Su intención había sido la de convertirse en abogado, deseaba serlo, poseía cualidades para el desempeño de esta profesión y había tenido en proyecto dedicarse a ella.
Es más, incluso, le habían aceptado la instancia de admisión a la facultad de Derecho de la Universidad de Denver.
Pero en su lugar se casó con Thelma y, al quedar ésta embarazada, se sintió lógicamente orgulloso de que su esposa dependiera de él y se sintió responsable por ella y por el hijo que había de nacer.
Lo menos que podía ofrecerles a ambos era un sustento.
Desistió de proseguir sus estudios en la facultad de Derecho de Denver, redujo sus aspiraciones y se conformó con un peritaje mercantil, que en cierto modo se le antojaba un respetable primo lejano de la abogacía.
Siguió unos cursos nocturnos y aprobó todas las asignaturas, necesarias, según la legislación californiana, para pasar a las pruebas finales.
Estudió como un loco, se sometió a las mismas en San Diego, las pasó con brillantes calificaciones y se convirtió en todo un perito mercantil titulado.
Entre tanto, su hijo había nacido prematuramente.
Nació muerto y Thelma ya no pudo tener más hijos.
Tras pasarse tres años empleado en una empresa de administración de Beverly Hills -una empresa demasiado grande para poder ofrecer oportunidades de promoción y demasiado poderosa para su miserable personalidad retraída-había decidido empezar a trabajar por su cuenta en su misma casa utilizando a Thelma como secretaria.
más tarde, rebosante de sueños de gloria, había abierto despacho propio, el mismo triste despacho que había conservado durante todos estos años.
No había dado resultado o, por lo menos, no había dado el resultado que esperaba, ahora lo comprendía claramente.
Había personas de su profesión, contables no mejores que él, que habían alcanzado la cima.
Tenían clientes famosos, empresas importantes y espaciosos y elegantes despachos particulares.
A veces hasta se llamaban a sí mismos administradores de empresas y en tal caso ganaban más dinero y eran tratados con más respeto si cabe.
Leo Brunner jamás había conseguido tal cosa. Suponía que ello se debía a que no era lo suficientemente extrovertido, a que no tenía dotes de vendedor y jugador.
No poseía ni esta personalidad ni este sentido.
Estaba destinado a ser no un letrero sino un número, un número muy cercano al cero.
0, mejor dicho, para regodearse más en la autocompasión, se le ocurrió pensar que no estaba destinado a otra cosa más que a ser una calculadora humana, una calculadora que casualmente también andaba y hablaba.
Se había conformado y hasta se había sentido satisfecho de los pequeños y vulgares clientes escasamente románticos.
Llevaba los libros de una carnicería, de una empresa de camiones, de un pequeño fabricante de juguetes, de una cadena de puestos de hamburguesas, de un establecimiento de alimentos orgánicos (en el que, en lugar de recibir una paga completa, estaba autorizado a adquirir comida a precio de mayorista).
La cuenta de Ruffalo, la posibilidad de llevar los libros de El Traje de Cumpleaños, la había conseguido accidentalmente a través de uno de sus clientes que era socio del club.
En el transcurso de un acoso por parte de las patrullas de represión del vicio y los inspectores del departamento de lucha contra la obscenidad, a Ruffalo le hizo falta un contable conservador y discreto que le ordenara rápidamente los libros para el caso de que la policía aprovechara el pretexto del impuesto sobre bienes muebles para cerrarle el local.
Brunner resultó muy adecuado y fue contratado inmediatamente.
Brunner pensaba ahora que las mismas cualidades que en cierto modo le habían impedido abrirse camino en calidad de perito mercantil le hubieran ayudado a alcanzar el éxito como abogado.
El peritaje mercantil era una profesión gris y, si te dedicabas a ella siendo también una personalidad gris, acababas resultando invisible.
En cambio, la abogacía era una profesión más brillante, vistosa y llamativa en la que el hecho de ser incoloro te convertía en más digno de crédito, más honrado y respetado, permitiéndote así alcanzar el éxito.
Si hubiera dado aquel paso y hubiera estudiado Derecho, lo hubiera conseguido. Hoy en día sería rico y afortunado.
Estaría abajo, sentado junto a una de las mesas de primera fila de El Traje de Cumpleaños, bebiendo champán y viviendo la vida hasta el fondo en lugar de verse obligado a permanecer encerrado en un sombrío y anónimo despacho cualquiera.
La culpa había sido suya desde un principio. No se lo reprochaba a nadie.
A pesar de que Parmalee, su vecino y mejor amigo de Cheviot Hills, que se encontraba también en sus mismas condiciones, lo atribuía a otra cosa.
Parmalee era muy dado a comentar, siempre que se le ofrecía la oportunidad de hacerlo, que tanto él como Brunner -ambos habían abandonado los estudios de Derecho para casarse muy jóvenes-habían sido víctimas de los conceptos morales de su tiempo.
Era una época en la que se consideraba que había que casarse con una mujer para poder mantener relaciones sexuales con ésta.
Y Parmalee y Brunner habían echado por la borda sus carreras y su futuro para poder gozar de la sexualidad sin experimentar sentimientos de culpabilidad.
De haber vivido en la época actual, las cosas hubieran sido muy distintas. No hubieran considerado necesario casarse para poder acostarse con sus chicas.
Hubieran podido proseguir los estudios que habían elegido y gozar al mismo tiempo de una sexualidad libre de sentimientos de culpabilidad.
Y aquí estaba Brunner, un contable descarrilado que no se dirigía a ninguna parte.
Y allí estaba Parmalee, pegado desde hacía veinte años a su profesión de agente del Servicio de Impuestos sobre Bienes Muebles sin posibilidad alguna de prosperar.
Todo aquello era muy triste.
Leo Brunner suspiró y volvió a colocarse las gafas sobre el caballete de su puntiaguda nariz, se inclinó hacia adelante sentado en la silla giratoria y se dispuso a reanudar su trabajo y terminarlo cuanto antes.
Acababa de tomar el lápiz cuando se abrió bruscamente la puerta del despacho e irrumpió en la estancia Frankie Ruffalo.
Brunner fue a saludarle, pero Ruffalo ni siquiera había advertido su presencia y se dirigió a toda prisa hacia el gran escritorio de madera de roble.
Ruffalo era un hombre moreno, de pequeña estatura, ojos de abalorio y fino bigote, que, al parecer, se pasaba la vida estrenando atuendos caros, como la chaqueta de ante y los pantalones que lucía en aquellos momentos.
Para ser un hombre de negocios tan próspero era sorprendentemente joven, Brunner calculaba que debía tener treinta y tantos años.
Quitándose la elegante chaqueta sin bolsillos, Ruffalo la arrojó a un sofá y, al hacerlo así, se dio cuenta de que no estaba solo.
– Ah, Sig me ha dicho que estaba aquí.
Pensaba que ya habría terminado y se habría ido.
– He tenido que ordenar muchas cosas, señor Ruffalo.
Podré estar listo dentro de media hora.
– No, no se preocupe.
Quédese donde está y siga trabajando. Yo tengo otras cosas que hacer.
Me ha dejado una de mis mejores chicas. Tengo que hacer unas pruebas para sustituirla inmediatamente.
– Podría irme a otro…
– No, no, quédese donde está. No nos molestará.
Nadie se percatará de su presencia.
Brunner no creía posible que nadie se percatara de su presencia.
– De veras, señor Ruffalo, si va usted a probar a algunas chicas, tal vez prefiere estar solo con…
– He dicho que se quede -le interrumpió Ruffalo en tono impaciente-.
Pero, bueno, ¿es que voy a tener que decírselo por escrito? Perdone pero tenerle aquí en el despacho conmigo es como estar solo.
Y se lo digo como un cumplido. Siga, pues, con su trabajo.