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Art tenía algo especial, algo que hacía que los otros chicos se sintieran naturalmente impulsados a pegarle. Era nuevo en el instituto, pues sus padres acababan de mudarse a la ciudad. Eran normales, tenían sangre en las venas, no aire. Art padecía uno de esos desórdenes genéticos que juegan a la rayuela con las generaciones, como la enfermedad de Tay-Sachs (una vez me contó que tuvo un tío abuelo, también hinchable, que al ir a saltar sobre un montón de hojas secas explotó tras pincharse con el diente de un rastrillo enterrado). En el primer día de curso, la señora Gannon le hizo ponerse de pie delante de toda la clase y nos lo explicó todo mientras él, avergonzado, balanceaba la cabeza.

Era blanco, pero no de raza caucásica, sino blanco como el malvavisco, o como Casper. Una costura le recorría la cabeza y los costados del cuerpo, y debajo de un brazo tenía un pezón de plástico por donde se le podía inflar.

La señora Gannon nos dijo que debíamos evitar a toda costa correr con tijeras o bolígrafos en la mano, ya que un pinchazo podría matarlo. Además no podía hablar; todos debíamos tenerlo en cuenta. Sus aficiones eran los astronautas, la fotografía y las novelas de Bernard Malamud.

Antes de invitarlo a ocupar su sitio le pellizcó suavemente en el hombro para darle ánimos y cuando hundió los dedos en él Art emitió un ligero silbido. Era el único sonido que salía de él. Si se doblaba era capaz de producir pequeños chirridos y gemidos, y cuando otras personas le apretaban dejaba escapar un suave pitido musical.

Caminó balanceándose hasta el fondo del aula y se sentó en una silla vacía que había a mi lado. Billy Spears, que estaba justo detrás de él, estuvo dándole capirotazos toda la mañana. Las dos primeras veces Art hizo como que no se daba cuenta, pero luego, cuando la señora Gannon no miraba, le escribió una nota a Billy:

«¡Para, por favor! No quiero chivarme a la señora Gannon, pero darme capirotazos es peligroso. Piénsalo».

Billy le escribió:

«Como te pases, no quedará de ti ni para un parche de rueda de bicicleta. Piénsalo».

A partir de ahí las cosas no fueron fáciles para Art. En las clases de biología en el laboratorio su pareja era Cassius Delamitri, que repetía sexto curso por segunda vez. Era un chico gordo con cara fofa y expresión ceñuda y una desagradable capa de pelusa negra sobre los labios siempre fruncidos.

Ese día tocaba destilar madera, para lo que había que usar mecheros de gas, así que Cassius hacía el experimento mientras Art le escribía notas de ánimo:

«No me puedo creer que suspendieras este experimento el año pasado. ¡Lo sabes hacer perfectamente!».

Y:

«Mis padres me compraron un juego de química por mi cumpleaños. Un día podías venir a casa y jugar conmigo a los científicos locos, ¿eh?».

Después de dos o tres notas como éstas Cassius llegó a la conclusión de que Art era homosexual… sobre todo cuando le habló de jugar a los médicos o algo por el estilo. Así que cuando el profesor estaba distraído ayudando a otros alumnos Cassius empujó a Art debajo de la mesa y le ató alrededor de una de las patas de madera con un nudo corredizo y sibilante. Cabeza, brazos, el cuerpo, todo. Cuando el señor Milton preguntó dónde había ido Art, Cassius contestó que creía que estaba en el cuarto de baño.

– ¿Ah sí? -preguntó el señor Milton-. Pues qué alivio. Ni siquiera estaba seguro de que ese chico pudiera ir al cuarto de baño.

En otra ocasión, John Erikson sostuvo a Art cabeza abajo durante el recreo y le escribió BOLSA DE COLESTOMÍA, en vez de COLOSTOMÍA, en el estómago, con rotulador indeleble. Para cuando se le borró ya era primavera.

«Lo peor ha sido que mi madre lo ha visto. Ya es malo que tenga que saber que me pegan todos los días, pero es que encima le disgustó que estuviera mal escrito».

Y añadió:

«No sé qué pretende ella. Estamos en sexto curso. ¿Es que se le ha olvidado lo que es el sexto curso? Lo siento, pero, seamos realistas: ¿qué probabilidades tengo de que me acabe dando una paliza el campeón nacional de ortografía?».

– Con la carrera que llevas -le contesté yo-, me temo que muchas.

Así es como Art y yo nos hicimos amigos:

Durante los recreos yo siempre me quedaba en los toboganes solo, leyendo revistas deportivas. Estaba cultivando mi reputación como delincuente y posible traficante de drogas. Para fomentar esta imagen, siempre vestía una chaqueta vaquera negra y no hablaba con nadie ni hacía amigos.

Subido en lo alto del laberinto trepador -una estructura con forma de cúpula situada en un extremo del patio de asfalto del colegio- me encontraba a casi tres metros del suelo y podía ver todo el recinto. Un día vi a Billy Spears haciendo el tonto con Cassius Delamitri y John Erikson. Billy tenía una pelota y un bate y los tres intentaban meterla por una ventana del segundo piso. Al cabo de apenas quince minutos John Erikson tuvo suerte y acertó. Cassius dijo:

– ¡Mierda! Nos hemos quedado sin pelota. Necesitamos otra cosa para lanzar.

– ¡Eh! -gritó Billy-. ¡Mirad! ¡Ahí está Art!

Corrieron hacia Art, que intentó esquivarlos, y Billy comenzó a lanzarlo por los aires y a golpearlo con el bate para comprobar hasta dónde llegaba. Cada vez que le daba a Art con el bate éste dejaba escapar un ruido elástico: ¡zis! Se elevaba, planeaba unos instantes y después se posaba suavemente en el suelo. En cuanto sus talones tocaban tierra echaba a correr, pero el pobre no tenía precisamente alas en los pies. John y Cassius pronto se unieron a la diversión dándole puntapiés y compitiendo por ver quién lo lanzaba más alto.

Poco a poco, fueron empujándolo hasta donde yo me encontraba y Art logró liberarse el tiempo suficiente como para refugiarse debajo de las barras. Pero Billy lo alcanzó, y golpeándolo en el culo con el bate, lo lanzó de nuevo por los aires.

Art flotó hasta lo alto de la cúpula y cuando su cuerpo tocó las barras metálicas se quedó atascado boca arriba, por la electricidad estática.

– ¡Eh! -aulló Billy-. ¡Pásanoslo!

Hasta ese momento, Art y yo nunca habíamos estado frente a frente. Aunque teníamos asignaturas comunes e incluso nos sentábamos juntos en la clase de la señora Gannon, no habíamos cruzado palabra. Él me miraba con sus enormes ojos de plástico y su cara triste y blanca, y yo le devolví la mirada. Cogió la libreta que llevaba colgada al cuello, garabateó algo con tinta verde primavera, arrancó la hoja y me la enseñó.

«No me importa lo que me hagan, pero ¿te importaría marcharte? No me gusta tener público cuando me están pegando».

– ¿Qué está escribiendo? -gritó Billy.

Mi vista pasó de la nota a Art y de ahí hacia los chicos que estaban abajo. Entonces me di cuenta de que podía olerlos, a los tres, un olor húmedo y humano, un hedor agridulce a sudor que me revolvió el estómago.

– ¿Por qué no lo dejáis en paz?

– Nos estamos divirtiendo un rato -contestó Billy.

– Queremos ver hasta dónde puede subir -añadió Cassius-. Deberías bajar. ¡Vamos a lanzarlo hasta el puto tejado del colegio!

– Se me ocurre algo más molón -dije, pensando que la palabra «molón» es perfecta si quieres que otros chicos te consideren un psicópata retrasado mental-. ¿Qué tal si jugamos a ver si puedo mandar vuestros culos sebosos al tejado del colegio de una patada?

– ¿A ti qué te pasa? -preguntó Billy-. ¿Estás con la regla o qué?

Agarré a Art y bajé al suelo de un salto. Cassius palideció y John Erikson retrocedió unos pasos. Yo seguía sujetando a Art debajo del brazo, con los pies apuntando hacia ellos y la cabeza en sentido contrario.