– Queremos que nos lleve al barco de Jericho Phillips esta noche, en secreto. Si no lo hace, morirán personas inocentes, de modo que no hay trato que valga, ningún subterfugio ni negativa.
– ¡No sé dónde está su barco! -protestó Sullivan, antes de que Rathbone hubiese terminado de hablar-. Si la policía desea abordarlo, es problema suyo. Seguro que tienen informantes a quienes pueden preguntar.
– Podríamos hablar con toda clase de personas -repuso Rathbone gélidamente-. Hallar toda suerte de informaciones que dar o vender. Estoy convencido de que lo entiende, con todos los matices de su significado. Exigimos que sea esta noche, y sin que Phillips reciba aviso alguno para que esconda al niño que ha secuestrado.
– ¡No puedo! -protestó Sullivan, con los nudillos blancos y sudando a mares.
– Para ser un hombre que disfruta con la emoción del peligro, parece usted singularmente cobarde -dijo Rathbone indignado-. Me dijo que amaba el peligro, el riesgo a ser descubierto. Bien, pues prepárese para vivir la mayor excitación de su vida.
Monk dio un paso al frente, no porque compadeciera a Sullivan, que parecía a punto de asfixiarse, sino porque temía que dejara de serles útil si le daba una apoplejía.
– Podrá marcharse en cuanto lleguemos al barco -le dijo Monk con aspereza-, siempre y cuando encontremos al niño con vida. De lo contrario, créame, airearé sus trapos sucios por todo Londres; y lo que es más importante, informaré a la judicatura que en tan alta estima le tiene ahora mismo. Tal vez tenga amigos allí, pero no podrán ayudarlo y, salvo si son unos suicidas, ni siquiera lo intentarán. Ballinger no contratará a sir Oliver para defenderle, y yo no cometeré los errores que cometí con Phillips.
– ¡Monk! -exclamó Rathbone, con voz cortante como un trallazo.
Monk se volvió en redondo y le miró de hito en hito, dispuesto a acusarlo de cobardía o incluso de complicidad.
– No nos sirve de nada si ya no sabe ni lo que dice -dijo Rathbone con serenidad-. No le metas más miedo. -Miró a Sullivan-. Sin embargo, lo que Monk dice es verdad. ¿Está de nuestra parte? Quería peligro…, más no puede pedir. Sopese los riesgos. Es posible que Phillips le venza o que no. Nosotros desde luego lo haremos, no le quepa duda. Yo, personalmente, lo arruinaré, se lo juro.
Sullivan estaba casi sin habla. Asintió y farfulló algo ininteligible.
Monk se preguntó si la excitación por la que tanto había arriesgado sólo había sido una idea para Sullivan, nunca una realidad, así como el ser sorprendido, expuesto y humillado. Debía de tener una vena sádica, también. Los niños nunca habían tenido elección ni escapatoria. Bullendo de fría y amarga indignación, dio media vuelta.
– Rathbone le dirá lo que tiene que hacer -dijo-. Tal vez lo mejor sería que lo llevara él.
– Por supuesto que lo llevaré yo -repuso Rathbone en tono hiriente-. ¿Piensas que no voy a ir?
Monk se quedó perplejo. Se volvió de nuevo, con los ojos muy abiertos, llenos de afecto otra vez.
Rathbone se dio cuenta. Apenas esbozó una sonrisa, pero su mirada fue clara y brillante.
– Necesitaras toda la ayuda con la que puedas contar -señaló Rathbone-. Y seguramente un testigo cuya palabra tenga peso ante un tribunal. -Torció el gesto con ironía-. Espero. Aparte de eso, ¿crees que iba a perdérmelo?
– Bien -respondió Monk-. Pues entonces nos veremos en la escalinata de Wapping al anochecer.
Rathbone contuvo la respiración y titubeó.
Monk aguardó, sabiendo que buscaba la manera de decir algo que le resultaba doloroso.
Rathbone suspiró.
– ¿Me harás el favor de decirle a Hester…?
– Podrás decírselo tú mismo -dijo Monk amablemente-. Estará con nosotros.
Rathbone se quedó estupefacto un instante antes de reaccionar.
– ¡No puedes permitir que vaya! -protestó-. ¡Aparte del peligro, será algo que ninguna mujer debería ver! ¿No has escuchado tus propias pruebas, hombre? No vamos a encontrar sólo pobreza, miedo o sufrimiento, será… -Rathbone se interrumpió.
– Le he dado mi palabra -le dijo Monk-. Se trata de Scuff. -Le costó trabajo decirlo-. Y aparte de eso, es la única persona con cierta experiencia médica, si alguien resulta herido.
– Pero habrá hombres totalmente… -Rathbone se interrumpió de nuevo.
– ¿Desnudos? -sugirió Monk.
– Ninguna mujer debería… -intentó insistir Rathbone.
– ¿Crees que Lo soportarás? -dijo Monk con un deje de pena que le sorprendió. Rathbone abrió mucho los ojos-. ¿Has visto algún campo de batalla? -le preguntó Monk-. Yo sí, una vez. No he conocido horror semejante en mi vida; pero Hester sabía qué hacer. Olvida tus prejuicios, Rathbone, esto va a ser muy real.
Rathbone cerró los ojos y asintió en silencio.
Monk aguardaba en el muelle cerca de Wapping Stairs al anochecer, con Hester a su lado. Ésta llevaba unos pantalones que Orme había tomado prestados de la taquilla de un joven policía fluvial. Se lo diría al agente en cuestión por la mañana, junto con sus disculpas y tal vez alguna explicación de por qué había sido necesario. En una expedición como aquélla iría muy incómoda con la impedimenta de las faldas, y correría menos peligro si a primera vista no parecía una mujer.
La oscuridad envolvía el río y en la otra orilla sólo se veían las luces a lo largo de la ribera. Los almacenes y las grúas se alzaban recortados en negro contra el cielo del sur y, tras el calor del día, unos pocos retazos de bruma arrastraban sus tenues velos a través de las aguas, captando los últimos rayos de luz.
Se oyó el golpe seco de la madera contra la piedra cuando Orme atracó la primera lancha de la policía. La segunda se aproximaba entre las sombras con Sutton a bordo y Snoot acurrucado a su lado en el banco trasero.
Sonaron pasos por el muelle. Rathbone cruzó el haz de luz de la farola de la comisaría, seguido a regañadientes por Sullivan, muy erguido y tenso, con los ojos hundidos en las órbitas.
Nadie pronunció más de una palabra, un gesto de reconocimiento. Sutton saludó a Rathbone con una inclinación de cabeza, quizá recordando que pocos meses antes habían entrado juntos en las cloacas en pos de un asesino y habían tenido la suerte de salir con vida.
Rathbone asintió a su vez, sonriendo brevemente, antes de concentrarse de nuevo en la difícil tarea de bajar los escalones mojados y resbaladizos hasta la segunda patrullera. Había cuatro agentes a los remos y, en cuanto estuvieron sentados, los remeros deslizaron la lancha hacia el agua en calma, amansada por la bajamar. Avanzaron en silencio salvo por el golpeteo del metal contra la madera al moverse los remos en los soportes.
Nadie hablaba. Todo había sido dicho, todos los planes discutidos y decididos. Sullivan sabía el precio de su negativa y, peor aún, el de su traición. Aun así, Hester iba sentada al lado de Monk en la segunda lancha y observaba la oscura figura del juez con el frío calándole sigilosamente los huesos, encogiéndole el estómago y apretándole el pecho hasta que le costó respirar. Había en él una desesperación de la que ella era tan consciente como si la oliera en el aire, penetrante y amarga, por encima del hedor de los desechos que flotaban a la deriva en el agua aceitosa. Estaba acorralado, y Hester aguardaba a que atacara. Algo, tiempo atrás, le había arrebatado la compasión que debería haber tenido, convirtiéndolo en un ser imprevisible y, en última instancia, inaccesible.
En otras circunstancias podría haberlo compadecido por ser un hombre incompleto. Ahora sólo podía pensar en Scuff, solo y aterrado, y lo bastante inteligente para saber exactamente qué le haría Phillips. Sabría que Monk intentaría poner en práctica cuanto supiera y se le ocurriera para rescatarlo; también sabía que hasta entonces todos habían fracasado. Phillips los había, derrotado y se había burlado de ellos, escapando indemne para seguir con sus actividades sin trabas. Había vencido cada vez.