Inmediatamente les había considerado hermanos mosqueteros y se había visto a sí mismo como D'Artagnan -todos para uno y uno para todos-. Y todos para Sharon Fields.
Aprovechando la ocasión, se había adelantado, había quebrantado su silencio había revelado a otras personas su más íntimo sueño.
Era comprensible que le hubieran rechazado a la primera.
Se trataba de unos hombres que, al igual que la inmensa mayoría de hombres, no estaban acostumbrados a creer que un sueño imposible pudiera convertirse en una realidad posible por medio de una acción directa.
Por otra parte, si sus deseos de cambiar de vida fueran lo suficientemente intensos, si sus crecientes decepciones estuvieran a punto de estallar, era muy posible que se mostraran dispuestos a reconsiderarlo, a visitarle aquella noche en el bar, apuntarse a la causa y emprender la arriesgada misión codo con codo y junto a él.
En caso contrario, se decía Malone, no habría perdido nada. Seguiría conservando su sueño. Esperaría, observaría y algún día, en algún lugar, encontraría a otro Byron lo suficientemente romántico como para acompañarle en su búsqueda de Sharon Fields. Giró a la avenida Fairfax y corrió velozmente hacia el paseo Hollywood.
Había aparcado en una pequeña travesía a tres manzanas del Teatro Chino de Grauman y, medio caminando y medio saltando, se había dirigido hacia la gran masa de gente.
Los focos lanzaban sus luminosos haces hacia el cielo y Malone siguió avanzando ciegamente como una polilla en dirección a la fuente de aquellas luces.
Llegó a la congestionada zona casi sin resuello.
Había llegado con cinco minutos de retraso, y las limousines conducidas por chóferes y cargadas de astros estaban empezando a vomitar a sus personajes famosos.
A ambos lados de la entrada del local había unas gradas abarrotadas de vociferantes y ruidosos admiradores.
Había también un inmenso gentío en las aceras y los mirones, que formaban cinco o seis filas, eran mantenidos a distancia por medio de cordones de policía.
Malone se encontró situado detrás de un segmento de muchedumbre que no le permitía ver nada, ni las limousines que iban llegando ni las ceremonias que tenían lugar a la entrada del local.
Entonces, recordando una estratagema que le había dado muy buen resultado en otra ocasión, se sacó de la cartera la tarjeta de socio de la Sociedad de Autores de América, la sostuvo en alto por encima de su cabeza y empezó a avanzar entre la inquieta muchedumbre al tiempo que gritaba: -¡Prensa! ¡Déjenme pasar, soy de la prensa! El reflejo condicionado se produjo de inmediato. Al igual que los perros de Pavlov, los plebeyos respondieron, y los espectadores se hicieron respetuosamente a un lado para dejar paso libre al Cuarto Poder.
Fue un trayecto agotador que le llevó, sin embargo, a la primera fila detrás de las cuerdas, un punto bastante ventajoso desde el que podía contemplar a los astros descendiendo de sus limousines.
Los vio avanzar hacia la plaza profusamente iluminada de la entrada del local, en la que dos cámaras de televisión y Sky Hubbard entrevistaban a los célebres personajes antes de que éstos penetraran en el edificio.
Esforzándose por verlo mejor, Malone empujó al hombre que tenía al lado y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
El hombre se irguió y se dirigió a Malone muy enojado.
– No empuje, haga el favor. ¿Quién se ha creído que es?
Malone reconoció inmediatamente el enfurecido mirón.
– !Shively! -exclamó-. Qué sorpresa.
Shively le escudriñó, le recordó y entonces se desvaneció su enfado.
– Conque es usted.
Hola, qué casualidad.
Sobre el trasfondo del ruido, Malone se esforzó por hacerse entender:
– A quien menos me esperaba encontrar es a usted. ¿Cómo es posible?
Shively se inclinó y le murmuró ásperamente al oído: -Estoy aquí por el mismo motivo que usted, muchacho.
Para echarle un vistazo de primera mano al trasero más extraordinario que existe. Me aguijoneó usted la curiosidad.
– Estupendo, no se arrepentirá.
– Malone apartó la mirada preocupado-. ¿Ya ha llegado?
– No, pero está al llegar.
Ambos contemplaron la prolongada serie de alargados y lustrosos automóviles que iban llegando -una limousine Cadillac, un Lincoln Continental, conducido por un chofer-, todos ellos descargando a atractivas mujeres con sus acompañantes vestidos de etiqueta, la flor y nata de la industria cinematográfica.
Una recién llegada, que lucía el pecoso rostro sin maquillar y producto la impresión de acabar de levantarse de la cama, fue objeto de grandes aplausos.
Malone escuchó que la identificaban como a Joan Dever, y recordó vagamente que era una de las exponentes del nuevo estilo natural, famosa por haber tenido hijos fuera del matrimonio.
De repente, entre el acompañamiento de un creciente murmullo de anticipación procedente de las gradas, se acercó al bordillo de la acera un suntuoso Rolls Royce Corniche descapotable de color marrón.
Malone tiró muy excitado del brazo de Shively.
– Ya está aquí. Es su coche.
El conserje del teatro abrió la portezuela trasera del Rolls Royce y descendió del mismo un rechoncho y elegante sujeto con gafas, de cerca de cincuenta años.
Miró parpadeando la masa de rostros y las cegadoras luces.
– Su representante personal -anunció Malone con profundo respeto-. Félix Zigman. Se encarga de todos sus asuntos personales.
Zigman se había inclinado hacia el interior del vehículo para ayudar a alguien, y poco a poco, casi a cámara lenta, emergió primero la mano enjoyada, después el brazo desnudo, el leve pie y la clásica pierna, la larga melena rubia, el célebre y extraordinario perfil, la temblorosa prominencia del famoso busto y, finalmente, la sensual espalda.
Había emergido del todo y ahora permanecía de pie con sus verdes ojos y sus húmedos labios entreabiertos sonriendo para agradecer el clamor y los aplausos que, poco a poco, se fueron, convirtiendo en vítores y gritos, "¡Sharon! ¡Sharon! ¡Sharon!" gritaban tumultuosamente cientos de gargantas.
Regiamente, con una estola de armiño cubriéndole los hombros y el cuerpo envuelto en un ajustado traje de lentejuelas con corte lateral, que despedía destellos a cada movimiento de sus caderas y muslos, Sharon Fields agradeció con una fugacísima sonrisa aquella estruendosa recepción.
Hipnotizado por su presencia -jamás, había estado tan cerca de ella, a sólo nueve metros de distancia, Malone se quedó momentáneamente sin habla.
Estaba allí en toda su dimensión, sin el filtro de una cámara.
Sus relucientes ojos se quedaron clavados en ella, viéndola efectuar uno de sus conocidos gestos teatrales.
Se quitó de los hombros la estola de piel, se la arrojó a Zigman y, sin ningún impedimento, dejó al descubierto el profundo escote del traje, la hendedura del busto, los suaves hombros y la espalda desnuda.
Irguiéndose y sacando el pecho para comprimirlo contra el traje de lentejuelas, se volvió graciosamente hacia una dirección y después hacia otra levantando un brazo para agradecer las constantes ovaciones de sus reverentes admiradores.
Ahora, con expresión de dicha orgásmica dibujada en el rostro, empezó a avanzar lánguidamente desde el bordillo de la acera hacia las cámaras de televisión y la entrada del local.
Era una forma de andar sinuosa y envolvente, sus nalgas ondulaban bajo el ajustado traje, y el flexible movimiento de los perfectos muslos casi transformaba el traje en carne femenina.
– No… no lleva nada debajo, ¿sabe? -dijo Malone jadeando-. Igual que Harlow y Marilyn Monroe.
Pronto se perdió entre una emboscada de fotógrafos que la iluminaron con sus "flashes" como si fuera un árbol de Navidad.
La diosa de la sexualidad fue visible una vez más mientras contestaba a las preguntas que le estaba dirigiendo Sky Hubbard, en una entrevista transmitida a toda la nación.