado hacia el sur.

Indignados, remando con los hombros tensos, los hombres condujeron la patrullera por debajo de la popa de la goleta, derecha hacia el oleaje de una fila de barcazas que remontaba el río. La embarcación cabeceó al dar el viraje, y la proa golpeó el agua con una sacudida, levantando un roción. Monk se aferró a las bandas, gruñendo entre dientes al ver que otra barcaza se dirigía al sur, hacia Rotherhithe.

Orme la vio también y dio la orden pertinente.

Se abrieron camino zigzagueando entre el tráfico. Un transbordador cruzó veloz por delante de ellos; los pasajeros iban apiñados para resguardarse del viento. En el aire flotaban retazos de música procedentes de un yate. Esta vez la barcaza llegó al muelle unos diez metros antes que ellos, que vieron a la ágil figura de Phillips, con el pelo y los faldones al viento, saltar desde la popa al pasar ante la escalinata de East Lane Stairs. Aterrizó en el escalón más bajo, lleno de limo depositado por la marea. Se tambaleó un momento, agitando los brazos como aspas de molino, y luego cayó de lado, dándose un buen golpe contra la pared de piedra cubierta de algas verdes. La caída tuvo que dolerle, pero sabía que la patrullera lo seguía de cerca y el miedo fue suficiente acicate para hacerlo subir a gatas hacia el muelle. Fue una maniobra carente por completo de dignidad, y un par de marineros se mofaron de él, pero también fue sumamente rápida. Cuando la patrullera rebotó contra la piedra, Phillips ya estaba en lo alto de la escalinata. Echó a correr hacia la dársena de Fore and Aft Dock, con sus cajones de alfarería española descargados sin orden ni concierto entre toneles marrón oscuro y pilas más claras de madera en crudo. El hedor de las pieles sin curtir preñaba el aire, mezclado con el nauseabundo dulzor del azúcar sin refinar y el embriagador aroma de las especias. Al otro lado de las mercancías comenzaba Bermondsey Road y todo un laberinto de calles y callejones llenos de albergues, casas de empeños, tiendas de efectos navales, tabernas y burdeles.

Monk vaciló sólo un instante, temeroso de dislocarse un tobillo, de las risotadas de los estibadores y los marineros si llegaba a caer al agua, y de lo idiota que se sentiría si Phillips escapaba porque sus hombres tuvieran que demorarse para sacarlo del río. Pero no había tiempo para tales consideraciones. Se levantó, notó que la patrullera se inclinaba y se lanzó hacia la escalinata.

Cayó con torpeza. Sus manos golpearon piedra y algas, pero el ímpetu del salto lo impulsó hacia delante. Le resbaló un pie y se dio un golpe seco en la rodilla contra el siguiente escalón. Lo atravesó una punzada de dolor, pero ningún aturdimiento le impidió erguirse y subir en pos de Phillips, casi como si se hubiese propuesto saltar a tierra del modo en que lo había hecho.

Llegó a lo alto de la escalinata y vio a Phillips a unos diez metros de él, corriendo hacia los montones de oscuros toneles de madera y el cabestrante que había detrás. Los estibadores que los descargaban de una barcaza amarrada no repararon en ellos. Algunos iban a pecho descubierto y el sol les hacía relucir el sudor de la piel.

Monk echó a correr por el muelle. Al llegar a la altura de los toneles vaciló porque sabía que Phillips podía estar agazapado detrás de ellos con un trozo de madera o de tubo o, en el peor de los casos, con un arma blanca. Dio media vuelta y rodeó la pila por el otro lado.

Phillips sin duda había contado exactamente con eso. Se estaba encaramando a la larga barrera formada por un montón de fardos, subiéndola como un marinero treparía por un palo, palmo a palmo, con soltura. Volvió la vista atrás una vez, con un aire despectivo, y ya arriba se detuvo sólo un instante antes de saltar por el otro lado.

Monk no tenía más opciones que seguirlo o perderlo. Phillips podía muy bien abandonar su desdichado barco, y buscar un tugurio en la ribera donde esconderse por una temporada, para luego reaparecer al cabo de medio año. Sólo Dios sabía cuántos niños más sufrirían o incluso morirían en ese lapso de tiempo.

Trepando con torpeza por los fardos, más despacio que Phillips, Monk llegó arriba con alivio. Gateó hasta el otro lado y miró abajo. La caída era considerable, quizá de unos cinco metros. Phillips se hallaba a lo lejos, dirigiéndose hacia otros montones de carga: barricas de vino, cajas de especias y tabaco.

Monk no iba a arriesgarse a saltar. Un tobillo roto supondría perder a Phillips sin remedio. Se colgó de las manos y luego se soltó, cayendo hasta el suelo. Dio media vuelta y echó a correr, alcanzando las barricas de vino justo cuando Phillips cruzaba a la carrera un trecho de muelle despejado hacia la sombra de la prominente popa de un barco amarrado junto a la grúa que lo iba vaciando de su cargamento de madera.

Un carro tirado por caballos se acercaba; sus ruedas atronaban sobre el irregular pavimento de piedra. Una cuadrilla de estibadores caminaba hacia la grúa; un par de holgazanes discutían sobre lo que parecía un trozo de papel. Había ruido por todas partes: hombres que gritaban, el chillido de las gaviotas, el triquitraque metálico de las cadenas, los crujidos de la madera, el constante chapoteo del agua contra el muelle. Había un inagotable movimiento del sol reflejado en el río, nítido y relumbrante. Los enormes barcos amarrados subían y bajaban. Hombres vestidos de gris y marrón se afanaban en tareas diversas. El aire estaba saturado de olores: la acritud del fango fluvial, la penetrante limpieza de la sal, el repulsivo dulzor del azúcar sin refinar, el hedor de las pieles sin curtir, del pescado y de las sentinas de los barcos, y, unos pocos metros más adelante, el cautivador aroma de las especias.

Monk se arriesgó. Phillips no intentaría llegar al barco; quedaría demasiado expuesto mientras subía por la banda, como una mosca negra sobre una pared marrón. Enfilaría hacia el otro lado y desaparecería en los callejones.

¿O se marcaría un farol? ¿O un doble farol?

Orme y uno de sus hombres le iban pisando los talones.

Monk se dirigió hacia el callejón que se abría entre dos almacenes. Orme respiró hondo y luego lo siguió. El tercer policía permaneció en el muelle. Había hecho aquello las suficientes veces como para saber que los hombres podían volver sobre sus pasos. Los estaría esperando.

El callejón, de apenas dos metros de anchura, bajaba unos peldaños, se plegaba hacia un lado y luego hacia el otro. La peste a orina ofendía al olfato de Monk. A la derecha había un proveedor de buques, su estrecho portal rodeado de rollos de cuerda, faroles, cornamusas de madera y un balde lleno de cepillos de cerdas duras.