Era una muchacha preciosa, una morena de rostro anguloso y cuerpo curvilíneo, alegremente vestida y en todo el esplendor de sus veintitantos años.
– Papá… -empezó a decir, pero se detuvo al comprobar que había otra persona-. Ah, perdone, yo…
El señor Livingston levantó la mirada.
– Hola, Gale. -Después se dirigió a Yost y le dijo-: Señor Yost, le presento a nuestra hija mayor, Gale Livingston.
Yost se puso torpemente en pie.
– Encantado de conocerla, señorita Livingston.
– Hola -dijo ella sin hacerle demasiado caso y acercándose al sofá-.
Papá, si no te importa, tengo que hablar contigo de algo muy urgente. En privado.
– Claro que me importa -dijo el señor Livingston-.
Estoy seguro de que no hay nada tan urgente que no pueda esperar quince o veinte minutos.
Ya ves que en estos momentos estoy ocupado con el señor Yost. Cuando terminemos, te escucharé. Ahora espera un poco.
– Muy bien -dijo ella molesta-, esperaré aquí.
– Espera donde quieras pero no nos interrumpas.
El señor Livingston le indicó a Yost que volviera a sentarse y después volvió a dedicar su atención a la carpeta.
Yost se sentó.
Como atraídos por un imán, sus ojos volvieron a posarse en la muchacha, ésta se hallaba de pie a unos tres metros de Yost con los brazos en jarra y mirando enfurecida a sus padres.
Tremendamente mimada, pensó Yost, pero qué figura.
Lucía una blusa de seda casi transparente y desabrochada hasta la mitad. Estaba claro que no llevaba sujetador. Aquellos pechos, apuntándole directamente a través de la blusa.
Vestía una falda de tenis plisada, más corta que una minifalda, iba sin medias y calzaba sandalias.
Yost mantenía los ojos fijos en una señal de nacimiento que tenía en el bronceado muslo.
Ahora empezó a pasearse mientras Yost observó que el busto se le agitaba bajo la blusa.
Se dirigió al otro sillón que había frente a Yost y se hundió arrogantemente en él, levantando y separando las rodillas y las piernas para apoyarlos en el borde de la mesilla de café.
Los raudos ojos de Yost no pudieron evitar lo que podía verse entre aquellas piernas separadas.
Claramente visibles los muslos desnudos y la parte más estrecha de unas bragas tipo bikini, formando una leve prominencia en la entrepierna.
Tenía la boca y la garganta secas y decidió apoyarse las manos sobre los muslos para que nadie pudiera percatarse de lo que le estaba empezando a ocurrir allí abajo.
Hacía mucho tiempo que ninguna muchacha o mujer le excitaba de aquella manera.
Había estado tan agobiado por el trabajo, por las dificultades económicas y los problemas de sus hijos, procurando calmar a Elinor a propósito de sus horarios de trabajo y el abandono en que la tenía y las deudas, que no le había quedado tiempo para pensamientos o sensaciones como aquélla.
A excepción de una vez, una sola vez.
La noche anterior en el bar de la Linterna cuando, en compañía de aquellos mastuerzos, había contemplado a Sharon Fields en la pantalla de televisión.
Pero a esta Gale la tenía sentada justo enfrente. Podía prácticamente extender la mano y tocarla.
Levantó los ojos para comprobar si la muchacha se había percatado de lo que le estaba haciendo, pero ella ni siquiera le miraba.
Seguía mirando enfurecida a sus padres. La expresión de su rostro, aquellos labios fruncidos y aquel nido de entre sus piernas le estaban enloqueciendo de deseo.
Cerró brevemente los ojos y desapareció aquella franja de las bragas, desaparecieron también la blusa y la falda y se vio encima suyo enloquecido.
Santo cielo, hacía tiempo que no alimentaba sueños y placeres de esta clase.
Pero, pensándolo bien, todo se reducía a eso.
Y no a esas idioteces acerca de los seguros, el trabajo y el dinero.
Nos han puesto en el mundo para que nos lo pasemos bien y él lo había olvidado o reprimido y ahora esta muchacha le había inducido a recordar aquello que efectivamente era esencial.
Abriendo los ojos, comprendió con súbita desesperación el profundo abismo que mediaba entre lo que era y lo que hubiera querido ser.
Evitó mirar a Gale para no distraerse.
Procuró evocar a Elinor y hacer inventario. Elinor era lo que tenía y algo era algo. Tampoco estaba mal.
Cuando se casó con Elinor, hacía catorce años, ésta solía excitarle mucho.
Sin embargo, le costaba trabajo recordarla tal como era. Intentó desesperadamente recordar.
Una muchacha alta, de busto menudo y largas y bien torneadas piernas. él, conservando todavía su aureola del fútbol americano y ella adorándole.
Se había enamorado de ella, se había casado con ella en Las Vegas, la había obligado a que dejara su trabajo en la agencia de seguros para poder tenerla constantemente a su disposición, de tal forma que pudiera darle un verdadero hogar y tal vez algunos hijos.
Entre él y Elinor el ardor había durado cinco, seis o siete años. ¿Qué había sucedido después? Probablemente lo que le sucede siempre a la gente que se casa.
Demasiada monotonía, demasiada intimidad, mayor evidencia de las debilidades y defectos y una disminución de la necesidad de querer y agradar como consecuencia de un amor convertido en compañerismo.
Claro que seguía queriéndola. Sin embargo, se dejaba sentir el peso de los años y del desgaste matrimonial.
Ella, cansada de los hijos, de la casa y del presupuesto familiar, él cansado del trabajo, del exceso de trabajo, del exagerado trabajo y de la decepción de no haber alcanzado jamás una auténtica seguridad.
Pero siempre sucede lo mismo -se dijo-, menos en el caso de los propios privilegiados que son ricos y famosos.
Y, tras la monotonía que produce el tiempo y el vivir juntos, aquella Gale que tenía delante se convertiría en otra Elinor y el acto por el que ahora suspiraba se convertiría con los años en una prolongada conversación.
Tras haber solucionado el problema, comprendió que podría volver a mirar a Gale sin excitarse ni experimentar turbación.
Levantó la cabeza y la miró.
Allí estaba, con las piernas separadas y levantadas y atormentándole con la franja de la braga.
El corazón empezó a latirle con fuerza.
Olvida a Elinor, olvida que ésta de aquí se convertiría en una Elinor. Mírala por lo que es y tiene en estos momentos.
La quería, deseaba salir con ella una noche o bien con un razonable facsímil.
Cómo deseaba que llegara de nuevo una convención en el Fairmont de San Francisco, el Fontainebleau de Miami Beach o el Chase-Park Plaza de St. Louis, con todas aquellos extraordinarias prostitutas que suben a tu habitación sólo con que levantes un dedo.
Pero tenía que esperar demasiado y tal vez no fuera necesario. Esta muchacha, esta Gale, estaba claro que debía ser un torbellino.
No era posible que no se diera cuenta de lo que le estaba haciendo a él, que era un perfecto desconocido, insinuándosele de aquella forma, diciéndole algo, pidiéndoselo.
Súbitamente a Yost se le antojó importante corresponderle, hacerle saber que había comprendido el mensaje, hacerle saber quién era él y qué podría darle.
Al diablo los Livingston y aquella sombría idiotez de póliza. A quien deseaba convencer era a Gale.
Tenía que saber que Howard Yost era algo más que un miserable agente de seguros. Era un astro, un personaje famoso, alguien importante, o lo había sido y de ello no hacía "tanto" tiempo. Gale ya había nacido.
Miró a los Livingston, éstos se hallaban absortos todavía examinando la carpeta de programas.
Bueno, fingiría hablar con ellos pero sus palabras irían dirigidas a la hija.
Que ésta se enterara de quién era verdaderamente Howard Yost y entonces ya veríamos su reacción.
Le saldría de maravilla.
– Miren -dijo Yost tranquilamente mirando hacia el espacio que mediaba entre los Livingston y Gale-, ahora mismo estaba pensando en mi época universitaria.
De eso no hace muchos años. Fue en la Universidad de Berkeley, de California. Entonces jamás se me hubiera ocurrido pensar que algún día me dedicaría a la venta de pólizas.