Cuando Monk subió los peldaños que conducían a cubierta, los fríos dedos de la aurora reptaban por el agua. La pleamar había terminado y el río comenzaba a vaciarse de nuevo. Las siluetas de los almacenes y las grúas se recortaban nítidamente contra el cielo. Mientras las contemplaba, la oscuridad fue retirándose y vio los pilotes del embarcadero de Execution Dock rompiendo la reluciente superficie del río. Cuando les prestó más atención se dio cuenta de que había unos cuerpos que la corriente había arrastrado hasta allí.
Una hilada de gabarras levantó una estela a su paso, y las olas revelaron la cabeza hundida de Sullivan. Tenía un tajo en el cuello por habérselo cortado en un último acto de desesperación. Quizá fuese una especie de reparación, pues atrapado dentro de la jaula negra de hierro donde se ajusticiaba a los piratas, con los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta en un chillido eterno contra el agua que había engullido su cuerpo en vida, había lo que quedaba de Jericho Phillips.
Monk oyó pasos en cubierta detrás de él y al volverse vio a Hester.
– No… -comenzó Monk, pero ya era demasiado tarde.
Hester miró hacia la marea que se retiraba, con los labios prietos y los ojos rebosantes de piedad.
– No es la primera vez que veo muertos -le dijo Hester, cogiéndole la mano-. Antes prefiero que sea Dios quien se encargue de él. Nosotros procuraremos aliviar parte del sufrimiento.
Monk la abrazó estrechamente, sintiendo la fuerza y la ternura que había en ella. Era cuanto necesitaba para enfrentarse a cualquier batalla, ahora y siempre.
Anne Perry