Snoot siguió arañando, clavando las garras en las junturas.
– ¡Snoot!
Sutton fue a coger el perro por el collar.
Oyó un ligero ruido de arañazos debajo de ellos.
Snoot ladró.
Sutton lo agarró del collar, pero el perro estaba muy excitado y se zafó, dando un gañido.
Sutton se agachó. Hester estaba justo detrás de él. Mirando con más atención el suelo, vio que las juntas de las tablas eran casi lisas.
– ¡Es una trampilla! -dijo, casi sin atreverse a creerlo.
– Da a la sentina. Cuidado con las manos, habrá ratas. Siempre las hay -advirtió Sutton, con la voz quebrada. Se sacó la navaja del cinto, abrió la hoja y la usó de palanca para abrir la trampilla.
Debajo de ellos el rostro ceniciento de Scuff miraba hacia arriba, con los ojos como platos por el miedo, la piel magullada, manchado de sangre y mugre.
Hester olvidó toda la compostura que se había prometido mantener, alargó los brazos para sacarlo y lo estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que bien pudo hacerle daño. Apretó el rostro contra el cuello de Scuff, ignorando la peste a podredumbre que emanaba de su piel, su pelo y su ropa, pensando sólo que por fin lo tenía y que estaba vivo.
Scuff se aferró a ella, temblando y sollozando de modo incontrolable.
La voz de Sutton la devolvió al presente y al peligro que por un momento había olvidado.
– Ahí abajo hay ratas -dijo a media voz-. Da directo a la sentina, y ha habido otro niño encerrado, pobrecillo, pero apenas queda nada de él, sólo huesos y un poco de carne. No mire, señorita Hester. Llévese al niño de aquí. Es como para haber perdido la cabeza, estar metido ahí dentro con ratas y el cadáver medio podrido de otro niño.
»Escúcheme bien, si el señor Monk no hace esta vez que ahorquen a este hijo del diablo, lo haré yo con mis propias manos… -Se le quebró la voz, ahogada por el sentimiento.
Aunque a su pesar, Hester soltó a Scuff pero éste no podía soltarse de ella. Susurró muy bajito, apenas un llanto, y se agarró a ella con más fuerza. Hester habría tenido que romperle los dedos para soltarlo. Fue haciendo eses hasta la puerta sin dejar de abrazarlo, manteniendo la cabeza gacha bajo el techo de tablas, y encontró a Orme a los pies de la escalera con el rostro resplandeciente de alivio.
– Se lo diré al señor Monk -dijo simplemente, volviéndose para subir de nuevo-. Voy… voy a decírselo.
Permaneció quieto un instante, como para asimilar la escena, y acto seguido, sonriendo abiertamente, dio media vuelta y fue a toda prisa hacia el salón del barco.
Hester perdió la noción del tiempo que pasó sentada en el suelo, meciendo a Scuff entre sus brazos, hasta que Monk bajó para ver al niño con sus propios ojos. Entonces Rathbone acudió a decirle que había interrogado a los demás niños, quienes le habían dicho que el cadáver de la trampilla era el de Reilly, el niño desaparecido que había intentado rebelarse. Tenía edad suficiente para que lo vendieran a uno de los barcos que zarpaban de Londres, pero quiso rescatar a algunos de los niños más pequeños y lo habían encerrado en la sentina a modo de escarmiento. Se lo podía identificar por el amuleto que llevaba colgado de lo que quedaba de su cuello.
– Con esto podemos ahorcar a Phillips -dijo con voz ronca, los ojos oscuros por el terror y por la terrible aflicción que Hester había percibido antes.
– ¿Estás seguro? -preguntó Hester-. ¿Seguro de verdad, Oliver? Por favor, no prometas algo que sólo creas. No necesito consuelo. Necesito la verdad.
– Es la verdad -contestó Rathbone.
Finalmente soltó a Scuff y alargó la mano para tocar el brazo de Rathbone, apenas apoyándola. Aunque tenía la mano fría y mugrienta, ambos sintieron el calor del afecto como la fuerza de la vida, la pasión y la ternura.
– ¿Y cuál es la verdad? -preguntó Hester.
Rathbone no la eludió.
– Me preguntaste quién me había pagado por defender a Phillips -contestó-. Pensaba que no podía decírtelo, pero ahora sé que fue el mismo que ayudó a Phillips a montar el negocio al principio, pues conocía la debilidad de hombres como Sullivan y sabía que cabía alimentarla hasta convertirla en una adicción devoradora.
Hester aguardó, entendiendo parte de su horror, imaginando su sentimiento de culpa.
– Fue Arthur Ballinger -agregó Rathbone en voz tan baja que Hester apenas le oyó.
¡El padre de Margaret! No, estaba equivocada, apenas había rozado la magnitud del horror que sentía Rathbone. Aquello aniquilaba cualquier otra cosa que hubiera concebido. Alcanzaba de lleno el mismísimo centro de su vida. Se devanó los sesos en balde. ¿Qué podía decir? Estrechó la mano de Rathbone y la levantó muy despacio hasta su mejilla antes de soltarla. Se levantó y llevó a Scuff hacia la luz del pasillo que daba al salón, dejando a Rathbone a solas.
El salón estaba casi vacío. Monk estaba en medio con Orme. El resto de policías se había marchado, así como los clientes. Monk se veía pálido y desdichado. Le estaba saliendo un moratón en la mejilla.
– ¿Qué ha ocurrido? -inquirió Hester, sorprendida pero sin una pizca de miedo. Llevaba de la mano a Scuff, que se mantenía de pie aunque pegado a ella.
– Casi todos están arrestados -contestó Monk.
Hester se estremeció.
– ¿Casi todos?
– Lo siento-dijo Monk con la voz tomada, abatido y sintiéndose culpable-. Entre la oscuridad y la refriega, los hombres que dejamos arriba se han escondido. Sullivan nos ha traicionado y se ha llevado a Phillips con él. Tendría que haberlo vigilado y verlo venir. Volveremos a capturarlo y, cuando lo hagamos, nadie le ayudará a escapar de la soga.
Hester asintió con la cabeza. No quería echarle la culpa y no se atrevía a hablar porque estaba al borde del llanto. Se sentía como si un peso enorme la hubiese aplastado. Era una injusticia monstruosa. Se habían esforzado mucho. Mientras procuraba respirar con normalidad, se dio cuenta de que su decepción era pueril. Nadie había prometido nunca justicia; al menos no inmediata, como tampoco que fuera a presenciarla con sus propios ojos. Habían recuperado a Scuff con vida. Quizá tendría pesadillas durante años, pero ellos cuidarían de él. No permitiría que nunca volviera a estar solo ni que pasara hambre y frío.
Meneó la cabeza, parpadeando con fuerza.
– Tiempo al tiempo -dijo, atrancándose un poco-. Tenemos a Scuff, y has demostrado quién es Phillips. A partir de ahora, nadie dudará de ti, ni de Durban, ni de la Policía Fluvial.
Monk intentó sonreír y dio media vuelta. Nadie había mencionado a Sullivan ni explicado qué sería de él, qué podría declarar aparte de lo de aquella noche. ¿Qué podían demostrar en su contra, tal como había insinuado Phillips?
Era más de medianoche y todos los hombres de Phillips estaban arrestados o aguardando bajo custodia a que vinieran más lanchas a recogerlos. Había niños asustados, humillados y necesitados de atención. Estaban medio muertos de hambre; muchos tenían magulladuras en el cuerpo y algunos presentaban quemaduras supurantes.
La policía estaba atareada con los arrestos.
Rathbone interrogaba a los niños con delicadeza, sonsacándoles poco a poco los detalles escabrosos. Persistía, anotándolo todo en un cuaderno de bolsillo. Las respuestas parecían dolerle tanto como a ellos. Como si percibieran su ira y su compasión, los críos respondían explicándose sorprendentemente bien.
Sutton lo revolvió todo en busca de comida. Casi todo lo que encontró fueron exquisiteces para satisfacer los hastiados paladares de los caballeros, no los estómagos de los niños, pero preparó algo mejor de lo que Hester habría sabido preparar.
Ella hizo cuanto pudo por tratar las heridas de los niños con agua fría, sal y retales de camisa y ropa interior a modo de vendas. Por una vez fue una desventaja no llevar enaguas. En cuanto hubiera barcas disponibles se llevaría a los niños a Portpool Lane, donde podría curarlos mejor. Por el momento bastaba con brindarles atención y ternura, así como la promesa de una inmediata libertad. No se detuvo a pensar cuánto mejor sería si pudiera decirles que Phillips iba camino de la cárcel, y que pronto estaría muerto.