Hester se sentó en la cama mientras Claudine comía y bebía.
– ¿Qué descubrió? -preguntó Hester.
Claudine la miró por encima del borde de la taza.
– He preguntado a Squeaky pero no quiere decírmelo -explicó Hester-. Me ha dicho que no lo sabe, pero miente. Lo cual me lleva a pensar que es algo importante.
Claudine se terminó el té sin prisas, dándose tiempo para pensar. Finalmente dejó la taza en la mesilla de noche e inspiró profundamente.
– Encontré una tienda donde venden pornografía infantil. Vi un par de fotografías. Eran espantosas. Prefiero no hablar de ellas. Ojalá no las tuviera en mi mente. Nunca había pensado que fuese tan difícil quitar algo de la memoria una vez que lo has visto. Es como una mancha que no se va por más agua y jabón que utilices.
– Se desvanece con el tiempo -dijo Hester con amabilidad-. A medida que almacenas recuerdos, queda menos sitio para los horrores. Apártelo cada vez que vuelva y a la larga olvidará los detalles.
– ¿Usted las ha visto?
– Ésas no. Pero he visto otras cosas, en el campo de batalla, y también las he oído. A veces, cuando ingresa una paciente con una herida de navaja, el olor de la sangre me lo hace revivir. -El semblante de Claudine reflejó compasión. Hester preguntó-: ¿Por qué no me ha querido contar nada Squeaky? Carece de sentido.
– No es eso lo que no le ha contado -contestó Claudine-. Es a quien vi en la acera delante de la tienda, con tarjetas en la mano. Me compró cerillas y me miró muy detenidamente. Pensé que me había reconocido.
Hester frunció el ceño, intentando imaginárselo.
– ¿A quién vio?
Claudine se mordió el labio.
– Al señor Ballinger, el padre de lady Rathbone.
Hester se quedó anonadada. Resultaba ridículo. Y, no obstante, si fuese cierto, explicaría perfectamente el apuro de Rathbone.
– ¿Está segura?
– Sí. Hemos coincidido varias veces en cenas y bailes. Mi marido y él se conocen. Estuvo a menos de medio metro de mí.
Hester asintió. Era espantoso. ¿Cómo iba a encajarlo Margaret, si es que llegaba a creerlo? ¿Si salía ala luz pública? ¿Rathbone estaba enterado? ¿Cómo lo vería éclass="underline" repugnancia, compasión, lealtad, protección de Margaret y su madre? No podía creer que ya lo supiera. Pero tarde o temprano tendría que saberlo. ¿Quizá podría preparar a Margaret para darle la nefanda noticia?
– Su marido está preocupado por usted -dijo a Claudine-. ¿Quiere que le mande una carta? Puedo decirle que la ha retenido alguna clase de emergencia, pero en tal caso más vale que demos la misma explicación.
El rostro de Claudine se ensombreció.
– Dudo mucho de que me perdone, le cuente lo que le cuente -contestó-. No estoy segura de lo que voy a hacer. Tengo que reflexionar. Si… si me echa de casa, ¿podría vivir aquí? -preguntó, asustada y con vergüenza.
– Por supuesto -dijo Hester al instante-. Si así lo desea, el motivo es lo de menos.
Faltó poco para que agregara que Rathbone le prestaría la asistencia legal que precisara, pero pensó que era un poco precipitado. Sin duda Wallace Burroughs se calmaría y adoptaría una actitud más razonable, aunque por más que lo hiciera distaría mucho de hacer feliz a Claudine.
– Le escribiré diciendo que ha estado ayudando en un accidente -prosiguió Hester. Lo dijo con un matiz de amabilidad que luego deseó haber ocultado. Claudine quizás habría tenido más consuelo sin aquello-. No tendrá por qué enterarse de otra cosa -agregó-. Más vale que usted le diga lo mismo. Conoce de sobra los pormenores de esos casos si él pregunta al respecto.
– No lo hará. Nunca le interesan mis asuntos -le dijo Claudine-. Pero gracias de todos modos.
Hester fue a decirle a Squeaky de que se marchaba a la Comisaría de Wapping en busca de Monk y salió de inmediato, temiendo encontrarse con Margaret si se demoraba más en la clínica.
Tomó un coche de punto en Farringdon Road y media hora después llegó a Wapping. Tuvo que aguardar otra media hora hasta que Monk regresó del río pero, de haber sido preciso, estaba dispuesta a esperar mucho más.
Monk cerró la puerta de su despacho y sin sentarse aguardó a que Hester hablara.
En modo sucinto, dejando a un lado los detalles irrelevantes, le refirió la aventura de Claudine y le contó que estaba convencida de que había visto a Arthur Ballinger.
Monk permaneció callado. Hester vio en su semblante que se debatía entre la incredulidad y la aceptación.
– Tiene que estar equivocada -dijo al fin-. Estaría cansada, asustada, alterada después de ver las tarjetas…
– No lo estaba, William -dijo Hester-. Conoce a Ballinger.
– ¿Cómo va a conocerlo? No es su abogado, que yo sepa.
– No. Pero frecuentan los mismos círculos sociales -explicó Hester-. Claudine friega cocinas y prepara la comida para las pacientes de Portpool Lane, pero en su casa es una dama. Es probable que conozca a toda la buena sociedad. Ballinger la miró tan de cerca que tuvo miedo que la reconociera a su vez.
Monk dejó de resistirse; la pesadumbre de su mirada revelaba su aceptación.
– Debemos prepararnos -prosiguió Hester en tono más amable-. No creo que Oliver lo sepa, pero es posible que sí. Tal vez incluso sea la razón por la que aceptó el caso Phillips. Aunque apuesto a que Margaret no. Ni su madre -Hizo una mueca-. No quiero ni pensar lo que puede significar para ellas, si se ven obligadas a enterarse.
Monk soltó el aire lentamente.
– ¡Dios! ¡Qué desastre!
Llamaron a la puerta bruscamente y, antes de que Monk pudiera contestar, Orme la abrió y se quedó plantado en el umbral, con el rostro ceniciento y la mirada perdida. Hester lo vio antes que Monk.
– ¿Qué ocurre? -inquirió, notando que la atenazaba el miedo.
Monk se volvió hacia Orme.
Orme le entregó una hoja de papel doblada.
Monk la cogió y la leyó. La mano le tembló y se puso muy pálido.
– ¿Qué ocurre? -inquirió Hester con más urgencia, la voz aguda, el corazón palpitante.
– Jericho Phillips tiene a Scuff -contestó Monk-. Le ha dicho a Orme que si no dejamos de perseguirle, todos nosotros, incluida la Policía Fluvial, utilizará a Scuff en su negocio. Y cuando haya acabado con él, si se convierte en una molestia y le causa problemas lo matará.
– Pues entonces lo dejamos correr -dijo Hester, atragantándose, pero no podía siquiera imaginarse dejando que a Scuff le sucediera aquello. No cabía considerar ni la sola posibilidad.
– Esto no es todo -prosiguió Monk, con voz temblorosa-. Tengo que condenar públicamente a Durban y decir todo lo malo que pueda sobre él, incluyendo su antigua relación con los hombres que robaron el banco. Luego debo retirar todos los cargos que formulé contra Phillips y decir que estuvieron motivados por mi deseo de vindicar el nombre de Durban, pagando así mi deuda con él. Su precio es la vida de Scuff. Si no obedezco, tendrá una muerte lenta y muy desagradable.
Hester lo miró fijamente durante unos segundos interminables, incapaz de asimilar lo que Monk había dicho, hasta que poco a poco fue deviniendo claro, indeleble e insoportable.
– Tenemos que hacerlo.
Se sintió traidora incluso mientras lo decía y, sin embargo, cualquier otra respuesta era inconcebible. ¿Qué felicidad o sentido del honor conocería en el futuro si permitía que Phillips se quedara con Scuff, hasta que un día lo torturase hasta matarlo? El poder del terror y la extorsión estaba asquerosamente claro, y no dejaba otra salida.
Vio algo más en el semblante de Monk: inteligencia, comprensión y un horror más profundo.
– ¿Qué sucede? -inquirió Hester, inclinándose hacia delante como para agarrarlo, reprimiéndose en el último instante-. ¿Qué más sabes?
– Estaba pensando en que debería ir a ver a Rathbone y contarle lo de Ballinger -contestó, casi en un susurro-. Por su propio bien es preciso que lo sepa, aunque le resulte espantoso. Y quizá pueda ayudarnos, aunque no sé cómo.