Doris soltó una risotada ante la expresión perpleja de su interlocutor.
– Tully vino aquí después de que pasaras por la gasolinera a pedir la dirección para ir al cementerio -explicó-. Supongo que habrá pensado que yo tenía algo que ver con tu aparición en el pueblo, y quería cerciorarse de que no se equivocaba. Me refirió vuestro encuentro hasta el más mínimo detalle y, probablemente, Rachel no pudo resistirse y puso la oreja para escuchar la conversación.
– Ah -dijo Jeremy.
Doris volvió a inclinarse hacia delante.
– Seguro que te ha taladrado el cerebro con su inagotable verborrea.
– Más o menos.
– Habla por los codos. Si no tuviera a nadie cerca, sería capaz de entablar conversación con una caja de zapatos. Te juro que no sé cómo su esposa, Bonnie, lo soportó durante tanto tiempo. La pobre se quedó sorda hace doce años, así que ahora Tully se desahoga con los clientes de la gasolinera. Por eso es cuestión de largarte cuanto antes, cuando pares a repostar, porque si no, es posible que a la mañana siguiente todavía estés ahí. Mira, sintiéndolo mucho, al final he tenido que pedirle que se marchara, porque no se callaba y no me dejaba hacer nada.
Jeremy asió la taza de café.
– ¿Y dices que su mujer está sorda?
– Creo que nuestro Dios todo misericordioso se dio cuenta de que Bonnie ya había hecho suficiente sacrificio. La pobre es una santa.
Jeremy lanzó una carcajada antes de tomar un sorbo de café.
– ¿Y por qué creyó que tú eras la persona que se había puesto en contacto conmigo?
– Cada vez que pasa algo inusual en el pueblo, me echan la culpa a mí. Supongo que es irremediable, con eso de ser la vidente del lugar…
Jeremy la miró sorprendido, y Doris se limitó a sonreír.
– Me parece que no crees en videntes -observó ella.
– Has acertado -admitió Jeremy.
Doris se quitó el delantal.
– Bueno, para serte sincera, yo tampoco me fío de muchos de ellos; algunos no son más que unos simples patanes, pero te aseguro que ciertas personas están tocadas por ese don especial.
– Entonces… ¿puedes leer mis pensamientos?
– No -contestó Doris, moviendo la cabeza de lado a lado-. Bueno, casi nunca puedo. Lo que sí suelo tener es una gran intuición acerca de la gente; pero en eso de leer la mente, la que era una experta era mi madre. Nadie podía ocultarle nada. Incluso sabía lo que iba a regalarle cada año para su cumpleaños, y eso era un fastidio, porque le restaba toda la magia al momento. Mis dones son distintos. Soy adivina. También puedo saber qué sexo tendrá un bebé antes de nacer.
– Ya.
Doris lo miró fijamente.
– No me crees, ¿eh?
– Dejémoslo en que eres adivina. Eso significa que puedes encontrar agua e indicarme dónde tengo que cavar para localizar un pozo.
– Exacto.
– Y si te pidiera que hicieras una prueba científica, bajo una estricta supervisión…
– Tú mismo podrías ser quien la supervisara, y aunque tuvieras que llenarme de cables como un arbolito de Navidad, no tendría ningún reparo en hacer todas las pruebas que me pidieras.
– Ah -susurró Jeremy, acordándose de Uri Geller. Geller estaba tan seguro de sus poderes de telequinesia que se personó en un programa de la televisión británica en 1973, delante de un grupo de científicos y de una audiencia en directo. Asió una cuchara y la colocó sobre su dedo, y ésta empezó a doblarse por ambos lados hacia el suelo delante de la mirada estupefacta de los observadores. Sólo más tarde se supo que antes de que empezara el programa había doblado la cuchara una y otra vez, provocando lo que se conoce como un estado de fatiga del metal.
Doris parecía saber lo que estaba pensando.
– Mira, puedes hacerme una prueba cuando gustes, y del modo que quieras. Pero ése no es el motivo de tu visita. Tú has venido por la historia de los fantasmas, ¿no es cierto?
– Sí -contestó Jeremy, aliviado de cambiar de tema-. ¿Te importa si grabo nuestra conversación?
– No, adelante.
Jeremy introdujo la mano en el bolsillo de la americana y extrajo una pequeña grabadora. La colocó en medio de los dos y apretó los botones apropiados. Doris tomó un sorbo de su taza de café antes de empezar su relato.
– Pues bien, la historia se remonta a 1890, más o menos. Por entonces, en el pueblo todavía había segregación racial, y la mayoría de los negros vivía en un lugar llamado Watts Landing. Por culpa del Hazel ya no queda ningún vestigio de esos días, pero por entonces…
– Perdona, ¿quién es Hazel?
– El huracán que arrasó el lugar en 1954. Alcanzó la costa cerca de la frontera con Carolina del Sur. Prácticamente sumergió a Boone Creek bajo las aguas, y lo poco que quedaba de Watts Landing desapareció por completo.
– Vaya, qué tragedia. Sigue, por favor.
– Como te iba diciendo, ahora no queda nada del antiguo pueblo, pero a finales de siglo aquí debían de vivir unas trescientas personas. La mayor parte de ellas descendían de los esclavos que habían llegado de Carolina del Sur durante la guerra civil, o la guerra de agresión de los del norte, como la llamamos los del sur.
Doris guiñó un ojo, y Jeremy sonrió.
– Un día llegaron los de la Union Pacific para establecer la línea del ferrocarril que, cómo no, se suponía que convertiría este lugar en un área próspera y cosmopolita. Bueno, eso fue lo que prometieron. La línea que proponían atravesaba los campos del Cementerio de los negros. En esa época, el pueblo estaba liderado por una mujer llamada Hettie Doubilet, que provenía de una de las islas del Caribe, no sé de cuál exactamente. Cuando se enteró de que querían desenterrar todos los cuerpos y transferirlos a otro lugar, se enfadó muchísimo y apeló a las autoridades del condado para que cambiaran la ruta, pero los mandamases no la escucharon. Ni siquiera le concedieron la oportunidad de formalizar su queja.
Rachel reapareció con los bocadillos y depositó los dos platos sobre la mesa.
– Pruébalo -lo apremió Doris-. Chico, prácticamente estás en los huesos.
Jeremy tomó uno de los bocadillos y le dio un bocado. Hizo una mueca en señal de aprobación, y Doris sonrió.
– Mejor que nada de lo que puedas encontrar en Nueva York, ¿eh?
– Sin duda. Felicita a la cocinera de mi parte.
Ella lo miró con una pizca de coquetería.
– ¿Sabes que eres un encanto, mi querido señor Marsh?
Jeremy pensó que posiblemente esa mujer había roto más de un corazón en sus años mozos. Doris prosiguió relatando la historia con toda naturalidad, como si no hubiera hecho ninguna pausa.
– En esa época había un montón de racistas. Aún los hay, pero ahora son una minoría. Igual crees que exagero, porque tú vienes del norte, pero te aseguro que es así.
– Te creo.
– No, no me crees. Ninguna persona del norte lo cree, pero bueno, ése es otro cantar. Volviendo a la historia, Hettie Doubilet se sintió enormemente indignada por el desdeñoso trato que recibió, y según la leyenda, cuando le negaron el derecho a entrevistarse con el alcalde, lanzó una maldición sobre la raza blanca. Amenazó con que si profanaban las tumbas de sus antepasados, entonces las nuestras también serían profanadas. Los antepasados de su gente vagarían por el mundo en busca del lugar donde reposaban inicialmente y arrasarían Cedar Creek a su paso, y al final, el cementerio entero sería engullido por la tierra. Pero claro, en esos días nadie le prestó atención.
Doris mordisqueó su bocadillo.
– En resumen, los negros desenterraron a los muertos y los trasladaron uno a uno a otro cementerio, se construyó la línea del ferrocarril y, después de eso, tal y como Hettie vaticinó, las cosas empezaron a ir de mal en peor en el cementerio de Cedar Creek. Primero sólo fueron nimiedades: unas cuantas lápidas rotas y cosas por el estilo, como si se tratara de actos vandálicos. Las autoridades del condado pensaron que era la gente de Hettie la que causaba los estragos y destinaron a varios vigilantes a vigilar el cementerio. Pero por más que aumentaran el número de vigilantes, los problemas no cesaban. Y a lo largo de los años se han ido incrementando. Has estado allí, ¿verdad?