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– Esto no funciona -dijo simplemente, dejando las palabras colgadas en el aire durante unos instantes-. Nunca estás en casa. Y no creo que sea justo, ni para mí ni para ti.

– ¿Quieres que cambie de profesión? -preguntó él, al tiempo que sentía cómo empezaba a hincharse la burbuja de pánico que se había formado en su pecho.

– No, pero quizá podrías encontrar trabajo en algún periódico local, como por ejemplo en el Times, o el Post, o el Daily News.

– Mira, este ritmo tan frenético no durará siempre; es sólo transitorio -masculló él.

– Lo mismo dijiste hace seis meses. No, sé que no cambiará.

Jeremy recapacitó y se dijo que debería de haberse tomado esa conversación como lo que era: un aviso. No obstante, en esos momentos sólo le interesaba la nueva historia que estaba preparando sobre las pruebas nucleares en Los Álamos. Ella esbozó una sonrisa insegura cuando se despidió de él, y Jeremy dedicó unos segundos a pensar en esa expresión mientras estaba sentado en el avión; pero cuando regresó a casa, María se comportó como si nada hubiera pasado, y pasaron todo el fin de semana acurrucados cariñosamente en la cama. Fue entonces cuando ella empezó a hablar de tener un hijo, y a pesar de que Jeremy se sintió inicialmente nervioso, poco a poco se fue animando con la idea. Pensó que ella se había resignado a sus viajes; sin embargo, la armadura protectora de su relación se había resquebrajado irreparablemente, y unas imperceptibles fisuras empezaron a aflorar con cada nueva ausencia. La separación se materializó un año más tarde, justo un mes después de asistir a una cita concertada con un médico de la zona Upper East Side, quien selló el futuro de ellos irremediablemente. Las consecuencias fueron letales, incluso peor que las malas caras a causa de sus constantes viajes por trabajo. Esa visita marcó el final de su relación, y Jeremy fue plenamente consciente de ello.

– No puedo continuar así -se sinceró María más tarde-. Me gustaría seguir intentándolo, y una parte de mí siempre estará enmorada de ti; pero no puedo.

No fue necesario que dijera nada más, y en los duros momentos de soledad después del divorcio, Jeremy a veces se cuestionaba si alguna vez ella había llegado a amarlo. Podrían haberlo conseguido, se decía a sí mismo. Pero al final comprendió intuitivamente por qué ella lo había abandonado, y no le guardó ningún rencor. Ahora incluso hablaban de vez en cuando por teléfono, a pesar de que Jeremy no tuvo el coraje de asistir a la boda de María con un abogado que vivía en Chappaqua tres años más tarde de su separación.

Hacía siete años que se habían divorciado, y para ser honestos, era la única experiencia adversa que le había deparado la vida. Sabía que poca gente podía decir eso. Jamás había sufrido ningún accidente grave, tenía una vida social muy activa, y no estaba afligido por ningún trauma psicológico infantil como parecía que le pasaba a la mayoría de su generación. Sus hermanos y respectivas esposas, sus padres e incluso sus abuelos -los cuatro ya pasaban de los noventa años- gozaban de buena salud. Además, estaban muy unidos: un par de fines de semana al mes, el clan que aún continuaba aumentando en número se reunía en casa de sus padres, que todavía vivían en la casa de Queens donde se crió Jeremy. Tenía diecisiete sobrinos, y a pesar de que a veces se sentía fuera de lugar en las reuniones familiares, ya que era el único soltero en medio de una familia compuesta por parejas felizmente casadas, sus hermanos eran lo suficientemente respetuosos como para no meter las narices en los motivos que lo llevaron a divorciarse de María.

Y él había superado el mal trago, al menos la mayor parte del tiempo. A veces, sin embargo, cuando estaba conduciendo solo como ahora, sentía una punzada de dolor en el pecho al imaginar lo que habría podido llegar a ser, pero luego se decía que ya no tenía remedio. Afortunadamente, el divorcio no le había originado ninguna clase de resentimiento hacia el sexo opuesto.

Un par de años antes Jeremy se había interesado por un estudio sobre si la percepción de la belleza era el producto de unas normas culturales o genéticas. En dicho estudio se solicitó a unas mujeres atractivas y a otras no tan atractivas que sostuvieran a niños pequeños en brazos, y se comparó la prolongación del contacto visual entre las mujeres y los niños. El estudio, que fue ponderado por las revistas Newsweek y Time, demostró una correlación directa entre la belleza y el contacto visuaclass="underline" los niños miraban a las mujeres atractivas durante más rato, lo cual sugería que las percepciones de la belleza son instintivas.

Jeremy estuvo a punto de escribir una columna para criticar el citado estudio, en parte porque omitía algunas puntualizaciones que él consideraba básicas. Cierto, la belleza exterior podía atraer miradas -él era tan susceptible a los encantos de una supermodelo como cualquier otro hombre-, pero siempre había defendido que determinados rasgos como la inteligencia y la pasión eran mucho más atractivos e influyentes. Para descifrar esas cualidades, se precisaba más que un instante, y la belleza no tenía nada que ver con ello. La belleza podía ser un factor determinante a corto plazo, pero a medio y a largo plazo, las normas culturales -básicamente aquellos valores y normas inculcados por la familia- eran más importantes. Su editor, sin embargo, consideró que la idea era «demasiado subjetiva» y le sugirió que escribiera un artículo sobre el uso excesivo de antibióticos en la alimentación de los pollos, que tenía el potencial de convertir el estreptococo en la próxima plaga bubónica. Muy a su pesar, Jeremy tuvo que admitir que la sugerencia no carecía de sentido: el editor era vegetariano, y su esposa era increíblemente guapa y tan brillante como el cielo de Alaska en los meses de invierno.

Editores. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la mayoría de ellos eran una panda de hipócritas. Pero, al igual que en casi todas las profesiones, suponía, los hipócritas tendían a ser tanto personas apasionadas como duchas en política -en otras palabras, sobrevivientes corporativos-, lo cual significaba que eran ellos los que no sólo distribuían los trabajos sino los que acababan sufragando los gastos.

Pero quizá, tal y como Nate había sugerido, pronto podría librarse de ese círculo. Bueno, no completamente. Probablemente Alvin tenía razón cuando afirmaba que los productores de programas televisivos no diferían en nada de los editores, si bien al menos en televisión pagaban unos estipendios más elevados, y eso se traducía en la posibilidad de poder permitirse el lujo de elegir los proyectos, en lugar de tener que andar negociando durante casi todo el tiempo. María tenía razón cuando le dijo que trabajaba demasiado y que no creía que fuera capaz de cortar con ese ritmo frenético. Habían transcurrido quince años y seguía trabajando tanto como al principio. Quizá las historias que ahora tocaba eran más interesantes, o le costaba menos colocar sus artículos gracias a las relaciones que había establecido a lo largo de todos esos años, pero ninguno de esos dos motivos cambiaba el reto esencial de tener que buscar incansablemente nuevas historias que despuntaran por su originalidad. Todavía se veía obligado a redactar una docena de columnas para el ScientificAmerican, una o dos investigaciones de cierta calidad, más unos quince artículos de menor importancia al año, algunos de ellos sobre temas de actualidad, según la estación del año. ¿Se acercaba Navidad? Entonces tocaba escribir una historia sobre el verdadero san Nicolás, que nació en Turquía, llegó a ser obispo de Myra, y se hizo famoso por su generosidad, su amor por los niños y su preocupación por los marineros. ¿Se acercaba el verano? Entonces, ¿por qué no escribir una historia sobre o bien (posibilidad a) el calentamiento global y el innegable aumento de 0,8 grados en la temperatura durante los últimos cien años, y el impacto negativo, similar a lo acaecido en el Sahara, que ese cambio provocaría en Estados Unidos, o bien (posibilidad b) la aproximación de una nueva Edad de Hielo a consecuencia del calentamiento global, que convertiría el territorio de Estados Unidos en una enorme tundra helada. Para el Día de Acción de Gracias, en cambio, lo más apropiado era sacar a colación la vida de los colonizadores ingleses denominados «peregrinos», y no hablar únicamente de su gesto de amistad al invitar a cenar a los indios, sino también incluir la caza de brujas de Salem, las epidemias de la viruela, y la desagradable tendencia que tenían esos colonizadores hacia el incesto.