Irving Wallace
Fan Club
Título originaclass="underline" The fan club.
Traducción de Esteban Riambau
Para todas las mujeres. y particularmente para una llamada Sylvia.
No me importa que se me acuse de ser fascinante
y de poseer atractivo sexual.
Sin embargo, ello lleva aparejado una carga.
La gente da por sentadas muchas cosas y
espera mucho a cambio de muy poco.
Un símbolo sexual se convierte en una cosa.
Y yo no quiero ser una cosa.
Marilyn Monroe.
De no ser por la imaginación, señor,
un hombre sería tan feliz entre los brazos de una criada
como entre los de una duquesa.
Dr. Samuel Johnson.
La mayoría de los hombres conducen unas vidas
de serena desesperación.
Henry David Thoreau.
Primer acto.
Aquella mañana de primeros de junio no hacía mucho rato que había amanecido -eran las siete y diez según su reloj de pulsera-y el sol seguía levantándose y calentando lentamente la vasta extensión de edificios y la alargada franja de la campiña del sur de California.
El y su amigo se encontraban allí de nuevo, agazapados y tendidos boca abajo entre la achaparrada maleza del borde del peñasco, tras un seto de arbustos, ocultos a la mirada de cualquiera que habitara en las casas cercanas o penetrara en aquella calle sin salida llamada Stone Canyon, en la cumbre de una colina del lujoso Bel Air.
Ambos seguían esperando con los prismáticos pegados a los ojos.
Ladeando y levantando un poco los prismáticos, escudriñando más allá el objeto de su vigilancia, pudo ver claramente la presa de Stone de Caynon, con las figuras en miniatura de varios visitantes madrugadores paseando por la orilla del lago artificial.
Bajando ligeramente los prismáticos pudo seguir la cinta de la calle Stone Canyon desde donde ésta empezaba a serpentear ascendiendo a la altura de Bel Air.
Después sus prismáticos se movieron y enfocaron una estrecha y empinada travesía -en el camino Levico-que conducía al callejón sin salida en el que se encontraba la verja de seguridad que defendía la entrada de la muy fotografiada propiedad.
Una vez más sus prismáticos volvieron a recorrer el interior de la propiedad, enfocando el oculto camino asfaltado, la calzada cochera que desde la verja cerrada conducía, entre arracimamientos de árboles de gran tamaño y un huerto, hasta la palaciega mansión que se erguía sobre una gradual elevación.
Le seguía pareciendo tan impresionante como siempre.
En otros tiempos y otros lugares, sólo los reyes y reinas hubieran vivido entre tanto esplendor.
En este tiempo y este lugar las grandes casas y los modernos palacios estaban reservados a los muy ricos y a los muy famosos.
De los ricos no sabía nada, pero sí en cambio sabía con toda seguridad que no había en Bel Air nadie más famoso y más mundialmente conocido que la dueña de aquella propiedad.
Vigilaba y esperaba conteniendo el aliento sin dejar de enfocar el soberbio sector del camino asfaltado entre la verja y los racimos de olmos y chopos.
De repente apareció alguien en su campo visual.
Extendió la mano libre y le dio a su compañero una palmada en el hombro.
– Kyle -dijo con apremio-, allí está.
¿La ves saliendo de entre los árboles? Oyó que su compañero se removía lentamente y, al cabo de una breve pausa, le oyó hablar.
– Sí, es ella.
Allí mismo.
Se sumieron en el silencio, enfocándola sin cesar, vigilando implacablemente a la pequeña y lejana figura hasta que ésta llegó al término de su habitual paseo de quinientos metros hasta la verja cerrada.
La siguieron enfocando mientras se alejaba de la verja, se detenía, se arrodillaba, acariciaba y después hablaba con el diminuto y excitado terrier de Yorkshire que no había cesado de brincar a su alrededor.
Al final se levantó y se dirigió rápidamente hacia la enorme mansión.
Al cabo de un momento, se perdió de vista, oculta por los frondosos árboles.
Adam Malone bajó los prismáticos, se tendió de lado y se los guardó cuidadosamente en la funda de cuero que llevaba ajustada al ancho cinturón.
Sabía que ya no le harían falta.
Había transcurrido un mes desde el día en que había iniciado aquella vigilancia.
Había descubierto aquel lugar de observación y lo había utilizado por primera vez la mañana del día 16 de mayo.
Estaban en la mañana del día 17 de junio.
Había estado allí, casi siempre solo y en algunas ocasiones acompañado de Kyle Shively, vigilando y cronometrando aquel paseo matinal durante veinticuatro de los treinta y dos días transcurridos, ésta sería la última vez.
Miró a Shively, que se había guardado los prismáticos en el bolsillo y se había incorporado para cepillarse los hierbajos y el polvo de su camisa deportiva a rayas.
– Bueno -dijo Malone-, me parece que ya está.
– Sí -dijo Shively-, ahora ya lo tenemos todo.
– Se alisó el recién crecido y poblado bigote negro y sus fríos ojos color pizarra se posaron una vez más en el escenario de abajo.
Sus finos labios esbozaron una torcida sonrisa de satisfacción-.
Sí, nene, ahora ya estamos preparados.
Mañana por la mañana podremos poner manos a la obra.
– Por allí abajo -murmuró Malone con cierto tono de asombro en la voz.
– Ya lo creo, por allí abajo.
Mañana por la mañana. Tal como lo hemos planeado.
Se puso en pie y se sacudió el polvo de los gastados pantalones vaqueros.
Siempre resultaba más alto de lo que Malone se esperaba.
Shively medía por lo menos un metro ochenta y seis y era espigado, huesudo, ágil y fuerte.
"No hay en su cuerpo ni un solo hueso imperfecto", pensó Malone observándole.
Shively se inclinó y extendió la mano, tirando de Malone para que éste se levantara.
– Vamos, nene, marchando.
Ya basta de vigilancia.
Ya hemos mirado y hablado bastante.
A partir de ahora actuaremos.
– Le dirigió a Malone una sonrisa, antes de echar a andar hacia el automóvil-.
A partir de este momento, estamos comprometidos.
No podemos volvernos atrás.
¿De acuerdo? -De acuerdo.
Mientras se dirigían al coche en silencio, Adam Malone se esforzó por conferir realidad al proyecto.
Lo había llevado en la cabeza tanto tiempo como un sueño despierto, un deseo, un anhelo, que ahora se le antojaba difícil aceptar el hecho de que pudiera hacerse realidad dentro de veinticuatro horas.
Para poder creerlo hizo una vez más lo que había estado haciendo con frecuencia en el transcurso de los últimos días.
Procuró centrar sus pensamientos en el principio y después repasar todo el proceso de transformación, de fantasía a punto de convertirse en realidad, paso a paso.
Recordaba que había sido un encuentro fortuito y accidental que se había producido una noche de hacía seis semanas en un acogedor bar del All-American Bowling Emporium de Santa Mónica.
Mirando a su compañero, se preguntó si Shively se acordaría.
Todo había empezado entre las diez y media y las once y cuarto de un lunes 5 de mayo.
Ninguno de los cuatro hombres podría olvidarlo jamás.
Kyle Shively no podría ciertamente olvidarlo.
Shively había tenido una mala noche.
A las once menos cuarto estaba más furioso de lo que jamás había estado desde que había llegado a California procedente de Tejas.
Tras aguardar en el restaurante y comprender finalmente que aquella acaudalada mocosa le había dejado plantado, había salido a telefonearla y, tras llamarla por segunda vez, advirtió que estaba a punto de estallar.