– Entonces, ¿cuál es el plan?
– Vamos a ir a dar un paseo nocturno por la playa.
– No se me puede ocurrir nada mejor.
Al mirarla, Doug pensó que a él tampoco. El mozo del establo les advirtió sobre una tormenta tropical que se estaba acercando, algo muy común para aquella época del año. Doug le prometió que regresarían pronto o que utilizarían los refugios que había en la ruta. Lo más sabio sería dar un paseo rápido y regresar rápidamente, pero en lo que se refería a Juliette, no reaccionaba con sensatez alguna.
Después de recorrer los establos, se marcharon. Cuanto más se alejaban del complejo turístico, más hermosa era la playa. Como Doug tenía experiencia con los caballos, el que había elegido para Juliette era muy manso, por lo que el hecho de que el mar estuviera algo bravo por la próxima tormenta no le hacía encabritarse.
Aunque Doug había planeado aquel viaje para Juliette, él también se quedó atónito por la belleza que los rodeaba. Además, el hecho de que ella hubiera reaccionado como una niña ante los vaqueros o el paseo a caballo, la inocencia que Juliette tenía, en contraposición con su atribulada vida, lo sorprendía. De hecho, tanto lo afectaba que, a su lado, le parecía estar viendo el mundo por primera vez.
Gracias al sonido del océano y al ruido que hacían los caballos, no podían hacer otra cosa que no fuera centrarse en la belleza de lo que los rodeaba, por lo que Doug estaba muy agradecido. De hecho, aunque hubiera querido hablar, no habría podido. El nudo que tenía en la garganta era demasiado grande.
Se recordó que sus planes se centraban en una cena, algunas preguntas, y un rápido retorno a casa. Aquella velada estaba destinada a cumplir sus propósitos minimizando todo lo que fuera posible el riesgo para su corazón, algo que sospechaba que había sido más de lo que había esperado.
Finalmente, llegaron a su destino al otro lado de la isla. Doug le entregó los caballos al mozo del establo.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Juliette Como respuesta, Doug extendió la mano y la condujo a través de los establos. Entonces, la llevó hacia una casa pintada de color amarillo, rodeada de unos frondosos jardines tropicales.
– Esta casa es propiedad de una pareja que trabajaba en un restaurante de Nueva York y que se cansaron de la vida que llevaban allí. Se asociaron con Merrilee, se mudaron aquí y ahora preparan fiestas privadas.
– Así que, ¿estamos sólo nosotros? -dijo ella con una ligera nota de pánico en la voz.
– Podría llamar a la caballería si prefieres no estar sola -bromeó Doug, aunque comprendía la sensación que ella había expresado porque él mismo la sentía. El corazón le latía mucho más fuerte siempre que Juliette estaba cerca.
– No hay otro lugar en el que prefiriera estar…
De pequeña, había soñado con montar a caballo, pero nunca se había imaginado los sentimientos que aquella poderosa bestia podía despertar en ella. Sentada en el caballo y admirando el paisaje, había descubierto que nada de aquello tenía que ver con el pulso que le latía entre las piernas. El paseo parecía haber tenido cualidades afrodisíacas, y su efecto no había disminuido cuando se había bajado del caballo con la ayuda de los fuertes brazos de Doug. Esperaba con impaciencia aquella velada en la intimidad.
Dos horas más tarde, satisfecha gracias a una deliciosa langosta y algo afectada por el vino, seguía sintiéndose de la misma manera. No había habido un momento de aburrimiento en la conversación. Habían hablando de una amplia variedad de temas, de preferencias, igual que ocurre en una primera cita.
Estaba más relajada de lo que debería estarlo, considerando el modo en el que Doug la estaba mirando. Sin embargo, no tenía dudas sobre quién era la persona con la que deseaba estar ni de que él fuera un buen hombre.
– ¿Estás lista para regresar?
– ¿Tanta prisa hay? -preguntó ella-. No querrás que me suba a ese caballo algo bebida, ¿verdad?
– Nunca habría dicho que una copa de vino en una cena que ha durado dos horas te iba a afectar tanto -comentó él riendo.
– ¿Puedo contarte un secreto? -dijo Juliette, inclinándose sobre la mesa, al tiempo que con un gesto del dedo, le pedía que hiciera lo mismo.
Sin embargo, antes de que Doug pudiera responder, el camarero se les acercó.
– Perdónenme los señores.
– ¿Sí? -preguntó Doug.
– Tengo un mensaje de la central. La tormenta se acerca más rápidamente de lo que se había supuesto en un principio. Los caballos están a salvo en el establo de aquí, pero ustedes tendrán que regresar en coche. Ya está esperándolos en la entrada, para cuando ustedes deseen marcharse.
– Gracias -dijo Doug. El camarero asintió y volvió a dejarlos solos.
Una tormenta. Juliette respiró profundamente. Su miedo a las tormentas era algo pueril y poco razonable. Era el resultado de una travesura de la infancia que las había dejado a Gillian y a ella, cuando sólo tenían ocho años, en una casa en un árbol. El miedo a que les regañaran había sido mucho mayor que su temor a la lluvia y, para cuando las niñas se dieron cuenta de la severidad de la tormenta, los rayos y los truenos les impidieron regresar a su casa. Su padre las encontró por fin, pero no antes de que un trueno partiera la rama de un árbol cercano. Desde entonces, el miedo que Juliette sentía de las tormentas formaba parte de su ser.
– ¿Ves? Tenemos que volver en coche, así que no hay que preocuparse por que hayas bebido vino y tengas que montar a caballo.
– Es que hay otras cosas que me preocupan -dijo ella.
– Bueno, tú dirás…
– No es el vino lo que me ha afectado tanto sino…
Respiró profundamente y fortaleció la resolución que había estado desarrollando a lo largo de la cena. Había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás. No quería que, cuando su estancia en aquella isla hubiera terminado, tuviera nada de lo que lamentarse. Estaba lista para dar el paso que, evidentemente, Doug el caballeroso había estado evitando. ¿Tal vez por miedo a ofenderla? No sabía, pero ya iba siendo hora de descubrirlo.
– ¿De qué se trata? -insistió él, cubriéndole la mano con la suya.
– Eres tú. Haces que pierda la cabeza y que me sienta mareada. Produces un efecto muy importante en mí. Estaba a punto de decirte que no estaba lista para irme a casa si ello significaba que me ibas a dejar en el umbral de mi bungaló.
Doug tosió. El hombre que se sentía atraído por Juliette estaba luchando con el periodista que se había prometido que no la utilizaría sexualmente para conseguir sus fines. Sin embargo, se recordó que también estaba en aquella isla para asegurarse de que los deseos de Juliette se hacían realidad. Si la rechazaba, estaría destruyendo su fantasía y su necesidad de sentirse deseada por un hombre muy especial, el hombre que Doug había elegido ser. Además, la deseaba tanto como ella lo deseaba a él. Tras sopesar las circunstancias, supo que podía convencerse de que estar con ella, cuando la propia Juliette se lo había pedido, no sería estar utilizándola para obtener información. Se aseguraría de que ella supiera lo mucho que la deseaba y de que disfrutaba de la intimidad que compartieran. Sin embargo, como se había prometido antes, acostarse con ella no podía ni debía ocurrir.
Tras agarrarla de la mano, se puso de pie, haciendo que Juliette hiciera lo mismo.
– Deberíamos irnos ahora, pero hablaremos en el coche, cuando vayamos de camino.
Ella asintió.
Había esperado que la presencia del conductor lo ayudara a contrarrestar la tensión sexual que había entre ellos, pero no habían enviado un coche o un minibús, tal y como había esperado, sino una limusina. Aquel gesto, completamente innecesario en una isla tan pequeña, era propio de una romántica como era Merrilee. Por supuesto, la limusina tenía una pantalla que ocultaba a los pasajeros de la mirada del conductor, para que ellos pudieran comportarse como les viniera en gana. Y, por el brillo que vio en los ojos de Juliette, vio que a ella tampoco se le había pasado por alto aquella posibilidad.