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Había recibido el folleto, que se completaba con unas fotos de la localidad y un par de frases melodramáticas, junto con una carta. Mientras conducía, recordó su contenido.

Apreciado señor Marsh:

Me llamo Doris McClellan, y hace dos años leí su historia en la revista Scientific American acerca del poltergeist que azotaba la mansión de Brenton Manor en Newport, Rhode Island. Rápidamente pensé en escribirle, pero no sé por qué razón no lo hice. Supongo que simplemente cambié de parecer, pero debido al cauce por el que están discurriendo las cosas en mi pueblo en los últimos días, creo que será mejor que le cuente lo que sucede.

No sé si ha oído alguna vez hablar del cementerio de un pequeño pueblo de Carolina del Norte llamado Boone Creek, pero, según cuenta una leyenda, el cementerio está maldito, asediado por los espíritus de antiguos esclavos. En invierno -enero hasta principios de febrero-, unas luces azules parecen danzar encima de las tumbas cuando hay niebla. Algunos dicen que son como luces estroboscopias; otros aseguran que son del tamaño de una pelota de baloncesto. Yo también las he visto, y me recordaron a las luces de colores que hace bastantes años se proyectaban en las paredes y en el techo de las discotecas. El año pasado un grupo de investigadores de la Universidad de Duke se desplazó hasta aquí; creo que eran meteorólogos o geólogos o algo por el estilo. Ellos también vieron las luces, pero no pudieron dar ninguna explicación lógica del fenómeno, y la prensa local publicó un extenso artículo acerca del misterio. Quizá le apetezca escaparse unos días al sur para intentar esclarecer este caso.

Si necesita más información, no dude en llamarme al restaurante Herbs de Boone Creek.

La remitente de la carta agregaba más información de contacto. Jeremy había examinado seguidamente el folleto, elaborado por la Sociedad Histórica local. Leyó unos fragmentos que describían algunas de las casas que se podían ver en la gira, repasó la información sobre el desfile y el baile que iba a tener lugar el viernes por la noche en un granero del pueblo, y enarcó una ceja sorprendido ante el anuncio de que, por primera vez, se realizaría una visita al cementerio el sábado por la noche. En la parte posterior del folleto -rodeado por lo que parecían unos esbozos de la película Casper- se incluían el testimonio de varias personas que habían visto las luces y un extracto de lo que parecía un artículo de prensa. En el centro destacaba una fotografía borrosa de una intensa luz en lo que podía, o no, ser el cementerio (el pie de foto aseguraba que sí que lo era).

No es que el caso se asemejara al de Borely Rectory, la laberíntica rectoría victoriana situada en la ribera norte del río Stour en Essex, Inglaterra, y considerada la casa encantada más famosa de la historia, en la que se podían oír lamentos y gemidos que helaban la sangre a uno, ver a caballeros decapitados, escuchar música de órgano esperpéntica y el melancólico tañer de campanas. No obstante, la historia parecía suficientemente interesante como para despertar su interés.

No pudo encontrar el artículo que Doris mencionaba en la carta -la página electrónica del diario local no disponía de hemeroteca-, así que contactó con varios departamentos de la Universidad de Duke hasta que finalmente consiguió el proyecto original de la investigación. Lo habían redactado tres becarios que estaban realizando estudios de doctorado, y a pesar de que tenía sus nombres y números de teléfono, no vio razón para llamarlos. El informe de la investigación no aportaba ninguno de los detalles que Jeremy esperaba encontrar. En lugar de eso, se limitaba a acreditar la existencia de las luces y el correcto funcionamiento del material que habían empleado los estudiantes; en pocas palabras, ninguna información relevante. Además, si algo había aprendido en los últimos quince años, era a no fiarse del trabajo de nadie excepto del suyo propio.

Sí, ése era el vergonzoso secreto más bien guardado de aquellos que se dedicaban a escribir artículos para revistas. Mientras que todos los periodistas alegaban hacer sus propias investigaciones y la mayoría lo hacía en cierta manera, todavía confiaban demasiado en las opiniones y las verdades a medias que se habían publicado con anterioridad. Por esa razón solían cometer errores con bastante frecuencia, habitualmente pequeños errores, aunque a veces eran más que notables. Cada artículo en cada revista contenía errores, y dos años antes Jeremy había escrito un artículo precisamente sobre ese asunto, exponiendo los hábitos menos laudables de sus compañeros de profesión.

Sin embargo, su editor se negó a publicar el artículo. Y ninguno otra revista mostró el más mínimo interés por el trabajo.

Contempló por la ventana los robles que poco a poco iba dejando atrás en el camino, preguntándose si necesitaba cambiar de profesión, y súbitamente sintió deseos de haber analizado esa historia de los fantasmas de Boone Creek con más profundidad. ¿Y si no existían tales luces? ¿Y si esa mujer que le había escrito la carta lo había engañado? ¿Qué pasaría si la leyenda no diera de sí como para escribir un artículo entero? Sacudió la cabeza varías veces. No, no valía la pena perder el tiempo con esas elucubraciones; ahora ya era tarde. Prácticamente había llegado a la localidad en cuestión, y seguramente Nate debía de estar muy ocupado atendiendo llamadas telefónicas en Nueva York.

En el maletero, Jeremy llevaba todo el material necesario para cazar fantasmas (tal y como se especificaba en el libro Ghost Busters for Real!, un manual que había comprado únicamente por afán de divertirse después de una noche sobrecargada de cócteles). Llevaba una cámara Polaroid, una cámara de 35 mm, cuatro cámaras de vídeo y trípodes, una grabadora y micrófonos, un detector de radiación de microondas, un detector electromagnético, una brújula, gafas de visión nocturna, un ordenador portátil, y otros artilugios similares.

Después de todo, se trataba de hacerlo bien. Cazar fantasmas no era un trabajo para neófitos.

Tal y como era de esperar, su editor se había quejado del elevado coste de los trastos que había adquirido últimamente con la excusa de que eran vitales para llevar a cabo investigaciones de ese calibre. Jeremy le había explicado que la tecnología avanzaba a grandes zancadas y que los artilugios que había comprado el año anterior eran el equivalente a herramientas prehistóricas de piedra y sílex, fantaseando ante la posibilidad de no escatimar gastos y comprar esa mochila especial con rayo láser incluido que Bill Murray y Harold Ramis exhibían en la película Los cazafantasmas. Le habría encantado ver la cara contrariada de su editor frente a ese carísimo juguete. Al final siempre acababa sucediendo lo mismo: su editor, mascando un tallo de apio excitadamente, como si se tratara de un conejo que estuviera bajo los efectos de las anfetaminas, accedía a firmar la factura. Seguramente se pondría de muy mala gaita si la historia acababa apareciendo en televisión en lugar de en su columna.

Sin borrar la sonrisa socarrona de sus labios al imaginar la expresión contrariada de su editor, Jeremy sintonizó diferentes emisoras de radio -rock, hip-hop, country, gospel- antes de decidirse finalmente por un programa en una radio local en el que estaban entrevistando a dos pescadores de platijas, que defendían apasionadamente la necesidad de disminuir el peso de los peces que se les autorizaba pescar. El entrevistador, que parecía sumamente interesado en el tema, hablaba con un marcado timbre nasal. Después de la entrevista escuchó varias cuñas publicitarias sobre las armas y las monedas que se podían admirar en la Logia Masónica de Grifton, y los cambios de última hora en los equipos de las tradicionales carreras automovilísticas Nascar.

El tráfico se incrementó cerca de Greenville, y Jeremy dio un rodeo cerca del campus de la East Carolina University para evitar pasar por el centro de la ciudad. Cruzó las amplias y salobres aguas del río Pamlico y tomó una carretera rural. A medida que se adentraba en el campo, el pavimento se fue estrechando progresivamente, y Jeremy tuvo la sensación de estar prensado entre los áridos campos invernales, los matorrales cada vez más espesos, y alguna que otra granja que aparecía esporádicamente. Unos treinta minutos más tarde, avistó Boone Creek.