Kyle Shively ardía de rabia mientras bajaba por el paseo Wilshire de Santa Mónica de camino hacia el All-American Bowling Emporium, y al Bar de la Linterna de su interior, que era el que habitualmente frecuentaba.
Esperaba que unos cuantos tragos en aquel oasis contribuyeran a calmarle.
Shively podía soportar muchas cosas, pero lo que no aguantaba es que se le tratara como a un ciudadano de segunda categoría, que le tomara el pelo cualquier tía encopetada que se creyera mejor que tú por el simple hecho de que su marido fuera un ricachón.
Ah, Shively había conocido a muchas de esas preciosidades, ya lo creo que sí.
En los dos años que llevaba trabajando de mecánico en la estación de servicio de Jack Nave se había mostrado muy activo.
A este respecto no podía quejarse.
Shively se consideraba a sí mismo un tipo que se conocía muy bien por dentro y por fuera.
No hace falta ser psicólogo para conocerse a sí mismo.
Basta sentido común, cualidad que Shively creía poseer en abundancia.
Tal vez no fuera lo que se llama un sujeto instruido -había abandonado los estudios secundarios en Lubbock, Tejas-, pero la misma vida le había enseñado un montón de cosas.
Había aprendido muy bien a manejar a la gente en el transcurso de los dos años que se había pasado sirviendo en el Vietnam, en infantería.
Y recorriendo los Estados Unidos en "autostop" había aprendido muchas cosas acerca del mundo y acerca de sí mismo.
Y desde que vivía en California su inteligencia se había agudizado.
Ahora, a los treinta y cuatro años, sabía finalmente lo que más le interesaba.
Pensándolo bien, ello se reducía a dos cosas: beber y hacer el amor.
Y desde que trabajaba en la estación de servicio de Nave, sabía que lo había conseguido con creces.
Beber y ocupar el lugar que a uno le corresponde y salir, bueno, esas cosas se las podía permitir más o menos con los 175 dólares a la semana que le pagaba aquel tacaño de Jack Nave.
Pero Shively sabía también que para Nave estaba empezando a resultar imprescindible.
Trabajaba rápido y lo que hacía lo hacía bien, y estaba seguro de que en todo Santa Mónica no había mecánico de cintas de freno, puestas a punto o válvulas que se le pudiera igualar.
Sabía que era acreedor a algo más que aquellos miserables 175 dólares a la semana.
Y tenía intención de conseguirlo.
Cualquier día iba a pedirle un aumento al viejo Nave.
Shively había hablado con otros mecánicos de Los Ángeles y se había enterado de que éstos incrementaban sus ingresos mediante el cobro del 48 por ciento del precio de la mano de obra de cada automóvil que se reparaba.
Es decir, que se partía del precio de la reparación que se cobraba al cliente.
Después, tras deducir el costo de las piezas, aquellos mecánicos se repartían prácticamente el dinero restante con su jefe.
Algunos de ellos se llevaban a casa hasta 300 dólares a la semana.
Shively sabía que eso era lo que se merecía, y lo pediría y lo conseguiría por mucho que el viejo Nave le llamara maldito asesino.
Lo cual significaría que su vida postlaboral, es decir, la bebida y la diversión, sería más fácil y de un más alto nivel.
En cuanto al amor, eso no constituía un problema, porque había mucha animación, sobre todo cuando uno trabaja en una estación de servicio tan atareada y poseía aquel estilo y aquella hechura.
Sea como fuere, con la cantidad podía contarse, aunque no siempre con la calidad.
Pero en algunas ocasiones conseguía plazas de superoctano.
En la estación de servicio de Jack Nave se surtían muchos tipos del gremio de los automóviles de lujo -propietarios de Cadillacs, Continentals y Mercedes-y de esta forma alguna tarde podías conocer a las esposas de los clientes ricos o a las hijas que se morían de ganas de echar una cana al aire.
Sí, en los últimos meses había conseguido apuntarse algunos tantos con mujeres ricas.
Apuntarse un tanto con estas tías le hacía a uno sentirse bien, lo reconocía.
Acostarse con ellas le hacía a uno sentirse igual e incluso superior.
A Shively le gustaba filosofar a este respecto y ahora, mientras se encaminaba al All-American Bowling Emporium, Shively estaba filosofando.
Sí, en cuanto te llevas a tu cuarto una de estas señoras ricas y le quitas la ropa y la desnudas y la tiendes en tu cama, todo lo demás se olvida.
Dejas de ser un mono grasiento de uñas sucias que sólo gana 175 dólares a la semana.
Y la mujer, con sus prendas de Saks y Magnin en el suelo, con su Cadillac y su instrucción universitaria y su vivienda de quince habitaciones y sus criados y el medio millón en el banco, se olvida de todo eso.
Y no es más que un busto y un trasero que lo está deseando tanto como tú lo deseas.
Este era el gran igualador, desearlo y hacerlo sin que importe ninguna otra cosa.
El máximo igualador de la tierra, el mayor allanador del mundo era el miembro de un hombre.
Un rígido veintidós centímetros hacía mucho más en favor de la promoción de la justicia social que todos los más grandes cerebros del mundo.
Y eso es lo que le había hecho enfurecer tanto esta noche.
La injusticia de haber sido tratado como si no valiera lo suficiente, como si no huera un igual, como si no lo mereciera.
Había conocido a la tal Kitty Bishop hacía cosa de un mes.
Era la primera vez que la veía.
Gilbert Bishop, su marido, era uno de los clientes habituales de Nave.
Bishop solía traer personalmente su viejo Cadillac, mientras que el Mercedes de su esposa solía traerlo un criado.
Era un viejo bastardo muy rico, sesenta años tal vez, y Nave decía que había ganado los millones con negocios inmobiliarios. El muy hijo de puta.
Sea como fuera, hacía cosa de un mes se había presentado en persona por vez primera la esposa del viejo Bishop.
El viejo se encontraba ausente de la ciudad por asuntos de negocios y ella, Kitty Bishop, se dirigía con su Mercedes a la playa de Malibú, cuando el motor empezó a hacer un ruido extraño y el coche a dar sacudidas y pensó que sería mejor detenerse para que Nave le echara un vistazo.
Bueno, el caso era que los conocimientos automovilísticos de Nave empezaban y terminaban en el depósito de gasolina y, por consiguiente, Nave le pasó la clienta y el automóvil a Shively.
Shively estaba emergiendo de debajo del puente de engrase cuando la vio descender del vehículo para hablarle.
No podía creer que aquélla fuera la señora Bishop.
Demonios, pero si debía tener treinta años menos que el vejestorio.
Y una auténtica preciosidad, una pelirroja, allí de pie, con el albornoz abierto y un bikini a lunares porque se dirigía a la playa, sonriéndole mientras le explicaba lo que sucedía.
Shively la escuchó sin dejar de mirarla, calibrando los pequeños pechos, la firme piel y el fabuloso trasero.
Levantó inmediatamente la cubierta del motor, tanteó el distribuidor, ajustó el carburador y le dijo que pronto había que quitarlo.
Mientras trabajaba y hablaba, ella no hacía más que mirarle.
Le miraba, fumaba y sonreía.
Al final se hicieron amigos y él bromeó con ella y ella bromeó con él.
Al terminar, no intentó nada.
Pero cuando ella se hubo marchado, no pudo apartarla de sus pensamientos.
Una semana más tarde, la vio regresar a la estación de servicio con otra dificultad mecánica.
Y después otras dos veces.
El coche no tenía gran cosa y Shively empezó a estar más seguro de que ella venía sobre todo para verle.
Y después aquella mañana, vestida con un fino blusón azul y unos ajustados "shorts" a juego, sonriendo y diciéndole que debajo del coche se escuchaba un crujido y ella pensaba que tal vez fuera cosa del tubo de escape.
Shively agarró una herramienta, se deslizó bajo el coche y, cuando hubo terminado y salió, la vio y estuvo seguro, casi seguro, de que debía de haberle estado mirando la bragueta.