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Detrás de ellos, agachados sobre la alfombra de pelo, de segunda mano, se encontraban Howard Yost, con su atuendo de pescar color caqui, y Leo Brunner, vestido con chaqueta deportiva y pantalones oscuros.

No habían abierto la boca desde que habían abandonado el paseo Sunset, pero ahora Shively se incorporó en su asiento y rompió el silencio.

– Allí está -le dijo a Malone señalando hacia la izquierda-. ¿Lo ves? El Camino Levico.

– Ya lo veo -dijo Malone en voz baja-. ¿Qué qué hora es?

Shively se miró el reloj de pulsera.

– Las siete menos dos minutos -repuso.

Malone giró el volante a la izquierda y la camioneta Chevrolet entró y empezó a ascender por el Camino Levico.

Se escuchó desde atrás una voz asustada.

– Escuchad -suplicó Brunner-, aún estamos a tiempo de dar la vuelta, Temo que…

– Maldita sea, cállate -gruñó Shively.

Ya habían recorrido todo el trecho y se estaban acercando al final del callejón sin salida.

Tenían delante la formidable verja de hierro forjado que protegía la propiedad de Sharon Fields.

– ¿Estás seguro de que la verja se abrirá? -preguntó Malone hablando con dificultad.

– Ya te he dicho que me he encargado de eso -repuso Shively con aspereza, y empezó a ponerse los guantes de trabajo. Ya estaban casi junto a la verja cuando Shively ordenó-:

– Muy bien, para aquí y deja el motor en marcha.

Malone detuvo el vehículo sin apartar el pie del freno. Sin más palabras Shively abrió la portezuela y descendió. Miró rápidamente hacia atrás. Satisfecho, avanzó hacia la verja.

Desde su asiento, Malone observó preocupado a Shively mientras éste asía uno de los barrotes de hierro de la verja con una mano enguantada y otro barrote de la otra hoja con la otra mano y empujaba hacia adentro.

Las dos hojas de la verja se abrieron con aparente facilidad y quedó visible el camino de asfalto, a cuya izquierda se observaban altos arbustos y a cuya derecha se veían recios chopos y grandes olmos, antes de torcer y perderse de vista entre los árboles que también ocultaban la mansión del fondo.

Shively regresó a la camioneta, volvió a su asiento y cerró la portezuela.

– Como ves, me he encargado del trabajo tal como te había dicho -le dijo a Malone quitándose los guantes y volviendo a mirarse el reloj-.

Si sigue el horario previsto, estará aquí dentro de tres o cuatro minutos. ¿Has entendido bien lo que tienes que decir? Malone asintió muy nervioso.

– Habla con indiferencia, como si te dispusieras a realizar un trabajo -le advirtió Shively-. Como pongas cara de asustado o se te vea nervioso, lo echarás todo a rodar. Por consiguiente, recuerda que…

Un momento, déjame comprobarlo todo. -Se agachó, recogió el frasco de cloroformo y el trapo y colocó ambas cosas a su lado en el asiento-.

Muy bien, muchacho. Todo dispuesto. Entra despacio.

El pie de Malone se apartó del freno. Pisó el acelerador y la camioneta cruzó la verja abierta penetrando en la propiedad.

El vehículo avanzó ahora lentamente y se fue acercando poco a poco a la zona boscosa junto a la que se torcía el camino.

Shively ladeó la cabeza y agarró a Malone del brazo.

– ¿Lo oyes? Escucha.

Se escucharon claramente los estridentes ladridos de un perro procedentes de detrás de los árboles.

A Malone empezó a latirle apresuradamente el corazón. Miró a Shively.

– Su perro -murmuró.

– Sigue adelante -le dijo Shively reprimiendo su excitación.

Malone pisó ligeramente el acelerador. De repente se le agrandaron los ojos y pisó el freno.

Un perro, un peludo Yorkshire terrier, apareció brincando desde detrás de los árboles, se detuvo, ladró en dirección a alguien y a los pocos momentos apareció ella.

Estaba mirando al perro con tanto interés que, de momento, no les vio. Seguía al perro medio riéndose y medio regañándole, y éste se escapaba alegremente hasta que al final se detuvo a esperarla.

A través del parabrisas, con el corazón en un puño, Malone siguió sus movimientos presa del aturdimiento y la emoción.

Era increíblemente hermosa, tal como él se había imaginado que iba a ser, una perfección absoluta.

Había conseguido atrapar al perro de espaldas a ellos y sin haberse percatado de su presencia, y se había arrodillado para acariciarlo y hablarle.

En pocos segundos, Malone archivó en su cerebro todo lo que había visto.

Era más alta y más esbelta de lo que se había imaginado y, sin embargo, le pareció más curvilínea. El suave cabello rubio le caía sobre los hombros. Llevaba grandes gafas de sol color violeta. Lucía una fina blusa blanca con escote en V y abrochada delante, cinturón ancho de cuero con remaches metálicos, una falda de cuero color crema extremadamente corta y botas de cuero marrones de media caña y tacón bajo.

No llevaba medias y, al arrodillarse junto al perro, le quedó al descubierto medio muslo.

Lucía, además, una especie de collar con un pesado colgante.

Shively agarró de nuevo el brazo de Malone.

– Anda, estúpido. Ponte en marcha para que nos oiga y acércate a ella.

Sin apartar los ojos de Sharon, Malone repitió mecánicamente los movimientos. Se escuchó el rugido del motor y la camioneta empezó a avanzar. Al escuchar el ruido, Sharon Fields se volvió a mirar, soltó al perro, se levantó y se apartó a un lado del camino, contemplando con asombro aquella inesperada camioneta de reparto que se iba acercando.

Desde la ventanilla abierta, Malone miró fijamente a Sharon Fields, a escasísima distancia suya, tan cerca que casi la podía tocar.

Sus ojos, perplejos tras las gafas ahumadas, la nariz encantadora y los rojos labios, la redondez del busto acentuada por la ajustada blusa, la realidad de su persona y de su carne, todo ello le dejó momentáneamente sin habla.

Advirtió que Shively le daba un codazo y se recuperó. Intentó desesperadamente comportarse de forma normal.

Allí estaba, con la cabeza echada hacia atrás y mirándole directamente a la cara. Tragó saliva y se asomó por la ventanilla.

– Buenos días, señora. Lamento molestarla pero nos han llamado para un trabajo de exterminación de termitas y no encontramos la casa. Estamos buscando la residencia Gallo, se encuentra al fondo de un callejón sin salida, que es travesía de la calle Stone Canyon.

Puesto que aquí no había indicación, hemos pensado que tal vez…

– Lo lamento, se han equivocado de casa -dijo Sharon Fields. Probablemente estará unas tres o cuatro manzanas más arriba subiendo por la calle Stone Canyon.

Malone fingió mostrarse agradecido y después aparentó sentirse perplejo.

– Me parece que nos hemos perdido. Ninguno de nosotros conoce este barrio. ¿Le importaría indicarle a mi compañero en el mapa en qué punto nos encontramos?

Mientras hablaba, Malone advirtió el olor de una vaharada de cloroformo. Shively había abierto y vuelto a cerrar el frasco y Malone escuchó el rumor de sus movimientos al abrir la portezuela de la camioneta y bajar.

– No sé si podré -empezó a decir Sharon Fields mirando a Shively que se estaba acercando a ella con el mapa en la mano. Miraba sorprendida a Shively y a Malone y finalmente clavó los ojos en Shively.

– Lamento molestarla, señora -estaba diciendo Shively. Le mostró el mapa-, éste es el mapa Bekins de la zona, si usted…

Ella hizo caso omiso del mapa, frunció el ceño y miró a Shively.

– ¿Cómo han entrado ustedes? -le preguntó bruscamente-. La verja siempre está…

– Hemos utilizado el interfono -la interrumpió Shively-. Señora, si me hace el favor de mirar este mapa.

Le acercó el mapa al rostro y, desconcertada, Sharon lo miró automáticamente. Shively adelantó rápidamente el otro brazo, que mantenía oculto detrás de la espalda, la rodeó por los hombros y le acercó al rostro el trapo mojado.

Después le comprimió el trapo empapado de cloroformo contra la nariz y la boca de tal forma que sólo quedaron visibles sus asombrados ojos tras las gafas violeta.