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– Eso es lo que siempre predicas.

Doris le guiñó el ojo.

– Claro, porque creo que necesitas que alguien te lo repita constantemente.

Lexie llevó la ensaladera a la mesa.

– No te preocupes por mí. Soy feliz. Me encanta mi trabajo, tengo buenos amigos, dispongo de tiempo para leer y salir a correr y hacer las cosas que me gustan.

– Y no olvides la suerte que tienes de tenerme a tu lado.

– Exactamente -afirmó Lexie-. ¿Cómo podría olvidarme de ese detalle tan importante?

Doris soltó una carcajada y se concentró nuevamente en la sartén. Por un momento la cocina quedó sumida en un silencio absoluto, y Lexie respiró aliviada. Por lo menos el tema había quedado zanjado; y gracias a Dios, Doris no había sido demasiado insistente. Ahora, pensó, podrían disfrutar de una cena tranquila.

– Pues yo lo encuentro bastante atractivo -Doris volvió a la carga.

Lexie no dijo nada; en lugar de eso tomó un par de platos y algunos utensilios antes de dirigirse a la mesa. Quizás era mejor si fingía no oírla.

– Y para que te enteres, hay más cosas de él que no sabes -continuó-. Por ejemplo, que no es como te lo imaginas.

Fue la forma de expresarse lo que provocó que Lexie se detuviera en seco. Había oído ese mismo tono un par de veces en el pasado: una vez que quiso salir con sus amigos del instituto y Doris la previno para que no lo hiciera, y cuando quiso hacer un viaje a Miami unos años antes y Doris intentó evitarlo. En la primera ocasión, los amigos con los que tenía que salir sufrieron un accidente de tráfico, y en la segunda ocasión, la ciudad de Miami se vio sumida en un caos y el hotel donde planeaba alojarse sufrió graves disturbios.

Sabía que a veces Doris podía presentir cosas. No tanto como la propia madre de Doris, pero a pesar de que casi nunca daba demasiadas explicaciones, Lexie tenía la certeza de que su abuela presentía cosas que iban a suceder.

Completamente ajeno al hecho de que las líneas de teléfono del pueblo estaban prácticamente bloqueadas a causa de la algarabía que había provocado su presencia en la localidad, Jeremy yacía tumbado en la cama, arrebujado con la colcha, mirando las noticias locales mientras esperaba ver la información sobre el tiempo, maldiciéndose por no haber seguido su impulso inicial y haberse alojado en otro hotel. De haberlo hecho, ahora no estaría rodeado por las escalofriantes obras de arte de Jed.

Obviamente, ese tipo tenía mucho tiempo libre.

Y muchas balas, o perdigones, o un robusto parachoques en su camioneta, o el cacharro que utilizara para matar a todos esos bichos. En su habitación había doce especímenes; con la excepción de un segundo oso disecado, le estaban haciendo compañía los representantes de todas las especies zoológicas de Carolina del Norte. Sin duda, si Jed hubiera contado con otro ejemplar de oso, lo habría incluido en la exposición.

A pesar de ese pormenor, la habitación no estaba tan mal, siempre y cuando no se le ocurriera intentar conectarse a internet con su portátil, calentar la habitación por otra vía que no fuera la chimenea, solicitar el servicio de habitaciones, mirar la tele por cable, o incluso marcar un número de teléfono en un aparato de teclas. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía un teléfono de disco? ¿Diez años? Incluso su madre había sucumbido al mundo moderno en esa cuestión.

Pero Jed no. Ni hablar. Obviamente, el bueno de Jed tenía sus propias ideas sobre qué era importante para hacer la vida más cómoda a sus clientes.

El único atractivo de la habitación era un porche acogedor en la parte trasera del búngalo, con una buena panorámica del río. Había incluso una mecedora, y Jeremy consideró la posibilidad de sentarse un rato fuera hasta que se acordó de las serpientes. Entonces se preguntó qué había querido decir Gherkin cuando comentó que todo había sido por culpa de unos malos entendidos. No le había gustado nada esa excusa tan escueta. Debería de haberle pedido más explicaciones, del mismo modo que también debería de haber preguntado dónde podía encontrar leña para la chimenea. La habitación era un témpano de hielo, pero tenía la desagradable sospecha de que Jed no contestaría al teléfono si intentaba contactar con recepción. Y además, Jed le daba miedo.

Justo entonces apareció el hombre del tiempo en la tele. Armándose de valor, Jeremy se incorporó de un salto de la cama para subir el volumen del aparato. Moviéndose con tanta celeridad como pudo y sin dejar de temblar, ajustó el volumen y después se metió rápidamente otra vez debajo de la colcha.

Los anuncios reemplazaron inmediatamente al meteorólogo. ¡Cómo no!

Se estaba preguntando si esa noche debía sacar la nariz por el cementerio, pero quería averiguar si habría niebla. Si no, se dedicaría simplemente a dormir. Había sido un día muy largo; lo había iniciado en el mundo moderno, había retrocedido cincuenta años, y ahora estaba durmiendo entre bichos muertos dentro de una nevera. Indudablemente no era algo que le sucediera cada día.

Y, por supuesto, no podía olvidarse de Lexie. Lexie a secas, ya que no sabía su apellido. Lexie la misteriosa, a la que le gustaba flirtear para luego batirse en retirada, para luego flirtear otra vez. Porque había flirteado con él, ¿no? La forma en que se dirigía a él como «señor Marsh», el comentario mordaz sobre el entierro… Sí, definitivamente estaba flirteando con él.

¿O no?

El hombre del tiempo volvió a aparecer, con aspecto fresco, como recién salido de la universidad. No podía tener más de veintitrés o veinticuatro años, y no le cabía la menor duda de que se trataba de su primer trabajo. Exhibía esa mirada de cervatillo deslumbrado por los faros de un coche pero entusiasta a la vez.

Por lo menos parecía competente. No tartamudeaba, y Jeremy supo casi de inmediato que no abandonaría la habitación. Se esperaban cielos despejados durante toda la noche, y tampoco mencionó nada sobre la posibilidad de niebla al día siguiente.

«¡Vaya con mi racha de suerte!», pensó.

Capítulo 6

La mañana siguiente, después de ducharse con un chorro de agua tibia, Jeremy se puso un par de vaqueros, un jersey y una americana marrón de piel, y se dirigió hacia el Herbs, que parecía ser el lugar más concurrido a esa temprana hora en el pueblo. Cuando entró, avistó al alcalde Gherkin charlando con un par de individuos trajeados, y a Rachel ocupada sirviendo algunas mesas. Jed estaba sentado en una de las mesas al final de la sala; parecía una mole. Tully ocupaba una de las mesas centrales con otros tres tipos, y como era de esperar, llevaba la voz cantante del grupo. La gente inclinó la cabeza cuando Jeremy se abrió paso entre las mesas, y el alcalde levantó la taza de café a modo de saludo.

– Vaya, vaya, buenos días señor Marsh -exclamó Gherkin en voz alta-. ¿Ya has considerado qué cosas positivas vas a escribir sobre nuestro pueblo?

– Seguro que sí -intervino Rachel inesperadamente.

– Espero que haya encontrado el cementerio -dijo Tully arrastrando las palabras. Se inclinó hacia el resto del grupo reunido en su mesa-. Ese es el médico del que os hablaba.

Jeremy saludó con la cabeza, intentando evitar que alguno de los presentes lo acorralara en una conversación. Jamás había sido una persona madrugadora, y para colmo no había pasado una buena noche. El frío, el olor a muerte y las pesadillas sobre serpientes podían provocar un imprevisto malestar en cualquiera. Ocupó un sitio en una de las mesas más alejadas, y Rachel se acercó eficientemente, con una cafetera en la mano.

– ¿Hoy no vas a ningún entierro? -se rio ella.

– No. He decidido optar por una línea más informal.

– ¿Café, cielo?

– Sí, por favor.

Rachel colocó una taza delante de él y la llenó hasta el borde.

– ¿Quieres la especialidad del día? Todos dicen que hoy está sabrosísima.

– ¿Cuál es la especialidad del día?

– Tortilla al estilo Carolina.