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– Dudo de que alguno tenga ganas de acompañarlo. Y como ve, son caballeros a los que no se puede tratar a empujones como si fuesen cualquiera. -Permanecía quieto, sin mover las manos ni apartar la mirada del rostro de Monk, pero varios de los hombres parecían estar aguardando una señal suya. ¿Tendrían navajas sus hombres? Era fácil usarlas en un sitio cerrado como aquél, menos probable herir a uno de los suyos.

»Ya se ha puesto en ridículo una vez-prosiguió Phillips-. No puede volver a hacerlo y contar con conservar su trabajo, señor Monk. ¡Y no es que a mí me importe! Es demasiado idiota para ser un verdadero compañero mío, y me traería sin cuidado perderlo de vista. Quien venga después de usted no será mejor, como tampoco lo era Durban. -Su voz se había calmado, y seguía sin mover las manos-. El río seguirá corriendo, y seguirá habiendo hombres con apetitos que no pueden saciar sin mí o sin alguien como yo. Somos como la marea, señor Monk: sólo un idiota intentaría detenernos. Acabará ahogándose.

Phillips paladeó la palabra con regocijo. Se estaba liberando de la tensión del principio. Los años de autodisciplina estaban venciendo. Volvía a tener el control; el momento de miedo había pasado.

Monk tenía que sopesar las probabilidades de que a Jericho le entrara el pánico y echara a correr en pos de la libertad, o que recobrara la confianza en sí mismo y atacara a la policía. Ninguna de ellas ayudaría a Scuff. La única ventaja que Monk tenía era que Phillips tampoco quería violencia; sería malo para el negocio. Sus clientes deseaban peligros imaginarios, no reales. Buscaban liberación sexual y derramamiento de sangre, pero no de la suya.

Monk tomó una decisión.

– Jericho Phillips, queda detenido por el asesinato del niño conocido como Scuff. -Sostuvo el arma de modo que resultara plenamente visible, apuntando al pecho de Phillips-. Y el señor Orme va a arrestar a sir John Wilberforce aquí presente.

Nombró al único invitado cuyo rostro reconoció.

Wilberforce se puso a protestar, con las mejillas coloradas, chorreantes de sudor. Orme, de espaldas al mamparo, levantó su arma. La luz brilló en el cañón y Wilberforce se calló de golpe.

Fue Phillips quien habló, meneando lentamente la cabeza.

– Está haciendo el ridículo otra vez, señor Monk. Ni sé dónde está su chico, ni yo he matado a nadie. Ya hemos pasado por todo esto, tal como le dirá lord Sullivan, y también sir Oliver. ¿Es que no va. a aprender nunca? -Se volvió hacia Wilberforce, sonriendo con mayor desdén, sin disimular su desprecio-. No hay motivo para sudar de esa manera, señor. No puede hacerle nada. Piense en quién es usted y en quién es él, y haga el favor de controlarse. Tiene todas las cartas, basta con que las juegue bien.

Uno de los hombres soltó una risilla. Comenzaban a relajarse. Habían dejado de ser víctimas para convertirse de nuevo en cazadores.

Orme se había quitado la chaqueta y se la había dado al chico mayor para que cubriera su desnudez y su humillación. Sutton hizo lo mismo por el pequeño.

El movimiento llamó la atención de Hester, que de pronto se dio cuenta de que estaban todos paralizados, discutiendo, mientras Scuff podía estar siendo objeto de cualquier clase de tortura. Carecía de sentido suplicar a Phillips que les dijera dónde estaba. Pasó entre dos de los clientes y tocó a Orme.

– Tenemos que buscar a Scuff -susurró Hester-. Tal vez haya más vigilantes, de modo que tenga el arma a punto.

– De acuerdo, señora -cedió Orme de inmediato. Hizo una señal a Sutton, que estaba prácticamente a su lado con Snoot sentado a sus pies. Los tres avanzaron poco a poco hacia la puerta mientras la discusión entre Phillips y Monk subía de tono. Los hombres de Monk se estaban situando para hacer frente a cualquier arranque de violencia, moviéndose a posiciones ventajosas para desarmar a quien pudiere ir armado o intentase coger a uno de los niños para usarlo como rehén. Wilberforce estaba involucrado. Sullivan se balanceaba de un lado a otro, presa de un odio furibundo como una criatura atrapada entre sus torturadores.

Monk atacaría enseguida, y entonces la refriega sería rápida e implacable.

Hester temía por él y también por Rathbone. Había percibido en sus ojos un horror que trascendía la crueldad y la crudeza de la escena que estaba viendo. Se debatía con una decisión personal que Hester aún no identificaba. Imaginó que sería una especie de culpabilidad. Ahora por fin estaba viendo la realidad de lo que había defendido, no la teoría, las grandilocuentes palabras de la ley. Tal vez en otra ocasión llegaría a pedirle disculpas por las cosas más severas que le había dicho. Aquél no era su mundo; cabía que realmente no se hubiese hecho cargo.

Ahora lo único que importaba era encontrar a Scuff. No osó siquiera pensar en la posibilidad de que no estuviera a bordo, sino cautivo en algún cuartucho de tierra firme o incluso muerto. Esto último sería casi corno si la hubiesen matado a ella. •

Siguiendo a Sutton cruzó el umbral e ingresó en un pasillo tan estrecho que la más leve pérdida de equilibrio conllevaba golpear las mamparas con los hombros. Sutton ya había torcido a la izquierda, hacia la proa del barco. Snoot iba pegado a sus pies, aunque como siempre no hacía el menor ruido salvo por el ligerísimo roce de sus garras sobre la madera húmeda del suelo. La peste de la sentina era más fuerte a medida que avanzaban, así como el olor a moho y podredumbre. Sutton torció bruscamente a la izquierda otra vez y bajó una escalera empinada. Levantó los brazos para coger a Snoot pero el perro se resbaló, cayendo a plomo el último tramo de escalones, y acto seguido lo tuvo de nuevo a sus pies.

Allí el techo era más bajo, y Hester tenía que agacharse para no golpearse la cabeza. Sutton también iba encorvado. El olor era todavía más fuerte, el perro tenía el pelo del lomo erizado y su cuerpecillo temblaba porque percibía que ocurría algo malo.

Hester notaba el aire en los pulmones al respirar y el sudor que le corría por la espalda.

Había una hilera de puertas.

Sutton probó a abrir la primera. Estaba cerrada con llave. Levantó la pierna y le dio una patada con la planta del pie. Crujió pero no cedió. Snoot soltaba gemidos agudos. Su fino olfato percibía el olor del miedo.

Sutton dio otra patada y esta vez la puerta cedió. Al abrirse de golpe reveló un cuarto minúsculo, poco más que un armario, donde había tres niños encogidos de miedo vestidos con harapos, los ojos como platos a causa del terror. Iban relativamente limpios, pero los brazos y piernas que no tapaba la ropa eran flacos y pálidos como astillas de madera.

Hester casi se atragantó de esperanza, y luego de desesperación.

– Volveremos a por vosotros -les dijo Sutton.

Hester no tuvo claro si para ellos sería una promesa o una amenaza. Quizá sólo podían escoger entre Phillips o morirse de hambre. Pero tenía que encontrar a Scuff; lo demás debería esperar.

Sutton forzó la puerta de otro cuarto donde había más niños. Abrió un tercero, y luego un último que estaba vacío. Scuff no estaba en ninguno de ellos.

Hester notó cómo se le hacía un nudo en la garganta y se le saltaban las lágrimas. Se enfureció consigo misma. No había tiempo para aquello. Tenía que estar en alguna parte. ¡Debía pensar! ¿Qué haría Phillips? Era listo, taimado y conocía a Monk, pues en su negocio estaba obligado a conocer a sus enemigos. Hallaba, robaba o creaba el arma ideal contra cada uno de ellos.

Snoot se estremecía sin parar. Salió disparado y comenzó a correr en pequeños círculos con el morro pegado al suelo.

– Vamos, chico -dijo Sutton amable-. No me vengas con ratas, ahora. Déjalas en paz.

Snoot hizo caso omiso y se puso a arañar las junturas de las tablas del suelo.

– Deja en paz a las ratas -repitió Sutton, con voz tomada por la pesadumbre.