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– Gracias -comentó Juliette, riendo. A ella también le gustaba su nuevo aspecto.

En secreto, siempre había envidiado la habilidad de su hermana para romper las convenciones y ser ella misma, sin importarle lo que dijeran las cámaras o la prensa. Juliette esperaba que su nueva permanente, como la de su rebelde hermana, cambiara tanto su apariencia como las perspectivas que tenía para su viaje. Si había un momento en el que dejarse llevar, tendrían que serlo aquellas vacaciones.

– ¿Recogiste esas cosas en el centro comercial? -preguntó Juliette.

Si su prometido hubiera estado interesado en planear una luna de miel en vez de una campaña política, ya habría tenido preparado el guardarropa básico para poder marcharse. Sin embargo, Stuart había insistido en que no podían marcharse. Después de todo lo que había pasado, Juliette sabía por qué.

– Claro. Te las puse en la maleta vacía mientras tú hablabas por teléfono. Te sentirías orgullosa de cómo lo hice sin que me siguieran.

– No creo que me apetezca saberlo. Parece que todo el mundo ha estado haciendo sacrificios por mí últimamente -susurró Juliette.

Primero, su estilista había accedido a hacerle la permanente en su propia casa, ya que no quería que la peluquería se le llenara de periodistas. Después, su hermana había estado comportándose como una espía en misión secreta, y disfrutando con ello.

– No son sacrificios sino favores -le aseguró Gillian-. Y como te queremos mucho, no nos importa. Sin embargo, no me gusta que estés metida en la casa, prácticamente sin salir, ¿sabes? Maldita sea, ojalá pudiéramos filtrar esta historia, pero no podemos.

– Todavía no. Papá lleva muchos años sirviendo a este país. Se le aprecia y se le respeta mucho. Tiene un lugar en la historia, que se ha ganado con todo merecimiento. No pienso permitir que se manche esa trayectoria. No se lo merece -afirmó Juliette. Sabía que, por el bien de su padre, aquel asunto tendría que permanecer en secreto durante un poco más de tiempo.

– Estoy de acuerdo.

– Bueno, ya estoy lista.

– Bien -dijo Gillian. Entonces, se levantó y agarró su bolso.

– A ver, repasemos un poco el plan. Yo voy conduciendo tu coche, vestida como tú, mientras tú te sientas en el asiento del copiloto, fingiendo ser yo -dijo Juliette.

– Hasta ahí, vas bien.

– Entonces, pasamos por delante de los periodistas y vamos a tu apartamento, donde están esperando el resto de los buitres, y entramos en el aparcamiento subterráneo.

– Eso es, porque ahí ellos no tienen acceso -confirmó Gillian, riendo-. Así se creerán que vienes a mi casa y, para reforzar la impresión, yo, vestida como tú, saldré a comprar a la tienda de la esquina y luego volveré a entrar. No nos estarán buscando en ninguna parte mientras crean que estamos allí juntas.

– Mientras tanto, yo me meto en el asiento trasero del coche de papá, que irá conduciendo su chófer, y me tapo con una manta para que me pueda llevar al aeropuerto.

– Exactamente. Y si alguien te ve, creerán que eres yo -comentó Gillian-. Nadie se va a molestar en seguirme una vez que yo no tenga acceso a ti. ¡Voilà! Tú estás libre y de camino hacia tus vacaciones.

– Libre para comenzar una gloriosa semana llena de sol, diversión y soledad -dijo Juliette, extendiendo los brazos.

– Has acertado en las dos primeras -musitó Gillian.

Juliette entornó los ojos. Había crecido a la sombra de su osada y más aventurera hermana. Conocía a Gillian mucho mejor de lo que se conocía a sí misma. La actitud que tenía su gemela le decía que estaba tramando algo.

– ¿Qué es lo que no me has dicho?

– Nada -respondió Gillian mientras consultaba el reloj-. Supongo que no querrás perder el avión, así que es mejor que nos marchemos.

– De acuerdo -contestó Juliette antes de agarrar su maleta-. Y si no te lo he dicho antes porque estaba demasiado ocupada quejándome, me ha conmovido mucho que te hayas gastado tus ahorros en mí, y quiero pagarte por ello.

Aunque las dos jóvenes tenían una pequeña fortuna a su nombre por el testamento de su abuela, ninguna de ellas vivía de ese dinero. Las dos habían elegido abrirse paso en el mundo con su propio esfuerzo, Juliette como asesora de relaciones públicas para una empresa farmacéutica y Gillian como profesora.

– Si me pagas, no será un regalo. Considéralo mi regalo por haber roto tu compromiso.

– Tengo tanta suerte por tenerte a mi lado -susurró Juliette mientras apretaba la mano de su hermana.

– Ya lo sé -replicó Gillian con una sonrisa.

Se dirigieron al garaje que había anexo, a la vieja casita de campo que Juliette tenía alquilada y en el que Gillian había aparcado el coche.

– ¿Me prometes una cosa? -le preguntó de repente Gillian-. Esa isla es un lugar privado y, si hemos hecho esto bien, no habrá allí ninguna cámara que te haya seguido ni nadie que te haga preguntas, así que suéltate el pelo y sé tú misma, ¿de acuerdo?

– Parece que me has leído la mente.

Juliette no se sorprendió de que la telepatía que existía entre las dos hermanas estuviera de nuevo en funcionamiento. Se echó a reír, sabiendo que ya había decidido aprovecharse de aquella oportunidad para ser libre y experimentar quién era realmente Juliette Stanton. Nunca debería haberse enfrentado al esfuerzo que Gillian había hecho para que se tomara aquellas vacaciones. Se acomodó en el asiento del conductor, metió la llave en el contacto y la hizo girar.

– Bueno -dijo, sobre el rugido del motor del coche-, dejemos que empiece la aventura.

Una semana después de su visita inicial, Doug Houston estaba en el lujoso vestíbulo del edificio principal de Fantasía secreta, esperando al objeto de su fantasía. Su fantasía…

Un sentimiento de culpabilidad se cernió sobre él al pensar en aquel viaje y en la farsa que tendría que representar para conseguir su historia. La culpabilidad no era una sensación con la que Doug estuviera muy familiarizado, especialmente cuando tenía que ver con la realización de su trabajo. Sin embargo, aquel reportaje era demasiado importante como para permitir que sentimientos inesperados se metieran en su camino.

Estaba en aquel complejo turístico para localizar a Juliette Stanton, la Novia a la fuga de Chicago, y así poder descubrir los trapos sucios de su antiguo prometido. Y ahí precisamente estaba la fuente de aquel sentimiento de culpabilidad. Podría consolarse diciéndose que no estaba allí para sacar a la luz los trapos sucios de ella y que, al menos, no le había mentido a Merrilee.

Sin embargo, Doug tenía la sensación de que las razones para que Juliette hubiera salido corriendo el día de su boda estaban muy relacionadas con sus propios problemas. Su padre, también periodista, le había enseñado que nunca había que dejar de prestar atención a lo que le decía el instinto a uno y mucho menos después de su último fiasco.

Doug tenía mucha experiencia y sabía que había que tener cuidado por si la fuente no era de fiar. El problema era que él nunca había pensado que debiera desconfiar de alguien tan cercano a él, por eso, cuando su última historia se había venido abajo, le había pillado desprevenido. Su padre adoptivo, periodista y hombre respetado por todos, le había preparado para que fuera el mejor. No obstante, su caída había sido tan rápida y tan pública como su maldito titular, en el que anunciaba la reunión del congresista Haywood con un famoso capo de la Mafia y el blanqueo de dinero a través de un negocio de café, supuestamente legítimo.

El congresista era el socio del prometido de Juliette Stanton, un hombre que aspiraba al escaño de senador del padre de la joven, un hombre que, en opinión de Doug, era tan corrupto como su socio. Doug seguía creyendo que su historia era cierta, el problema era que no tenía las pruebas que necesitaba para respaldar sus afirmaciones. Y estaba seguro de que Juliette Stanton poseía aquellas pruebas.