Cuatro metros. Debía prepararse para saltar. Estaban pasando a sotavento de un clíper. Los mástiles parecían arañar el cielo, moviéndose apenas ya que el casco era demasiado grande, demasiado pesado para balancearse con el escaso oleaje. La barca surcaba las aguas sin esfuerzo aparente y dio una sacudida al entrar de nuevo en la corriente, pero ahora se acercaban muy deprisa a la última gabarra. Dos metros, uno…, Monk saltó. Orme ocupó su sitio y cogió el remo.
Monk cayó en la gabarra, se balanceó un momento y recuperó el equilibrio. El patrón no reparó en él. Todo aquel drama se representaba ante sus ojos sin que él participara.
Puesto que Monk se encontraba en la última gabarra, si Phillips se había movido, tenía que haberlo hecho hacia delante. Monk comenzó a avanzar. Se irguió con cautela encima de la lona y fue pasando de un bulto informe al siguiente, vigilando donde apoyaba su peso, con los brazos separados, afirmando inseguro los pies. Los ojos le iban de un lado al otro, atentos a cualquier sorpresa.
Estaba casi en la proa, listo para saltar a la gabarra siguiente, cuando vio un atisbo de movimiento. De pronto tuvo a Phillips encima, atacándolo con la navaja. Monk dio una patada baja echándose a un lado, casi perdió el equilibrio, pero se enderezó en el último instante.
Phillips no dio en el blanco, esperaba hincar el arma en las carnes de Monk y notar una súbita resistencia que no halló. Se tambaleó a la pata coja, agitó los brazos como loco un instante y cayó de rodillas, ignorando el daño infligido por la bota de Monk. Volvió a arremeter de inmediato, alcanzando la espinilla de Monk, rasgándole el pantalón y haciendo que sangrara.
Monk se asustó. El dolor era agudo. Había esperado que Phillips se desconcertara más, que tardara más en recobrarse, error que no cometería otra vez. La única arma que llevaba era la pistola al cinto. Ahora la sacó, no para disparar sino para coaccionar. Acto seguido cambió de parecer y dio otra patada, alta y fuerte, apuntando con más tino. El golpe alcanzó la sien de Phillips, que cayó despatarrado. Pero Phillips lo había visto venir y, al retroceder, había encajado el impacto con menos fuerza.
Ahora Monk tenía que avanzar por la lona desigual sin saber lo que había debajo. Las gabarras fueron alcanzadas por la estela de otra cargada de carbón que se cruzó con ellas navegando a vela río arriba. El casco cabeceó y se bamboleó, haciéndoles perder el equilibrio a los dos. Monk padeció más porque estaba de pie. Tendría que haberlo visto venir. Phillips lo había hecho. Monk se tambaleó, dio un traspié y cayó casi encima de Phillips, que se retorció y escurrió, alejándose de él. Monk se dio un buen golpetazo contra los barriles de debajo de la lona, magullándose; acto seguido tuvo a Phillips encima de él, sus brazos y piernas firmes como el acero.
Monk estaba inmovilizado. Estaba solo. Orme quizás estuviera viendo lo que ocurría pero no podía ayudarlo, y los marineros de las gabarras no iban a involucrarse.
Por un momento tuvo tan cerca el rostro de Phillips que Monk pudo oler su piel, su pelo, el aliento que exhalaba. Sus ojos emitían destellos y sonrió al empuñar la navaja.
Monk le dio un cabezazo con tanta fuerza como pudo. Le dolió, el golpe fue hueso contra hueso, pero fue Phillips quien chilló, y de repente su agarre cedió. Monk lo empujó y se deslizó, apartándose como un cangrejo, y acto seguido se volvió, pistola en mano.
Pero tardó demasiado en disparar. La sangre le manchaba la cara y le chorreaba de la boca. Phillips se había puesto en cuclillas y se dio la vuelta, como si supiera que Monk no le dispararía por la espalda. Saltó de la gabarra y aterrizó con los brazos y piernas abiertos sobre la lona de la de delante.
Sin pensárselo dos veces, Monk lo siguió.
Phillips se levantó trabajosamente y comenzó a avanzar por el caballete de la lona. Monk fue derecho tras él, costándole más mantener el equilibrio esta vez. Lo que fuere que hubiese bajo la tela impermeabilizada, rodaba cuando él lo pisaba y le hacía embestir con más ímpetu y más deprisa de lo que quería.
Phillips llegó a la proa y saltó otra vez. De nuevo Monk fue tras él. Esta vez había pacas bajo sus pies, siendo más fácil mantener el equilibrio. Monk saltó de una a otra, aproximándose, le echó la zancadilla a Phillips y lo derribó. Le asestó un puñetazo en el pecho, vaciándole los pulmones y oyendo su prolongado y áspero resuello cuando volvió a llenarlos de aire. Entonces sintió el dolor del antebrazo y vio sangre. Pero sólo era una raja muy superficial que no lo lisiaría. Volvió a golpear el pecho de Phillips y éste soltó la navaja. Monk la oyó resbalar por la lona y repiquetear sobre la cubierta.
La sangre le estaba dejando la mano resbaladiza. Phillips se retorcía como una anguila, fuerte y duro, con los codos y las rodillas desollados, anguloso, y Monk no pudo sujetarlo.
Phillips se había apartado, tambaleándose hacia la proa, dispuesto a saltar a la gabarra siguiente. Una barcaza estaba a punto de cruzarse con ellos por delante, sólo una. Sus intenciones estaban claras. Saltaría a bordo de ella y Monk se encontraría sin una embarcación a mano para seguirlo.
Monk se levantó con dificultad y alcanzó la proa justo cuando Phillips saltó, quedándose corto. Fue a parar al agua, en medio de la estela blanca que levantaba el tajamar.
Monk titubeó. No le costaría nada dejar que se ahogara. Sólo era preciso que se demorase un momento y nadie, por más hábil que fuera, sería capaz de sacarlo del río. Herido como estaba, se ahogaría en cuestión de minutos. Sería un final mejor del que merecía. Pero Monk lo quería vivo para que pudiera ser juzgado y ahorcado. Así se demostraría que Durban tenía razón, y todos los niños que Phillips había utilizado y torturado tendrían una respuesta adecuada.
Se inclinó hacia delante extendiendo ambos brazos por la borda y agarró a Phillips por los hombros, notó que sus manos se aferraban a su brazo y echó mano de todas sus fuerzas para sacarlo del agua. Estaba mojado, era casi como un peso muerto. Ya tenía los pulmones medio llenos de agua y no opuso ninguna resistencia.
Monk sacó las esposas y se las puso a Phillips antes de afianzar los pies y darle la vuelta para bombearle el pecho a fin de sacar el agua.
– ¡Respira! -masculló-. ¡Respira, canalla!
Phillips tosió, vomitó agua del río y recobró el aliento.
– Buen trabajo, señor Monk -dijo Orme desde la barcaza, acercándose a la banda-. Al señor Durban le habría alegrado verlo.
Monk se sintió invadido por un calor como de fuego y música, por la paz que seguía a un esfuerzo desesperado.
– Había que poner orden -dijo con modestia-. Gracias por su ayuda, señor Orme.
Monk llegó a su domicilio de Paradise Place en Rotherhithe antes de las seis, una hora relativamente temprana para él. Había recorrido a paso vivo la calle desde la escalinata de Princes Stairs, donde había desembarcado del transbordador, y caminado todo el trecho hasta Church Street antes de tomar la curva pronunciada de Paradise Place. En todo momento se negó a pensar que Hester quizás aún no estuviera en casa y que por tanto tendría que aguardar para decirle que por fin habían capturado a Phillips.
El médico de la policía había suturado los cortes que Phillips le había hecho en el brazo y la pierna, pero estaba magullado, mugriento y cubierto de sangre reseca. Había comprado una botella de excelente coñac para sus hombres, con quienes había tomado unos tragos. Había sido para toda la comisaría, de modo que a nadie se le notaron los efectos, pero le constaba que el aroma del aguardiente flotaba en torno a él. Sin embargo, ni siquiera se le ocurrió semejante cosa mientras daba un brinco, corría las últimas decenas de metros de Paradise Place y abría la puerta principal de su casa.