Por eso vivía allí. Le gustaba todo lo referente al pueblo: el olor a pino y a salitre por la mañana cuando llegaba la primavera, los bochornosos atardeceres de verano que le conferían a su piel ese brillo tan especial, el color intenso de las hojas en otoño… Pero por encima de todo, le gustaba la gente y no podía imaginar vivir en otro lugar. Confiaba en ellos, conversaba con ellos, sentía aprecio por ellos. Pero claro, no todos sus amigos compartían esas mismas impresiones; algunos habían aprovechado el momento de ir a estudiar a la universidad para no volver a pisar el pueblo. Ella también se había ido a vivir una temporada fuera, pero incluso en esa etapa había tenido la certeza de que regresaría; y menos mal que lo había hecho, ya que en los dos últimos años había estado muy preocupada por la salud de Doris. También sabía que acabaría siendo la bibliotecaria de Boone Creek, igual que su madre había ocupando ese puesto antes, con la esperanza de hacer de la biblioteca un lugar del que el pueblo entero pudiera sentirse orgulloso.
No se trataba del trabajo más glamuroso, pero el sueldo no estaba nada mal. Aunque la primera impresión fuera decepcionante, la biblioteca iba mejorando poco a poco. La planta baja sólo albergaba la colección de ficción contemporánea, mientras que en el piso superior se podía encontrar ficción clásica y no-ficción, títulos adicionales de autores contemporáneos, y colecciones únicas. Supuso que el señor Marsh no se habría dado cuenta de que la biblioteca se expandía por las dos plantas, ya que el acceso a las escaleras se hallaba en la parte posterior del edificio, cerca de la sala infantil. Uno de los inconvenientes de que la biblioteca estuviera emplazada en una vieja residencia era que la arquitectura no estaba diseñada para el traqueteo del público. Pero el lugar le parecía correcto.
Casi siempre se respiraba una agradable atmósfera silenciosa en su despacho ubicado en el piso superior, y éste estaba cerca de su estancia favorita de la biblioteca, la que ella había bautizado como «La sala de los originales». Se trataba de una pequeña sala contigua al despacho que contenía los títulos más insólitos, libros que ella había ido adquiriendo en subastas del estado y en mercadillos, por donaciones y visitas a las librerías y a los distribuidores de publicaciones de todo el estado, un proyecto que había iniciado su madre. También custodiaba una creciente colección de manuscritos y mapas históricos, algunos de los cuales databan de antes de la guerra revolucionaria. Ésa era su verdadera pasión. Siempre estaba dispuesta a ir en busca de cualquier material excepcional, y no dudaba en derrochar grandes dosis de amabilidad y de astucia, o de implorar si era necesario, para conseguir lo que quería. Cuando esa táctica no funcionaba, recurría a la excusa irrefutable de la deducción de impuestos, y -puesto que había trabajado duro para conseguir buenos contactos entre los abogados especializados en materia de herencias que operaban en el sur- a menudo recibía libros y otras publicaciones antes de que el resto de las bibliotecas oyeran siquiera hablar de ellos. A pesar de que no contaba con los sustanciosos recursos de la Universidad de Duke, de la de Wake Forest, o de la de Carolina del Norte, su biblioteca estaba considerada como una de las mejores bibliotecas pequeñas no sólo del estado, sino incluso de todo el país.
Se sentía muy orgullosa de ese logro. Aquélla era su biblioteca, y del mismo modo, aquél era su pueblo. Y en esos precisos instantes, un desconocido la estaba esperando, un desconocido que ansiaba escribir una historia que podía perjudicar gravemente a su gente.
Lo había observado mientras aparcaba el coche delante del edificio. Lo había examinado de arriba abajo mientras se apeaba del auto y se dirigía a la puerta principal. Había sacudido la cabeza, porque casi inmediatamente había reconocido la forma de andar confiada y petulante de los que viven en la gran ciudad. No era más que uno de los innumerables individuos que se jactaban de provenir de un lugar más interesante; sujetos que se creían poseedores de un conocimiento más profundo sobre el mundo real, que proclamaban que la vida podía ser mucho más excitante, mas gratificante en las grandes urbes que en un pueblecito remoto. Unos años antes se había enamorado de un hombre que pensaba de ese modo, y se negaba a dejarse embaucar de nuevo.
Un cardenal se posó en la repisa de la ventana. Lo observó fijamente al tiempo que intentaba despejar la cabeza de los pensamientos que la asaltaban, y luego suspiró. De acuerdo, se dijo, lo más cortés era bajar a hablar con el señor Marsh de Nueva York. Después de todo, la estaba esperando. Había recorrido un largo trayecto, y la hospitalidad del sur -así como su trabajo de bibliotecaria- la impulsaba a ayudarlo a encontrar lo que necesitara. Y lo más importante: de ese modo podría vigilarlo de cerca. También se afanaría por filtrar la información de tal modo que él viera la parte positiva de vivir en un lugar como Boone Creek.
Sonrió. Sí, se veía capaz de lidiar con el señor Marsh. Además, tenía que admitir que, aunque no se fiara de él, era muy apuesto.
Jeremy Marsh tenía toda la pinta de estar aburrido.
Se paseaba lentamente por uno de los pasillos, con los brazos cruzados, contemplando los títulos contemporáneos. De vez en cuando fruncía el ceño, como si se preguntara si podría encontrar algo de Dickens, Chaucer o Austen. Se imaginó cómo reaccionaría él si le pidiera un título de uno de esos autores y ella respondiera con un «¿Quién?». Conociéndolo -a pesar de que tenía que admitir que no lo conocía en absoluto sino que simplemente se basaba en una suposición-, probablemente se la quedaría mirando fijamente, como había hecho antes cuando la vio en el cementerio. Ah, qué predecibles eran los hombres, pensó.
Se alisó el jersey, procurando ganar tiempo antes de salir a recibirlo. Se recordó a sí misma que tenía que parecer profesional; una importante misión estaba en juego.
– Supongo que me está esperando -se presentó, esforzándose por sonreír.
Jeremy levantó la vista al escuchar la voz, y por un momento se quedó paralizado. Súbitamente la reconoció y sonrió.
«Parece afable», pensó ella. En la barbilla se le formaba uno de esos graciosos hoyuelos, aunque la sonrisa que exhibía era un poco estudiada y carecía de la fuerza necesaria para contrarrestar la mirada tan confiada.
– ¿Tú eres Lex? -preguntó él.
– Sí, Lex es la abreviatura de Lexie. Soy Lexie Darnell. Pero Doris siempre me llama Lex.
– Eres la bibliotecaria.
– Sí, cuando no estoy merodeando por los cementerios y regañando a los hombres que me miran descaradamente, es lo que intento ser.
– Caramba, caramba -exclamó Jeremy, intentando imitar el tono sureño de Doris.
Ella sonrió y le dio la espalda, luego asió uno de los libros de la estantería que él había examinado.
– No intente hacerse el gracioso, señor Marsh -espetó ella-. No es tan fácil imitar nuestro acento. Le falta práctica; parece como si estuviera mascando chicle.
Jeremy se echó a reír sin amedrentarse ante el comentario mordaz.
– ¿De veras?
«Vaya, el típico seductor», pensó Lexie.
– De veras. -Continuó jugueteando con los libros-. ¿En qué puedo ayudarle, señor Marsh? Supongo que desea información del cementerio.
– Mi reputación me precede.
– Doris me llamó para avisarme que venía hacia aquí.
– Ah -dijo él-. Debería de habérmelo figurado. Es una mujer ciertamente interesante.