Todos se mostraron de acuerdo.
– Muy bien, solucionado -dijo Shively levantándose de su asiento y desperezándose. Tomó después la botella de bourbon-. Bueno, vamos a echar unos tragos y a dormir un poco.
No sé vosotros, pero yo estoy deseando acostarme temprano. Me siento agotado. Una buena dormida y mañana veremos las cosas con más claridad. -Mientras se preparaba el trago miró a Malone-. ¿Sigues pensando que podremos conseguirlo mediante el poder de la palabra?
– Creo que es posible -repuso Malone muy en serio.
– Pues yo no -dijo Shively con un gruñido-. Con ésta, no. Ni ahora ni nunca. -Levantó el vaso como para brindar-. Por la democracia y por tu mundo.
Quédate con él. Yo brindo por mi mundo, por el mundo que nos merecemos. Es un mundo mejor. Ya te darás cuenta más tarde o más temprano.
Era pasada la medianoche y ella seguía sin poder dormir, atada a la cama y sumida en otra oleada de pánico y horror a causa de la situación en que se encontraba.
En el transcurso de la larga noche, su estado de ánimo había oscilado como un péndulo entre un esfuerzo controlado por comprender su situación y un abandono a un terror mortal, y su reacción física había oscilado entre una ardiente transpiración y un sudor frío que la había dejado totalmente agotada.
Deseaba escapar y ocultarse en la negrura del sueño, pero sin el Nembutal que solía tomarse todas las noches y con las oleadas de terror que experimentaba de vez en cuando, le resultaba imposible conciliar el sueño.
Desde la breve y silenciosa visita que le habían hecho tres horas antes dos de aquellos hombres, el más corpulento y el más viejo, no había sido consciente de que hubiera en la casa más vida que la suya propia.
La habían desatado, después le habían atado flojamente las manos por delante y le habían permitido utilizar el retrete.
Le habían ofrecido comida, que ella había rechazado, y agua, que había estado a punto de rechazar también, pero que después había aceptado.
A continuación le habían vuelto a atar las muñecas a los pilares de la cama, desapareciendo rápidamente seguidos de sus amenazas y maldiciones.
Después le había parecido escuchar voces confusas desde otra habitación, pero las voces habían cesado y toda la casa aparecía como cubierta por un velo de siniestro silencio.
El péndulo, interior había seguido oscilando entre las reflexiones y el helado temor irracional, y ahora estaba volviendo a fluctuar hacia las reflexiones racionales.
Vagaba con sus pensamientos hacia aquella mañana, hacia aquella tarde, hacia mañana, hacia algunos ayeres.
Sólo una vez en su vida, o por lo menos en su vida de persona adulta, se había encontrado en una situación parecida. Pero había sido de mentirijillas.
Se preguntaba, trataba de recordar, si en el transcurso de su infancia, en Virginia Occidental, cuando jugaba a vaqueros e indios o a policías y ladrones con los chicos de la vecindad, la habrían atado a un árbol dejándola abandonada pidiendo socorro hasta que llegaran los demás a rescatarla.
Recordaba vagamente algo de este estilo. Sin embargo, su memoria recordaba con mucha mayor claridad una situación análoga que se había producido siendo mayor.
Había sucedido hacía tres años, casi estaba segura. La película titulada "Catharine y Simón" había sido rodada en Oregón. Se trataba de un episodio verídico de la historia americana, que había tenido lugar en 1784 en los desiertos fronterizos entre Ohio y Kentucky.
Ella había interpretado el papel de Catharine Malott, una muchacha capturada por un grupo de shawnees, adoptada por los indios, conducida a su tribu y criada como una doncella india.
Catharine había oído hablar y había visto a otra persona igual que ella, Simón Girty, que de niño había sobrevivido a una matanza que había tenido lugar en su colonia, siendo posteriormente adoptado por los indios senecas, que le criaron como un séneca, llegando a convertirse más tarde en un legendario jefe indio defensor de los territorios indios contra los soldados británicos y estadounidenses.
Su mente cansada se esforzó por recordar la escena y, al final, consiguió encontrarla y encuadrarla.
Escena 72.
Escena panorámica. -La orilla del río. Un grupo de muchachas indias bañándose chapotean, se divierten y empiezan a salir del agua para vestirse.
Escena 73.
Escena de grupo. -Muchachas indias.
Se están vistiendo. Catharine Malott en primer plano, con chaqueta de cuero y enaguas, calzándose los mocasines. Empieza a frotarse los brazos con grasa de oso contra las picaduras de los insectos. La cámara retrocede lentamente y enfoca a una docena de hombres agazapados, todos ellos armados con largos rifles. Empiezan a acercarse a las doncellas.
Escena 74.
Se enfoca a Catharine dirigiéndose hacia el bosque.
Aparecen, por todas partes los emboscados estadounidenses. Catharine les ve, se vuelve de cara a la cámara y lanza un grito.
Escena 75.
Interior de la cabaña. Primer plano.
Catharine tendida de espaldas forcejeando. La cámara se aleja y muestra a dos soldados norteamericanos atando a Catharine a la cama.
Primer soldado (al segundo soldado): "Será suficiente" (A Catharine): "No sois vosotras, las mujeres blancas que os habéis unido a ellos, quienes nos importan. Son los renegados como ese salvaje de Girty. Te retendremos aquí hasta que nos digas dónde podemos encontrarle".
Sharon Fields no conseguía recordar lo que sucedía a continuación. A excepción de dos cosas.
Al finalizar el rodaje de la escena, el director había anunciado la pausa del almuerzo, pero, en lugar de desatar a Sharon, la habían dejado atada y se había ido con los componentes del equipo de rodaje mientras ella les insultaba.
Había sido una broma porque regresaron al cabo de diez minutos para desatarla. Pero seguía recordando el pánico que experimentó al observar que se iban y la dejaban atada a la cama.
Era increíble que lo recordara. Y más increíble, si cabe, yacer tendida allí sabiendo que la vida había imitado al arte. Giró la cabeza sobre la almohada y contempló las dos ventanas encortinadas cerradas con tableros de madera.
Las rendijas entre los tableros sólo revelaban oscuridad y le llegaba desde fuera el canto de los grillos. Aquellos tableros de las ventanas contribuían a acrecentar sus temores.
Significaban que aquel descabellado secuestro había sido planeado de antemano. Habían efectuado preparativos con vistas a su llegada. Volvió a preguntarse quiénes serían, qué serían, qué se propondrían hacer con ella.
Si el más alto y feo de ellos había dicho la verdad, se trataba de unos maníacos o pervertidos sexuales.
Y estaban locos, completamente locos, si esperaban que ella accediera de buen grado y se prestara a colaborar. Haber creído en su imagen pública, en la publicidad, haber creído en aquella patraña del símbolo sexual y haber actuado en consecuencia cometiendo aquel horrendo delito, en la suposición de que ella se mostraría dispuesta a comportarse como la persona que ficticiamente era en la pantalla, eso era lo más descabellado.
Cuánto hubiera deseado poder dormir. Cuánta falta le hubiera hecho la píldora tranquilizante. Pero sabía que en su actual estado tampoco hubiera ejercido efecto.
Su temor sería más fuerte que el fármaco. Además, durmiendo estaría a su merced y no quería consentirlo. Aunque bien era cierto que aquella mañana la habían narcotizado, se la habían llevado inconsciente y no le habían causado el menor daño.
No, claro que no. Estaba segura. Aquella mañana se le antojaba muy lejana y brumosa. Había tenido tantos proyectos, los proyectos del día, el equipaje, las llamadas, las cartas, el proyecto del viaje a Londres al día siguiente, todo se había desvanecido como por arte de magia y ahora se le antojaba algo totalmente absurdo.
Por centésima vez volvió a aflorar a la superficie de su espíritu una débil esperanza. La echarían en falta.
Se tomaba una taza de café en la habitación cuando despertaba, pero Pearl siempre le tenía preparado un zumo de frutas y cereales para cuando regresaba de su paseo matinal.