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Para algunas personas de allí, yo era alguien.

– Entonces, ¿por qué no es alguien ahora? -le preguntó Shively-. ¿Qué le ocurrió en el transcurso de su carrera hacia el banco?

– No lo sé, de veras que no lo sé -repuso Yost sinceramente perplejo-.

Me parece que hay que descargar el golpe cuando el hierro está candente y yo no debí golpear con la suficiente rapidez o la suficiente fuerza. Porque después el tiempo pasa y la gente se olvida de quién fuiste y de lo que hiciste.

Después aparecen nuevas promesas con renombre más reciente y a ti te olvidan como si fueras agua pasada. Algunos de los jóvenes casados a los que visito en calidad de presuntos clientes ni siquiera han oído hablar de mí.

Es decepcionante, es lo único que se me ocurre decir. Podría contarles algo que me ha sucedido hace escasas horas. Creo que no debiera referirlo, porque es un poco embarazoso y les pareceré un estúpido.

Adam Malone, que había estado tomando sorbos de vino y escuchando, rompió el silencio por primera vez.

– Puede usted confiar en nosotros, señor Yost -dijo amablemente-.

Creo que hemos llegado al acuerdo tácito de mantener en la más estricta reserva, cualquier cosa que podamos revelarnos los unos a los otros.

– Sí -dijo Shively.

Vacilando, con los ojos fijos en el vaso de whisky, Howard Yost se libró de su fingida extroversión, de su falsa fachada, y casi se mostró sincero al referir su visita a la residencia de los Livingston, donde se había sentido atraído y había sido ignorado por Gale, la hija de éstos, no habiendo hallado después en su propio hogar ningún consuelo para sus sentimientos heridos.

– Es lo que yo había estado intentando explicar -dijo Shively.

– Que conste que no menosprecio a mi esposa -se apresuró a añadir Yost-. Ella no tiene la culpa de mis fracasos. Bastante tiene que bregar con sus problemas.

Lo que sucede es que llega un momento en la vida en que te encuentras como acorralado en un rincón y no puedes volverte hacia ningún lado ni salir de la olla a presión.

Malone asintió en ademán comprensivo y dijo suavemente: -La mayoría de los hombres conducen unas vidas de serena desesperación. La frase no es mía. Pertenece a Thoreau.

Brunner pareció emerger una vez más, más allá de la silla.

– Sí, la observación de Thoreau fue muy perspicaz. Supongo, bueno, creo que en cierto sentido podría aplicarse a cada uno de nosotros.

Usted se ha referido a su matrimonio, señor Yost.

Probablemente soy el de más edad de los cuatro cumpliré cincuenta y tres y me imagino que soy el que más tiempo lleva casado.

Treinta años con la misma mujer, por si les interesa saberlo.

Ha sido un matrimonio satisfactorio por muchos conceptos.

Cuando veo las compañeras de otros hombres, pienso con frecuencia que debiera mostrarme satisfecho de mi suerte. Y, sin embargo, me pregunto a menudo si el hombre estará hecho para la monogamia.

Toda la emoción del descubrimiento de los primeros años de matrimonio tiende a desvanecerse con el paso del tiempo. Los compañeros llegan a conocerse demasiado. La pasión se esfuma. La relación pasa a convertirse en algo parecido a unas relaciones entre hermano y hermana.

Y si a ello se añade la monotonía y aburrimiento de la propia actividad laboral con escasos perspectivas de mejora, resulta que el hombre cada vez se desmoraliza y decepciona más. Le quedan muy pocas alternativas. No tiene oportunidad de cambiar o variar. Pierde la esperanza y eso no me parece justo.

Pareció como si Shively no le entendiera demasiado.

– Mire, Leo, una cosa puedo decirle: jamás he estado casado y no sé muy bien qué tal resultado da eso.

Pero no veo por qué no puede usted aprovechar de vez en cuando algún que otro trasero aparte. Para variar, para animar un poco la cosa. Lo hacen la mayoría de los hombres casados que conozco.

– No es fácil para todo el mundo, Kyle -dijo Brunner encogiéndose de hombros. Todos no resultamos igualmente simpáticos o atractivos para las mujeres.

A míme costaría mucho engañar. Tal vez mi inhibición se deba a un sentimiento de culpabilidad.

– ¿Quiere usted decir que no ha engañado ni una sola vez a su señora? -le preguntó Shively.

Brunner tomó la servilleta de papel y vaciló sin atreverse a contestar. Al final, apartó a un lado la arrugada servilleta y decidió hablar.

– Bueno, hablando en confianza, le he sido infiel a Thelma dos veces, dos veces en el transcurso de nuestro matrimonio.

La primera vez… bueno, yo no tuve la culpa. Fue una especie de accidente. Sucedió hace unos diez años. Yo tenía una bonita secretaria y ambos solíamos quedarnos a trabajar hasta tarde.

Era la época de recaudación de impuestos, cuando suele acumularse más trabajo. Un día terminamos pasada la medianoche y ella me dijo: "Bueno, ya estamos a mañana y es mi cumpleaños. He traído una botella. Espero que quiera celebrarlo conmigo".

Por consiguiente, para animarnos un poco y para celebrarlo, empezamos a beber. Me temo que nos embriagamos. Lo único que recuerdo es que estábamos en el sofá y ella se había levantado el vestido y yo se lo estaba haciendo.

Fue increíble. No sucedió más que una vez. Ella me dejó al poco tiempo para irse a trabajar a un sitio donde le pagaban mejor.

– Brunner vaciló mirando a los demás y se ruborizó-. Supongo… supongo que no les parecerá gran cosa.

La segunda vez -bueno, les confesaré que fue el año pasado-acerté a leer un ejemplar de estas escandalosas publicaciones clandestinas. ¿Las conocen ustedes?

– Las leo todas las semanas -repuso Malone.

– Bueno, para mí constituyó una novedad. Aquellos anuncios. Salones de masaje y qué sé yo.

Bueno, había un anuncio de un sitio de la avenida Melrose en el que se decía que si eras aficionado a la fotografía podrías fotografiar desnuda a cualquiera de las bonitas muchachas que allí había. Y resulta que soy aficionado a sacar fotografías Polaroid.

Por consiguiente, una noche en que Thelma estaba ausente de la ciudad por haberse ido a visitar a un pariente achacoso, tomé la máquina y me dirigí al lugar del anuncio. Pagué y me enviaron a una estancia en la que había una hermosa modelo. No tendría más allá de veinte años. Fue al grano en seguida.

Se quitó el vestido -el vestido y las bragas-y se tendió en la mullida alfombra y me dijo que le comunicara cómo quería que posara.

Yo estaba fuera de mí. Estaba tan excitado que ni siquiera podía preparar la máquina.

Ella comprendió lo que me estaba sucediendo y se mostró muy amable.

Me dijo algo así como: "Ven aquí y tiéndete a mi lado. ¿Verdad que no has venido a sacar fotografías?" Hice lo que ella me había aconsejado y después me bajó la cremallera de la bragueta, se me subió encima y lo hicimos.

Fue una experiencia memorable. Aun a riesgo de parecerles ingenuo les diré que jamás lo había hecho de esta forma.

Quiero decir, invirtiendo la posición. Resultó de lo más estimulante.

– Si tanto le gustó -dijo Malone-, ¿por qué no lo repitió?

– No lo sé. Supongo que me avergoncé, un hombre de mi edad y encima casado. No me pareció correcto.

Shively se terminó su bebida.

– Bueno, Leo, no acabo de entenderlo, no me gusta nada eso de privarse de las cosas.

¿Para qué lo guarda? ¿Acaso no siente usted deseos de salir a divertirse un poco?

Brunner asintió enérgicamente con la cabeza. -Desde luego que siento el deseo de entregarme a tales placeres. Supongo que me lo impiden distintos factores.

Una cosa es desear y otra muy distinta poner en práctica los deseos. Supongo que me educaron de otra manera y en otra época en la que la sexualidad se consideraba vergonzosa, y en la que le ensalzaba la castidad o más bien la fidelidad de los hombres.