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Steven se inclina hacia él rozándole el pecho con el hombro.

– Y ahora ¿qué vas a hacer?

Antes de que llegara el dinero de Steven, Alec habría estado dentro contando las entradas y después habría encendido el proyector. Pero Steven ha contratado a gente para que se ocupe de la taquilla y de la proyección, así que Alec contesta:

– Supongo que me sentaré y veré la película.

– Guárdame un sitio -le dice Steven-. Me temo que no voy a salir de aquí hasta Los pájaros, todavía tengo que atender a la prensa.

Lois Weisel ha instalado una cámara en la parte delantera de la sala, enfocando a los espectadores y preparada para rodar en la oscuridad. Filma al público en distintos momentos, registrando sus reacciones ante El mago de Oz. Éste iba a ser el final de su documental -una sala abarrotada de gente disfrutando de un clásico del siglo XX en un viejo cine bellamente restaurado-, pero las cosas no saldrán según lo planeado.

En las primeras escenas rodadas por Lois se puede ver a Alec sentado en la última fila de la izquierda, con los ojos fijos en la pantalla y sus gafas desprendiendo reflejos azulados en la oscuridad. A su izquierda hay un asiento vacío, el único de toda la sala. En algunos momentos come palomitas, en otros sólo mira con la boca ligeramente entreabierta y expresión casi fervorosa.

Entonces viene una escena en la que aparece vuelto hacia el asiento situado a su izquierda, en el que se ha sentado una mujer de azul. Alec está inclinado sobre ella y no hay duda de que se están besando. Los espectadores que los rodean no les prestan atención, El mago de Oz está a punto de terminar. Lo sabemos porque se oye a Judy Garland recitando una y otra vez las mismas palabras con voz queda y anhelante. Dice… Bueno, ya sabéis lo que dice. Son las seis palabras más bellas jamás pronunciadas en una película.

En la escena que viene a continuación se han encendido las luces y un grupo de personas se arremolina alrededor del cuerpo inerte de Alec, desplomado en la butaca. Steven Greenberg está en el pasillo, histérico, y pidiendo a gritos un médico. Se escucha el llanto de un niño y también un zumbido de fondo procedente de los espectadores, que cuchichean nerviosos. Pero ésta no es la escena que importa, sino la inmediatamente anterior.

Sólo dura unos segundos, unos pocos cientos de fotogramas que muestran a Alec con su acompañante sin identificar y que le reportarán a Lois fama y, por supuesto, dinero. Se emitirá en programas de televisión dedicados a fenómenos inexplicables, todos aquellos fascinados por lo sobrenatural la verán una y otra vez. Será estudiada, comentada, refutada, confirmada y celebrada. Veámosla de nuevo.

Él se inclina sobre ella. Ella alza la cara hacia la suya y cierra los ojos. Es muy joven y se entrega por completo. Alec se ha quitado las gafas y la sujeta con suavidad por la cintura. Es el beso con el que todos soñamos, un beso de cine. Y, de fondo, la voz infantil y animosa de Dorothy llena la oscuridad de la sala. Dice algo sobre volver a casa. Algo que todos conocemos.

La ley de la gravedad

Cuando yo tenía doce años mi mejor amigo era hinchable. Se llamaba Arthur Roth, lo que lo convertía además en un hebreo hinchable, aunque en nuestras charlas ocasionales sobre la vida en el más allá no recuerdo que adoptara una postura especialmente judía. Charlar era lo que más hacíamos -pues, dada su condición, las actividades al aire libre estaban descartadas- y el tema de la muerte y lo que puede haber después de ella surgió más de una vez. Creo que Arthur sabía que tendría suerte si sobrevivía al instituto. Cuando le conocí ya había estado a punto de morir una docena de veces, una por cada año de vida, así que el más allá siempre estaba en sus pensamientos; y también la posible inexistencia del mismo.

Cuando digo que charlábamos quiero decir que nos comunicábamos, discutíamos, intercambiábamos insultos y elogios. Para ser exactos, era yo el que hablaba. Art no podía, porque no tenía boca. Cuando tenía algo que decir lo escribía. Llevaba siempre una libreta colgada del cuello con un hilo de bramante y ceras en el bolsillo. Los trabajos de clase y los exámenes los hacía siempre con cera, pues el lector entenderá lo peligroso que puede resultar un lápiz afilado para un niño de poco más de cien gramos de peso hecho de plástico y relleno de aire.

Creo que una de las razones por las que nos hicimos tan amigos fue porque sabía escuchar, y yo necesitaba a alguien que me escuchara. Mi madre no estaba y con mi padre no podía hablar. Mi madre se marchó cuando yo tenía tres años y envió a mi padre una carta desde Florida, confusa e incoherente, sobre pecas, rayos gamma, sobre la radiación que emiten los cables de alta tensión y sobre cómo un antojo que tenía en el dorso de la mano izquierda se le había extendido por el brazo hasta el hombro. Después de eso, sólo un par de postales, y luego, nada.

En cuanto a mi padre, padecía migrañas y por las tardes se sentaba a ver telenovelas en la penumbra del cuarto de estar, con ojos vidriosos y tristes. No soportaba que nadie lo molestara, así que no se le podía decir nada; hasta intentarlo era un error.

– Bla, bla, bla -decía, interrumpiéndome a mitad de frase-. La cabeza me está matando y aquí estás tú con tu bla, bla, bla.

Pero a Art sí le gustaba escuchar y, a cambio, yo le brindaba mi protección. Los otros chicos me tenían miedo porque me había forjado una mala reputación. Tenía una navaja automática y a veces me la llevaba al instituto y se la enseñaba a los otros chicos para mantenerlos asustados. Lo cierto es que el único lugar donde la clavaba era en la pared de mi habitación. Me gustaba tirarme sobre la cama, lanzarla contra el aglomerado y escuchar cómo la punta se hundía con un sonido seco.

Un día que Art estaba de visita y vio las muescas en la pared se lo expliqué, una cosa llevó a la otra y antes de que me diera cuenta me estaba pidiendo que le dejara tirar a él.

– Pero ¿qué te pasa? -le dije-. ¿No tienes nada dentro de la cabeza o qué? Olvídalo, ni hablar.

Sacó una pintura de cera naranja y escribió:

«Pues por lo menos déjame mirar».

Abrí la navaja y se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. En realidad todo lo miraba así, pues sus ojos eran de cristal duro y estaban pegados a la superficie de su cara. No podía pestañear ni nada. Pero esta mirada era distinta, me di cuenta de que estaba realmente fascinado.

Escribió:

«Tendré cuidado. Te lo prometo. ¡Por favor!».

Se la pasé y la apoyó en el suelo para meter la hoja y apretó el botón para que volviera a salir. Se estremeció y se quedó mirando la navaja en su mano. Y entonces, sin previo aviso, la lanzó hacia la pared. Obviamente no se clavó por la punta, hace falta práctica para eso y él no la tenía, y, para ser sinceros, nunca la tendría. Así que la navaja rebotó y salió disparada en su dirección. Art saltó a tal velocidad que fue como ver a un espíritu abandonando un cuerpo. La navaja aterrizó en el suelo, en el preciso lugar donde había estado, y después rodó debajo de mi cama.

Bajé a Art del techo de un tirón y escribió:

«Tenías razón, ha sido una estupidez. Soy un pringado, un capullo».

– Desde luego -dije yo.

Pero no era ninguna de las dos cosas. Mi padre sí que es un pringado, y los chicos del instituto, unos capullos; pero Art era diferente, todo corazón. Y lo único que quería era gustar a los demás.

En honor a la verdad, debo añadir que era la persona más inofensiva que he conocido. No sólo no habría hecho daño a una mosca, es que no podía. Si levantaba la mano para dar un manotazo a alguna, ésta seguía volando tan tranquila. Era como una especie de santo en una historia bíblica, alguien capaz de sanar a la gente con las manos. Y ya sabéis cómo terminan esa clase de historias en la Biblia. Sus protagonistas no viven mucho tiempo, porque siempre aparece el pringado o el capullo de turno que les pincha con un clavo y se queda mirándolos mientras se desinflan poco a poco.