Alec negó con la cabeza.
– Porque si vas a vomitar espera a que te traiga una bolsa. Las manchas de esta moqueta se van muy mal. Y el olor a vomitona le quita a la gente las ganas de comer palomitas.
Quienquiera que fuese, permaneció junto a él un momento y después, sin decir palabra, se dio la vuelta y se alejó arrastrando los pies. Cuando regresó habría transcurrido alrededor de un minuto.
– Toma. Regalo de la casa. Bébela despacio, el gas te asentará el estómago.
Alec tomó un vaso de papel perlado de gotas de agua fría, buscó la pajita con la boca y dio un sorbo de Coca-Cola helada y burbujeante. Levantó la vista. El hombre de pie frente a él era alto, de hombros encorvados y cintura fofa. Tenía el pelo oscuro, corto y erizado, y unos ojos pequeños y pálidos que le miraban incómodos detrás de los cristales de las gafas.
Cuando Alec habló no reconoció su propia voz:
– Hay una chica muerta ahí dentro.
El hombre se puso lívido y miró con tristeza en dirección a las puertas de la sala.
– Nunca había venido a esta sesión. Creía que sólo aparecía en las de la noche. Por el amor de Dios, es una película para niños. ¿Qué es lo que pretende?
Alec abrió la boca sin saber lo que iba a decir, seguramente algo sobre la chica muerta, pero en su lugar musitó:
– En realidad no es para niños.
El hombre alto lo miró con expresión algo molesta.
– Pues claro que sí. Es de Walt Disney.
Alec lo observó durante varios segundos y después añadió:
– Usted debe de ser Harry Parcells.
– Pues sí. ¿Cómo lo sabes?
– Lo he adivinado -respondió Alec-. Gracias por la Coca-Cola.
Alec siguió a Harry Parcells detrás del mostrador de palomitas y por una puerta hasta un rellano donde terminaba una escalera. Harry abrió una puerta situada a la derecha y entraron en un pequeño y atestado despacho. El suelo estaba lleno de latas metálicas con rollos de películas, y las paredes, cubiertas de carteles descoloridos, algunos de los cuales se superponían: Forja de hombres, David Copperfield, Lo que el viento se llevó.
– Siento que te haya asustado -dijo Harry dejándose caer pesadamente en una silla de despacho detrás de su mesa-. ¿Seguro que estás bien? Sigues algo pálido.
– ¿Quién es?
– Algo explotó dentro de su cabeza -contestó Harry mientras se apuntaba la sien con un dedo, como si fuera una pistola-. Fue hace seis años, durante El mago de Oz, el estreno. Fue horrible. Solía venir mucho por aquí, era mi cuente más fiel. Hablábamos, bromeábamos…
Su voz pareció perderse, sonaba confundido y alterado. Se retorció las regordetas manos sobre la mesa en frente de él, y entonces dijo:
– Y ahora busca mi ruina.
– Usted la ha visto.
No era una pregunta, sino una afirmación. Harry asintió.
– Pocos meses después de que muriera. Me dijo que no pinto nada aquí. No entiendo por qué quiere asustarme, con lo bien que nos llevábamos. ¿Te dijo a ti que te fueras?
– ¿Por qué viene? -preguntó Alec. Su voz sonaba aún algo ronca y se le antojó una pregunta extraña. Por unos momentos Harry se limitó a mirarlo desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas con cara de total incomprensión.
Después sacudió la cabeza y dijo:
– No es feliz. Murió antes de que acabara El mago de Oz y todavía está triste. Lo comprendo, era una buena película. Yo también me sentiría estafado.
– ¿Hola? -gritó alguien desde el vestíbulo-. ¿Hay alguien ahí?
– ¡Un momento! -respondió Harry, y miró a Alec con expresión dolorida-. La chica que atiende el bar me dijo ayer que se marcha. Sin previo aviso.
– ¿Por el fantasma?
– ¡No, hombre, no! Se le cayó una uña postiza dentro de las palomitas de un cliente y le dije que no volviera a ponérselas para trabajar. Nadie quiere comerse una uña postiza. Me contestó que aquí vienen muchos chicos y que si no puede llevar las uñas postizas prefiere irse, así que ahora tengo que hacerlo yo todo.
Tenía algo en la mano, un recorte de periódico.
– Aquí está su historia -le dijo, y a continuación le dirigió una mirada, no exactamente furiosa, aunque sí tenía mucho de advertencia, y añadió-: Pero no te vayas. Aún tenemos que hablar.
Salió y Alec se le quedó mirando preguntándose a qué se habría debido esa mirada. Después echó un vistazo al recorte de periódico: era una necrológica, la de la chica. E1 papel tenía marcas de dobleces, los bordes desgastados y la tinta descolorida; se notaba que había sido muy manoseado. Se llamaba Imogene Gilchrist y había muerto con diecinueve años. Trabajaba en la papelería de Water Street. La sobrevivían sus padres, Colm y Mary. Amigos y familiares hablaban de su bonita risa y su contagioso sentido del humor. De lo mucho que le gustaba el cine. Veía todas las películas en cuanto se estrenaban, en la primera sesión, y era capaz de recitar de memoria el reparto completo de prácticamente cualquier película, era su particular habilidad. Incluso recordaba los nombres de los actores que tenían un papel de sólo una línea. En el instituto había sido presidenta del club de teatro, había actuado en todas las obras y también se ocupaba de las escenografías y de la iluminación. «Siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine», decía su profesora de teatro. «Con su físico y esa risa… Para hacerse famosa le habría bastado que alguien la hubiera enfocado con su cámara».
Cuando terminó de leer, Alec miró a su alrededor. La oficina seguía vacía. Volvió a mirar la necrológica mientras acariciaba el recorte entre los dedos pulgar e índice. La injusticia de aquello lo puso enfermo y durante un momento sintió una presión en la parte posterior de los globos oculares, un hormigueo, y tuvo la ridícula sensación de que iba a llorar. Sentía que era absurdo vivir en un mundo en el que una muchacha de diecinueve años llena de risas y vida pudiera morir así, sin motivo alguno. La intensidad de lo que sentía era algo absurda, en realidad, teniendo en cuenta que no la conoció mientras estaba viva; pero entonces se acordó de Ray y de la carta de Harry Truman a su madre, de las palabras «murió con valentía, defendiendo la libertad, América está orgullosa de él». Recordó cuando Ray le había llevado a ver Batallón de construcción en ese mismo cine y se habían sentado uno al lado del otro con los pies apoyados en las butacas delanteras y los hombros juntos. «Fíjate en John Wayne», le había dicho Ray. «Haría falta un bombardero para él y otro para sus pelotas». El escozor de los ojos era tan intenso que le resultaba insoportable y le dolía al respirar. Se frotó la nariz húmeda y se concentró en llorar lo más silenciosamente posible.
Se limpió la cara con el faldón de la camisa, dejó la necrológica en la mesa de Harry Parcells y echó un vistazo por la habitación. Miró los carteles y los montones de latas de celuloide. En una esquina había un trozo de película, unos ocho fotogramas, y se preguntó qué sería. Lo cogió para mirarlo de cerca y vio la secuencia de una niña cerrando los ojos y levantando la cara para besar a un hombre que la abrazaba con fuerza. Alec quería ser besado algún día de aquella manera. Tener en la mano un trozo de una película le producía una extraña emoción y, siguiendo un impulso, se la guardó en el bolsillo.
Salió de la oficina al rellano situado al final de las escaleras y miró hacia el vestíbulo. Esperaba ver a Harry detrás del mostrador, atendiendo a algún cliente, pero no había nadie. Dudó, preguntándose dónde habría ido, y mientras lo hacía reparó en un suave zumbido procedente de lo alto de las escaleras. Miró hacia arriba y escuchó un chasquido. Harry estaba cambiando el rollo.
Alec subió las escaleras y entró en la sala de proyección, un compartimento oscuro con techo bajo y dos ventanas cuadradas que daban a la sala. El proyector, una máquina de gran tamaño hecha de acero inoxidable pulido con la palabra VITAPHONE estampada en la funda, apuntaba hacia una de ellas. Harry estaba de pie en un extremo, inclinado hacia delante y mirando a través de la ventana por la que salía la luz del proyector. Oyó a Alec en la puerta y le dirigió una breve mirada. Alec esperaba que le ordenara salir de allí, pero Harry no dijo nada y se limitó a saludarlo con la cabeza y a regresar a su silenciosa ocupación.