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Acababa de llegar y ya se sentía ligeramente incómodo. El desasosiego era casi como el roce de un miedo físico. Y, sin embargo, Phillips no suponía ninguna amenaza para él. Que él supiera, era el único que estaba de su lado.

Phillips obedeció, moviéndose con rigidez. Eso era lo único que revelaba su miedo. No se le entrecortaba la voz ni le temblaban las manos.

– Sí, señor -dijo obedientemente.

Rathbone lo miró. Tenía rasgos angulosos y la pálida tez de quien vive la mayor parte de las horas sin ver la luz del día, pero desde el pelo de punta hasta los ojos brillantes, las manos fuertes y los estrechos hombros huesudos, nada en él denotaba debilidad. Con el pecho hundido y las piernas ligeramente torcidas, su complexión era la propia de la pobreza y, sin embargo, había aprendido a no mostrar la usual renquera de la deformidad.

– Su abogado me informa de que desea declararse «no culpable» -comenzó Rathbone-. Las pruebas contra usted son sólidas, pero no concluyentes. Nuestra mayor dificultad será su reputación. Los jurados sopesarán los hechos, pero también se dejarán llevar por las emociones, tanto si son conscientes de ello como si no.

Observó el rostro de Phillips para determinar si le había entendido. Percibió un instantáneo destello de inteligencia y algo que casi podría haber pasado por humor si la situación no hubiese sido tan desesperada.

– Claro que lo harán -corroboró Phillips con un asomo de sonrisa-. El sentimiento es donde los pillaremos porque, para que lo sepa, el señor Durban no era ni de lejos el buen hombre que todos piensan que fue. Me odiaba desde hacía mucho tiempo y había puesto todo su empeño en verme ahorcado sin importarle que lo mereciera o no. Y cuando el señor Monk lo sustituyó, no sólo ocupó su puesto sino que se metió en su piel. Fueron poco cuidadosos; los dos. Y según dice el señor Ballinger, usted es lo bastante inteligente y recto para demostrarlo, si es verdad, sin que importe que fueran sus amigos o no.

Rathbone se incomodó al constatar que Phillips, a su vez, estaba estudiando sus reacciones con tanto detenimiento como él y, probablemente, con la misma perspicacia. Hizo cuanto pudo por mantener el semblante inexpresivo y dijo:

– Entiendo. Revisaré las pruebas teniéndolo en cuenta, no sólo para verificar su validez sino también el procedimiento para obtenerlas. Si hubo algún error, quizá podamos sacarle partido.

Phillips se estremeció, se esforzó por ocultarlo pero no lo logró.

El cuarto estaba frío dado que la humedad parecía no abandonarlo nunca por completo pese al calor de agosto que reinaba en el exterior.

– ¿Tiene frío, señor Phillips? -preguntó Rathbone, obligándose a recordar que aquel hombre era su cliente, además de inocente del crimen imputado hasta que se demostrara su culpabilidad más allá de toda duda razonable.

Algo encendió los ojos de Phillips: recuerdo, miedo.

– No -mintió. Acto seguido cambió de parecer-. Es sólo esta habitación. -La voz le cambió, volviéndose más ronca-. Está húmeda. En mi celda oigo… el goteo. -El cuerpo se le puso tenso-. Odio el goteo.

Y, no obstante, aquel hombre había elegido vivir en el río. Nunca debía de andar lejos del chapoteo de las olas y de los cambios de marea. Era sólo allí, entre paredes que rezumaban y goteaban, donde era incapaz de controlar aquella aversión. Rathbone se sorprendió mirando a Phillips con renovado interés, casi con respeto. ¿Acaso era posible que deliberadamente se obligara a enfrentarse a su fobia, a vivir con ella, a ponerse a prueba contra ella cada día? Eso revelaría una fortaleza que pocos hombres poseían y una disciplina que la mayoría evitaría a toda costa. Tal vez había supuesto muchas cosas sobre Jericho Phillips que no debería haber dado por sentadas.

– Investigaré qué ocurre con su alojamiento -prometió-. Por el momento centrémonos en lo que tenemos hasta ahora…

* * *

Cuando llegó la mañana del juicio, Rathbone estaba todo lo preparado que se podía estar. La excitación de la víspera de la batalla palpitaba en su fuero interno, tensándole los músculos, haciéndole un nudo en el estómago, ardiendo en sus entrañas con un fuego que ninguna otra cosa podía encender. Tenía miedo al fracaso, estaba lleno de dudas sobre si el alocado plan que tenía en mente daría resultado; e incluso, en los momentos más oscuros, sobre si debería darlo. No obstante, las ansias de intentarlo eran compulsivas, arrolladoras. Sería un hito en los anales del derecho que consiguiera la absolución de un hombre como Jericho Phillips porque el procedimiento fuera defectuoso, bien motivado pero esencialmente fraudulento, fundamentado en emociones, no en hechos. Esa opción, por más comprensible que fuera a título individual, al final sólo conduciría a la injusticia y, por consiguiente, tarde o temprano, al ahorcamiento de un hombre inocente, lo cual constituía el supremo fracaso de la ley.

Se miró en el espejo y vio su reflejo con la larga nariz, la boca delicada y la sempiterna chispa de humor en sus ojos oscuros. Se apartó un poco y ajustó la peluca y la toga hasta que quedaron perfectas. Faltaba un cuarto de hora para el inicio de la vista.

Seguía deseando saber quién pagaba sus muy considerables honorarios, pero Ballinger se había negado rotundamente a decírselo. Bien cierto era que Rathbone no necesitaba saberlo. La convicción de su suegro a propósito de que se trataba de un hombre acreditado que ganaba su dinero honradamente bastaba para descartar cualquier recelo. Era la curiosidad lo que picaba a Rathbone, y posiblemente el deseo de saber si existían datos relacionados con la culpabilidad de un tercero que le estuvieran siendo ocultados. Esta segunda posibilidad era la que le impelía a proporcionar a Phillips la mejor defensa que pudiera.

Llamaron discretamente a la puerta. Era el ujier para avisarle de que había llegado la hora.

El juicio comenzó con toda la ceremonia que imponía el Old Bailey [3]. Presidía el tribunal lord Justice Sullivan, un hombre cercano a la sesentena con una hermosa nariz y el mentón ligeramente hundido. Su mata de pelo negro quedaba oculta bajo su pesada y larga peluca, pero sus hirsutas cejas acentuaban la expresión un tanto tensa de su rostro. Condujo las formalidades de apertura con rapidez. El jurado prestó juramento, se leyeron los cargos y Richard Tremayne, el fiscal inició la causa de Su Majestad contra Jericho Phillips.

Tremayne era un poco mayor que Rathbone, un hombre con un rostro curioso, rebosante de humor e imaginación. Habría parecido mucho más a su aire con la camisa de mangas afaroladas propia de un poeta y luciendo una corbata extravagante. Rathbone le había visto ataviado precisamente así una tarde en una fiesta celebrada en su residencia, cuyos jardines daban al Támesis. En aquella ocasión jugaron al cróquet y perdieron una cantidad exorbitante de pelotas. El sol se estaba poniendo, y teñía el río de tonos rojos y melocotón, las abejas zumbaban en los lirios y nadie sabía quién iba venciendo ni le importaba.

No obstante, Tremayne amaba y entendía la ley. Rathbone no estaba para nada seguro de si era una feliz coincidencia o una pura desventura tenerlo como adversario.

El primer testigo al que llamó Tremayne fue Walters de la Policía Fluvial, un hombre afable de complexión robusta que había sacado brillo a los botones de su uniforme hasta hacerlos resplandecer. Subió los empinados peldaños curvos del estrado y prestó juramento.

En el banquillo, situado más arriba, enfrente del juez y a un lado del jurado, Jericho Phillips estaba sentado entre dos guardias impertérritos. Se le veía muy sobrio, casi como si estuviese asustado. ¿Lo haría para impresionar al jurado o realmente pensaba que Rathbone le fallaría? Rathbone confiaba en que fuera lo segundo. Guardaría la apariencia sin correr el riesgo de bajar la guardia y ponerse en evidencia.

Rathbone escuchó lo que el policía fluvial tenía que decir. Sería una estupidez que el abogado defensor cuestionara los hechos; aquélla no era la táctica que se proponía utilizar. Por el momento, lo único que debía hacer era tomar nota.

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[3] Tribunal Central de lo Penal del Gran Londres, cuya sede en la época del relato era aneja a la Cárcel de Newgate, sita en Old Bailey Road, la calle que sigue el trazado de las murallas de la City y de la que toma su nombre popular. (N. del T.)