– ¡Hester! -llamó, antes incluso de cerrar la puerta a sus espaldas-. ¿Hester? -Sólo ahora se enfrentó con la posibilidad de que aún no estuviera en casa-. ¡Lo he capturado!
El silencio respondió a sus palabras.
Entonces oyó un taconeo en lo alto de la escalera y ella bajó a toda prisa, rozando apenas los peldaños. Llevaba el cabello medio despeinado, abundante, rubio y rebelde como siempre. Lo abrazó con toda su fuerza, que era considerable pese a su figura esbelta y a la ausencia de curvas pronunciadas que dictaba la moda.
Monk la cogió en brazos y la hizo volverse, besándola con toda la alegría fruto del triunfo y el repentino aumento de la fe en las cosas buenas. Casi toda su euforia se debía a la posibilidad de que Hester hubiese hecho bien al creer en él, no sólo en su destreza sino en su sentido del honor, en ese fondo bondadoso de su persona que cabía valorar y conservar para amarlo.
Y, finalmente, la captura de Phillips significaba que Durban también había hecho bien al confiar en él, cosa de la que ahora se daba cuenta y que también revestía su importancia.
Capítulo 2
Un atardecer, casi dos semanas después de la captura de Jericho Phillips, sir Oliver Rathbone regresó temprano de su bufete en los Inns of Court [2] a su elegante y muy confortable hogar. Corría mediados de agosto, no soplaba ni gota de viento y hacía calor. El ambiente era mucho más agradable en su sala de estar, con las cristaleras abiertas al césped y al perfume de la segunda floración de las rosas, que el olor de las calles, el sudor y el estiércol de los caballos, el polvo y el ruido.
Margaret lo recibió tan encantada como siempre desde que se casaran no tanto tiempo atrás. Bajó la escalera entre un revuelo de muselina verde pálido y blanca, irradiando una increíble frescura a pesar del bochorno. Lo besó con ternura, sonriendo tal vez con una pizca de timidez. Su gesto resultó tan grato a Rathbone que éste pensó que quizá sería indiscreto demostrarlo.
Hablaron de muchas cosas durante la cena: una nueva exposición de arte que había suscitado más controversia de la esperada; la continua ausencia de la reina en la temporada londinense desde el fallecimiento del príncipe Alberto; y, por supuesto, el desdichado y triste asunto de la guerra civil en Norteamérica.
La conversación fue lo bastante interesante para mantener ocupada la mente de Rathbone y, no obstante, también sumamente amena. No recordaba haber sido nunca tan feliz, y cuando se retiró a su estudio a leer unos pocos documentos que tenía pendientes se sorprendió sonriendo sin otro motivo que su paz interior.
Ya caía la noche y por fin refrescaba un poco cuando el mayordomo llamó a la puerta y anunció la visita de su suegro, que había pedido verlo. Naturalmente, Rathbone se avino de inmediato, si bien no dejó de sorprenderle que Arthur Ballinger pidiera verlo a él en concreto en vez de incluir también a su hija.
Cuando entró en el estudio pegado a los talones del sirviente, Rathbone reparó a simple vista en que le traía un asunto de cariz más profesional que personal. Ballinger era un abogado de prestigio que gozaba de una excelente reputación. De vez en cuando lo había tratado por motivos de trabajo, pero hasta la fecha no tenían clientes en común ya que Rathbone ejercía sobre todo en casos importantes de derecho penal.
Ballinger cerró la puerta del estudio a sus espaldas para asegurar su privacidad y luego fue a sentarse en la butaca de enfrente de Rathbone casi sin prestar atención al saludo de su yerno. Era un hombre corpulento y bastante robusto, de abundante pelo castaño ligeramente entrecano. Sus rasgos eran enérgicos. Margaret había heredado de su madre toda la delicadeza de su rostro y su porte.
– Me encuentro en una situación comprometida, Oliver -comenzó sin más preámbulo-. Un cliente muy antiguo me ha pedido un favor que me resisto a hacerle, pero, no obstante, considero que no puedo negarle. Para serte franco, se trata de un asunto con el que preferiría no tener nada que ver, pero no acierto a encontrar una vía de escape honorable. -Encogió ligeramente un hombro-. Y, si quieres que te sea sincero, tampoco una vía legal. Uno no puede seleccionar y escoger en qué asuntos actuará y en cuáles no. Hacerlo sería burlarse por completo del concepto de justicia, que debe ser igual para todos.
Rathbone se quedó perplejo ante semejante discurso; dejaba traslucir una falta de confianza nada propia de Ballinger. Estaba claro que algo le inquietaba.
– ¿Puedo ser de ayuda, sin infringir el secreto profesional que debe a su cliente? -preguntó esperanzado. Le complacería asistir al padre de Margaret en un asunto que al parecer revestía tanta importancia para él. Margaret se alegraría y de paso estrecharía los lazos con su familia, cuestión que por naturaleza no le resultaba fácil. Era muy celoso de su intimidad. Aparte de una profunda amistad con su padre, había encontrado pocos vínculos afectivos en su vida adulta. En algunos sentidos, nada menos que William Monk era el amigo más auténtico que tenía. Eso excluía a Hester, por supuesto, pues sus sentimientos hacia ella habían sido diferentes…, más fuertes, más íntimos y, en cierto modo, más penosos. Todavía no estaba del todo preparado para analizarlos con más detenimiento.
Ballinger se relajó un poquito, al menos en apariencia, si bien seguía ocultando las manos en el regazo como si temiera que lo delataran.
– No habría que romper ninguna confidencia -dijo enseguida-. Busco tu competencia profesional para que representes una causa que me temo encontrarás repelente y que tiene todas las de perder. No obstante, como es natural, cobrarás lo que corresponde por tu tiempo y tus dotes, que yo sé excepcionales.
Tuvo el tino de no excederse en las alabanzas.
Rathbone estaba confundido. Su profesión consistía en representar a clientes ante los tribunales; en muy raras ocasiones ejercía de fiscal para la Corona, pero, desde luego, no era lo habitual. ¿Por qué ponía tan nervioso a Ballinger aquel asunto? ¿Por qué había ido a ver a Rathbone a su casa, y no a su bufete, como habría sido lo normal? ¿Qué hacía tan diferente aquella causa? Había defendido a personas acusadas de homicidio, de piromanía, de chantaje, de robo, de casi cualquier delito que a uno se le pudiera ocurrir, incluso de violación.
– ¿De qué acusan a su cliente? -preguntó Rathbone. ¿Cabía que fuera de algo tan polémico como de traición? ¿Contra quién? ¿La reina?
Ballinger encogió un poco los hombros.
– Homicidio. Pero es un hombre impopular, no contará con las simpatías de ningún jurado. Su comparecencia será mal recibida -se apresuró a explicar. Quizás había visto dudas en el semblante de Rathbone. Se inclinó un poco hacia delante-. Pero éste no es el problema, Oliver. Me consta que has representado a toda clase de gente por cargos que no suscitaban ninguna compasión pública. Aunque deploro cuanto atañe a esta causa en concreto, para mi cliente lo primordial es la justicia en sí misma.
Rathbone encontró cierta ironía en tal observación. Pocos acusados formulaban su deseo de ser defendidos en tan generales y ampulosos términos.
Ballinger parpadeó y algo cambió en su expresión.
– No me he explicado del todo -prosiguió-. Mi cliente desea pagar tus honorarios para que defiendas a otra persona. No tiene relación alguna con el acusado, como tampoco nada en juego que dependa del resultado, sólo la cuestión de la justicia, imparcial, libre de toda ganancia o pérdida personal. Teme que este acusado parezca tan vil a ojos de los jurados que sin la mejor defensa del país sea hallado culpable y ahorcado basándose en sentimientos, no en hechos probados.
– Qué altruista -observó Rathbone, si bien ya sentía en su fuero interno una súbita excitación, como si hubiese entrevisto algo hermoso, una batalla con toda la pasión y el compromiso que podía poner en ella. Pero sólo fue una visión fugaz, un destello de luz que se desvaneció antes de que estuviera seguro de haberlo visto-. ¿Quién es?