Aquel mismo martes, a las siete y veinte de la tarde, Adam Malone, dirigiendo constantemente los ojos hacia el reloj de la pared, se hallaba arrodillado entre cajas de comida para gatos junto al segundo mostrador del Supermercado Pearless, del paseo Olympic, sabiendo que tendría que darse mucha prisa para llegar a tiempo al estreno.
Dado que sólo se dedicaba a horas a aquel trabajo de chico de almacén -lo había elegido porque de este modo podía dedicar el resto del día a escribir-su horario de trabajo era bastante flexible.
El día anterior le había dicho al encargado que se marcharía a las siete y media en punto y el encargado había accedido a regañadientes.
Ahora Malone vio que sólo disponía de diez minutos para marcar el precio y colocar en su sitio el resto de las latas.
Malone rasgó rápidamente las tapas de las cuatro cajas que quedaban.
Después, consultando la lista de los últimos precios, tomó los sellos de goma correspondientes y empezó a marcar las latas de atún, de menudillos troceados, de subproductos cárnicos, pescado e hígado.
Marcó en ocho minutos todas las latas y la colocó en el estante adecuado. Ahora tenía que darse mucha prisa. Se llevó las cajas vacías y corrió al cuarto de los empleados, situado detrás de la sección de alimentos importados.
Quitándose el manchado delantal, se dirigió al cuarto de baño…Se mojó el cabello y se restregó la cara y las manos, y se peinó cuidadosamente el ondulado cabello castaño oscuro.
Secándose la cara y las manos con la toalla, se examinó frente al espejo. En tales ocasiones, Malone siempre procuraba arreglarse al máximo para el caso de que pudiera llegar a conocer casualmente a Sharon Fields. Deseaba ofrecer su mejor aspecto.
La imagen del espejo le mostró lo que vería Sharon Fields: un abundante cabello, una frente ancha de creador, unos soñadores ojos castaños, una nariz recta y una boca simpática, una mandíbula bien definida, cuya línea estropeaba un poco un grano inesperado, y un cuello recio con una nuez muy visible.
Y parecía más alto que el metro setenta y cinco que medía gracias a que era delgado.
Satisfecho y tirando de sus pantalones azules de punto, Malone descolgó la chaqueta de pana y cruzó rápidamente el establecimiento, las puertas automáticas de cristal y el aparcamiento.
Procuró recordar dónde habría dejado su coche usado extranjero, un MG verde, y entonces lo vio en la tercera fila de vehículos justamente delante suyo.
Mientras se dirigía al coche, se escuchó un claxon seguido de una voz femenina.
– ¡Hola, Adam! Se detuvo para localizar a la que le estaba llamando y descubrió a la muchacha que le saludaba desde la ventanilla de su Volkswagen.
Se volvió y vio que era Plum.
Se trataba de una muchacha sencilla, simpática y amable, cliente habitual del supermercado.
Hablaban con frecuencia cuando ella acudía a efectuar sus compras. Trabajaba de cobradora en un banco de allí cerca.
Debía tener unos treinta años. Vivía sola y Malone sabía que estaba enamorada de él.
Le gustaban sus modales desconfiados y el hecho de que fuera un intelectual. Jamás había conocido a ningún escritor y le fascinaba haber conocido a uno. Varias veces le había insinuado que le gustaría que acudiera a su apartamento para tomar unas copas y cenar, pero él nunca se había dado por enterado.
Sabía con toda certeza que no le costaría el menor trabajo conseguir acostarse con ella, pero jamás había querido llegar hasta las últimas consecuencias.
– Hola, Plum -la saludó acercándose al coche-. ¿Qué hay?
– Si quieres que te diga la verdad, llevo esperándote un cuarto de hora. Un chico de reparto me dijo la hora en que ibas a salir. Te diré de qué se trata. Espero que no pienses que soy demasiado impertinente.
Malone empezó a sentirse incómodo.
– Pues claro que no, Plum.
– Muy bien.
Alguien del banco… bueno, la señora, que dirige nuestra sección del banco, ofrece una fiesta esta noche. Me parece que es el cumpleaños de su amigo o algo así. Ha preparado una cena fría y me ha invitado diciéndome que trajera a alguien. Entonces he pensado en alguien que me resultara simpático y en seguida me he acordado de ti. -Plum le miró esperanzada-. Espero… espero que no tengas ningún otro plan para esta noche.
Malone se preguntó muy turbado cómo podría rehusar sin mostrarse grosero.
Era una buena persona y Malone, que era incapaz de ofender a nadie, no sabía cómo librarse de semejante invitación.
¿Se vería obligado a cambiar sus planes? Plum no significaba absolutamente nada para él. Le era totalmente indiferente. Entre una noche con ella y una noche con Sharon no cabía la menor duda en cuanto a la elección.
– Lo siento mucho, Plum -le dijo-, pero tenía otros planes. Precisamente ahora me iba a la cita. Si me lo hubieras dicho con un poco de antelación, pues… Se encogió de hombros y ella hizo lo propio.
– "C est la guerre" -dijo-. Otra vez será.
– Pues claro que sí -dijo Malone-. Cuídate.
Retrocedió torpemente y después se volvió para alejarse.
Una vez en el MG se miró el reloj. Llegaría muy justo.
Puso en marcha el motor, puso marcha atrás y, recorriendo a toda prisa el paseo Olympic en dirección a la avenida Fairfax, comprendió que no le había contado a Plum ninguna mentira.
Tenía otros planes, una noche completamente ocupada.
Primero, el estreno, claro, y un vistazo más a Sharon Fields, la luz de su vida.
Sólo la había visto dos veces en persona y ambas desde lejos.
Hacía tres años la había visto entrar en el Hotel Century Plaza para asistir a un baile benéfico. A principios del año anterior, mientras ella abandonaba apresuradamente unos estudios de televisión, tras aparecer en un programa en el que habían intervenido varios astros, pudo verla desde la otra acera de la calle, porque la policía había acordonado la zona.
Esta noche esperaba, poder gozar de una contemplación más próxima de aquella que él consideraba la única mujer de la tierra. A excepción suya, las demás mujeres eran como muchachos.
Después tenía que acudir a otra cita.
No olvidaba la promesa que le había hecho a los tres caballeros -Shively, Yost, Brunner-en el reservado del bar de la Linterna del All-American Bowling Emporium.
Les había dicho -recordaba casi al pie de la letra sus palabras-, les había dicho: "Si alguno de ustedes cambiara de opinión, y quisiera averiguar cómo podemos hacerlo efectivamente; estaré aquí mañana, en el mismo sitio y a la misma hora".
Era peligroso incluir en su plan a unos desconocidos, pero siempre había sabido, desde que se le había ocurrido la idea de llevarse a Sharon Fields, que no podría conseguirlo solo.
Le hacía falta un colaborador y, a ser posible, varios.
En una empresa tan complicada como ésa, cuantos más fueran más seguros estarían.
Y, sin embargo, jamás le había hablado a nadie de su plan.
Jamás había confiado en nadie.
Si confiaba en una persona inadecuada y se producía un malentendido, la policía le causaría muchos quebraderos de cabeza.
¿Qué le había inducido, pues, a confiar su atrevido proyecto a tres perfectos desconocidos? Acudieron a su mente dos motivos gemelos.
Uno de ellos era de carácter íntimo y personal.
Estaba harto de soñar solo y de vivir y volver a vivir mentalmente su deseo de Sharon Fields.
Había llegado a un punto en que experimentaba la necesidad de poner en práctica el deseo sabiendo que podría hacerlo.
El motivo externo había sido accidental.
Al ver a Sharon Fields en la pantalla de televisión, tres hombres sentados junto a la barra de un bar habían manifestado espontánea y unánimemente un deseo hacia ella, y dos de ellos habían llegado al extremo de reconocer públicamente que lo darían todo y arriesgarían cualquier cosa a cambio de poseerla.
Aquellos extraños habían expresado con palabras lo mismo que él llevaba guardado celosamente en su cabeza desde hacía tanto tiempo.