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– Adelante.

– Un día aprenderás algo que no puede ser explicado por medio de la ciencia. Y cuando eso suceda, tu vida cambiará de una forma que no puedes ni llegar a imaginar.

Jeremy sonrió.

– ¿Es eso una promesa?

– Sí -contestó ella. A continuación lo miró fijamente-. Y he de admitir que lo he pasado muy bien charlando contigo mientras comíamos. No suelo gozar de la compañía de jóvenes tan encantadores. La experiencia me ha rejuvenecido, te lo aseguro.

– Yo también lo he pasado estupendamente.

Jeremy se dio la vuelta para marcharse. Las nubes habían hecho acto de presencia mientras ellos estaban comiendo. El cielo, aunque no tenía un aspecto amenazador, parecía indicar que el invierno estaba decidido a instalarse también en el sur, y Jeremy se levantó el cuello de la americana mientras se dirigía al coche.

– ¿Señor Marsh? -gritó Doris a su espalda.

– ¿Sí? -respondió Jeremy al tiempo que se daba la vuelta.

– Saluda a Lex de mi parte.

– ¿Lex?

– Se encarga de la biblioteca. Seguramente no tendrá ningún reparo en ayudarte en tus pesquisas.

Jeremy sonrió.

– Lo haré.

Capítulo 4

La biblioteca resultó ser una imponente estructura gótica, completamente diferente al resto de los edificios de la localidad. Jeremy tuvo la impresión de que alguien había arrancado una de esas casonas de una colina de Rumania, cerca de la morada del conde Drácula, y la había dejado caer como por arte de magia en Boone Creek.

El edificio ocupaba casi la totalidad de la manzana, y sus dos plantas estaban ornamentadas con unas ventanas angostas y alargadas, un tejado terminado en punta, y una puerta principal de madera en forma de arco, en la que sobresalían unos picaportes desmesuradamente grandes. A Edgar Allan Poe le habría encantado ese lugar, pero a pesar de la apariencia de casa embrujada, parecía que los del Consistorio habían intentado darle un aire menos tétrico, más acogedor. La fachada de ladrillo -que probablemente había sido de color marrón rojizo en otro tiempo- estaba ahora pintada de blanco; las ventanas estaban enmarcadas por unas contraventanas negras, y unos parterres de pensamientos delimitaban el sendero que conducía a la entrada principal y rodeaban el mástil de la bandera. El llamativo rótulo cincelado con letra dorada y en cursiva daba la bienvenida a todo aquel que se acercaba a la biblioteca de Boone Creek. El resultado final se podía definir como chocante. A Jeremy le pareció que era como ir a una de esas elegantes mansiones señoriales de la ciudad y que, al llamar a la puerta, inesperadamente apareciera un mayordomo disfrazado de payaso, con globos y una pistola de agua en la mano.

El vestíbulo, pintado de un alegre amarillo pálido -por lo menos el edificio era consistente dentro de su inconsistencia-, estaba amueblado con un mostrador en forma de «L», cuya parte más larga se extendía hasta la parte posterior del edificio, donde Jeremy distinguió una amplia estancia con unas mamparas de vidrio dedicada a los niños. A la izquierda quedaban los lavabos, y a la derecha, detrás de otra pared de vidrio, vio lo que parecía ser el área principal. Jeremy saludó con la cabeza a la anciana que estaba sentada detrás del mostrador. La mujer sonrió y le devolvió el saludo, luego se concentró nuevamente en el libro que estaba leyendo. Jeremy empujó las pesadas puertas de vidrio que daban al área principal, y se sintió orgulloso al pensar que empezaba a comprender el modo de actuar de los lugareños.

El área principal lo decepcionó de inmediato. Debajo de la intensa luz de los fluorescentes sólo divisó seis estanterías de libros, organizadas relativamente juntas entre sí, en una estancia no mucho más grande que su piso de Nueva York. En las dos esquinas más próximas a la puerta habían instalado unos ordenadores anticuados, y al fondo a la derecha estaba el área de lectura, con una pequeña colección de periódicos. Había cuatro mesas pequeñas en la sala, y únicamente vio a tres personas consultando libros en las estanterías, entre ellas un anciano con un aparato de sordera en la oreja que estaba ordenando los libros en los estantes. A juzgar por lo que veía, Jeremy tuvo la desagradable impresión de haber comprado más libros en toda su vida de los que esa biblioteca albergaba.

Se dirigió hacia la mesa del encargado, y no le sorprendió no encontrar a nadie. Se detuvo delante de la mesa, a la espera de que apareciera Lex. Entonces pensó que Lex debía de ser el hombre de pelo cano que estaba colocando los libros en los estantes. Se fijó en él, pero el anciano siguió con su tarea sin inmutarse. Jeremy echó un vistazo al reloj. Dos minutos más tarde, volvió a consultar la hora.

Otros dos minutos más tarde, después de que Jeremy carraspeara sonoramente, el hombre se fijó en él. Jeremy lo saludó ron la cabeza y lo miró fijamente para darle a entender que necesitaba ayuda, pero en lugar de ir hacia la mesa, el anciano asintió con la cabeza y continuó ordenando los libros. Estaba claro que ese individuo superaba las expectativas sobre la legendaria eficiencia sureña, pensó Jeremy. Sí, el lugar era francamente interesante.

En el diminuto y abigarrado despacho del piso superior de la biblioteca, Lexie tenía la mirada fija en la ventana. Sabía que él vendría. Doris había llamado tan pronto como Jeremy se había marchado del Herbs y le había referido un par de comentarios sobre el individuo vestido de negro procedente de Nueva York, que estaba allí para escribir un artículo sobre los fantasmas del cementerio.

Lexie sacudió lentamente la cabeza. Estaba segura de que Doris lo había convencido. Cuando a esa mujer se le metía una idea en la cabeza, podía llegar a ser muy persuasiva, sin tener en cuenta la posible reacción violenta que un artículo como ése podía suscitar. Había leído las historias del señor Marsh de antemano, y sabía exactamente cómo operaba. No tendría suficiente con demostrar que el fenómeno no estaba relacionado con fantasmas -algo de lo que no le cabía la menor duda-, no, el señor Marsh no se detendría ahí. Entrevistaría a los habitantes del lugar en esa forma tan peculiarmente encantadora, conseguiría sonsacarles toda la información que buscaba, y después elegiría los datos que más le interesaran antes de difundir la verdad del modo que le pareciera más oportuno. Cuando hubiera acabado de plasmar sus conclusiones feroces en un artículo, la gente de todo el país pensaría que Boone Creek estaba plagado de unos patéticos personajes simplones, ridículos y supersticiosos.

No, no le hacía ninguna gracia que ese periodista merodeara por el pueblo.

Cerró los ojos mientras con los dedos se dedicaba a retorcer un mechón de su negra melena abstraídamente. Tampoco le gustaba que nadie deambulara por el cementerio. Doris tenía razón: era una falta de respeto, y desde la visita de esos jóvenes de la Universidad de Duke y de la publicación del artículo en la prensa, la situación se les había escapado de las manos. ¿Por qué no lo habían mantenido en secreto? Hacía muchas décadas que aparecían esas luces, y a pesar de que todo el mundo lo sabía, a nadie le importaba. Quizá de vez en cuando alguien se dejaba caer por el cementerio para verlas, básicamente adolescentes o alguien que había bebido más de la cuenta en el Lookilu; pero ¿camisetas, tazas de café, postales cursis con emblemas sobre los fantasmas? ¡Y encima la «Visita guiada por las casas históricas»!

No llegaba a comprender los motivos que habían desatado esa locura colectiva. ¿Por qué era tan importante incrementar el turismo en la zona? Sí, claro, el dinero era un tremendo aliciente, pero los que vivían en el pueblo no lo hacían por afán de hacerse ricos. Bueno, al menos la mayoría no; aunque siempre había personas dispuestas a no dejar escapar esa clase de oportunidades, empezando por el alcalde. Mas siempre había creído que casi toda esa gente vivía en Boone Creek por la misma razón que ella: por la indescriptible alegría que sentía cada tarde cuando se ponía el sol y, súbitamente, el río Pamlico se transformaba en una impresionante cinta de color dorado, porque conocía a sus vecinos y sabía que podía confiar en ellos, porque los niños podían jugar en la calle hasta la noche tranquilamente, sin que sus padres sintieran angustia alguna por pensar que pudiera ocurrirles algo malo. En un mundo cada vez más loco y estresado, Boone Creek era un pueblecito que jamás había mostrado ningún interés en seguir los pasos del mundo moderno, y eso era lo que lo convertía en un lugar tan peculiar.