– Sois unos mierdas -dije, porque no siempre es el momento de decir algo gracioso. Y les di la espalda, temiendo sentir de un momento a otro la pelota de Billy en la nuca, pero éste no hizo nada, y seguí caminando.
Fuimos hasta el campo de béisbol y nos sentamos en la base de lanzamiento. Art me escribió una nota dándome las gracias y otra diciendo que no tenía por qué haber hecho lo que hice, pero que se alegraba de ello y que me debía una. Me metí las dos notas en el bolsillo después de leerlas, sin pensar por qué lo hacía. Esa noche, solo en mi habitación, saqué una bola de papel de notas arrugado del bolsillo, un bulto del tamaño de un limón, las separé, las alisé sobre la cama y volví a leerlas. No tenía ninguna razón para no tirarlas, pero en lugar de eso empecé a coleccionarlas. Era como si una parte de mí supiera ya entonces que cuando Art no estuviera allí necesitaría algo que me lo recordara. Durante el año siguiente guardé cientos de notas, algunas de las cuales eran sólo un par de palabras, y otras, auténticos manifiestos de seis páginas. Todavía conservo la mayoría, desde la primera que me escribió, la que empieza:
«No me importa lo que me hagan».
Hasta la última, la que termina:«Quiero saber si es verdad. Si al final del todo el cielo se abre».
Al principio a mi padre no le gustaba Art, pero cuando lo conoció mejor lo odió directamente.
– ¿Por qué anda de puntillas? -me preguntó-. ¿Es que es un hada o algo así?
– No, papá. Es que es hinchable.
– Pues se comporta como un hada. Así que espero que no andéis haciendo mariconadas en tu cuarto.
Art se esforzaba por gustarle, intentó convertirse en amigo de mi padre, pero cada cosa que hacía era malinterpretada, cada cosa que decía, malentendida. Una vez mi padre comentó algo sobre una película que le gustaba y Art le escribió una nota diciendo que el libro era todavía mejor.
– Se cree que soy analfabeto -fue el comentario de mi padre en cuanto Art se marchó.
En otra ocasión, Art reparó en una pila de neumáticos gastados amontonados detrás de nuestro garaje y le habló a mi padre de un programa de reciclaje que tenían en Sears. Si llevabas los neumáticos viejos te hacían un descuento del 20 por ciento en unos nuevos.
– Se cree que somos unos muertos de hambre -se quejó mi padre antes de que Art tuviera tiempo de salir por la puerta-. El mocoso ese.
Un día llegamos del colegio y nos encontramos a mi padre sentado frente a la televisión con un pitbull a sus pies. £1perro salió disparado ladrando histérico y saltó sobre Art. Sus pezuñas arañaban y patinaban por su pecho de plástico. Art se apoyó en mi hombro para darse impulso y saltó hacia el techo. Era capaz de saltar cuando era necesario. Una vez arriba, se agarró al ventilador -que por suerte estaba apagado- y permaneció allí, sujeto a una de las aspas, mientras el pitbull ladraba y saltaba debajo de él.
– Pero ¿qué es esto? -pregunté.
– Nuestro nuevo perro -contestó mi padre-. Como tú querías.
– Esto no es un perro -repuse yo-, sino una licuadora con pelo.
– ¡Escucha! ¿Quieres ponerle un nombre o lo hago yo? -preguntó mi padre.
Art y yo nos escondimos en mi habitación y barajamos posibles nombres.
– Copo de nieve -propuse-. Terrón, Rayo de sol.
«¿Qué tal Feliz? Suena bien, ¿no?».
Estábamos bromeando, pero lo de Feliz no tenía ninguna gracia. En sólo una semana Art y yo tuvimos al menos tres encontronazos potencialmente mortales con el desagradable perro de mi padre.
«Si me clava los dientes se acabó. Me dejará como un colador».
Era imposible enseñar a Feliz a hacer fuera sus necesidades, dejaba sus cagadas por todo el cuarto de estar y era difícil distinguirlas por el color marrón de la moqueta. En una ocasión mi padre pisó una con los pies descalzos y se puso como loco. Persiguió a Feliz escaleras abajo con un mazo de croquet, y al intentar golpearlo hizo un agujero en la pared y, al coger impulso hacia atrás, rompió varios platos que había en la encimera de la cocina.
Al día siguiente construyó una perrera con cadena en el lateral del jardín. Feliz entró y se quedó allí.
Para entonces, sin embargo, a Art le daba miedo venir a casa y prefería que nos viéramos en la suya. Yo no veía por qué. Estaba mucho más lejos andando desde el colegio, mientras que mi casa se hallaba justo a la vuelta de la esquina.
– ¿Qué te preocupa? -le pregunté-. Está encerrado. Como supondrás, no va a aprender a abrir la puerta.
Art lo sabía… pero seguía sin querer venir a casa, y cuando lo hacía solía traer un par de parches de rueda de bicicleta, por si acaso.
Una vez que empezamos a ir todos los días a casa de Art y eso se convirtió en una costumbre, me preguntaba por qué no había querido hacerlo antes. Me habitué a la caminata, la hice tantas veces que llegué a olvidarme de lo larga -lo interminable- que era. Incluso esperaba con ilusión ese paseo vespertino por las serpenteantes calles de las afueras, dejando atrás viviendas al estilo Disney en variedad de tonos pasteclass="underline" limón, nácar, mandarina. Mientras recorría el camino que separaba mi casa de la de Art, tenía la impresión de que me internaba en una zona donde la paz y el orden eran cada vez mayores, y que en el corazón de todo ello estaba Art.
Art no podía correr, hablar o acercarse a nada puntiagudo, pero en su casa no nos aburríamos. Veíamos la televisión. Yo no era como el resto de los niños, no sabía nada de televisión. Ya he mencionado que mi padre padecía fuertes migrañas y estaba de baja por invalidez. Vivía literalmente en la sala de estar y acaparaba el televisor todo el día, pues seguía cinco telenovelas diferentes. Yo trataba de no molestarlo y rara vez me sentaba con él, ya que notaba que mi presencia lo distraía en un momento en que necesitaba concentración.
Art habría accedido a ver cualquier cosa que yo quisiera, pero a mí se me había olvidado para qué servía un mando a distancia y era incapaz de elegir un canal, no sabía cómo hacerlo debido a la falta de costumbre. Art era fan de la NASA, así que veíamos todo lo relacionado con el espacio, sin perdernos un solo lanzamiento de cohete. Art me escribió:«Quiero ser astronauta. Me adaptaría sin problemas a la falta de gravedad. De hecho, soy prácticamente ingrávido».
Eso fue durante un programa sobre la Estación Espacial Internacional en que hablaban de lo duro que es para los seres humanos pasar demasiado tiempo en el espacio exterior. Los músculos se atrofian y el corazón se reduce a una tercera parte de su tamaño.
«Cada vez son más las ventajas de enviarme a mí al espacio. No tengo músculos que se me puedan atrofiar. No tengo un corazón que se pueda encoger. No lo dudes, soy el astronauta ideal. Lo mío es estar en órbita».
– Sé de alguien que te podría ayudar. Voy a llamar a Billy Spears. Tiene un cohete que está deseando meterte por el culo. Le he oído comentarlo.
Art me dirigió una mirada dolida y garabateó una respuesta de cinco palabras.
Pero no siempre podíamos quedarnos tirados viendo la tele. El padre de Art era profesor de piano y daba clases a niños pequeños en un piano de media cola que había en el cuarto de estar, con el televisor. Así que si tenía alumnos debíamos buscar otra ocupación, por lo general ir a la habitación de Art a jugar con el ordenador, aunque después de veinte minutos de escuchar el ding ding de campanita del lugar en tono agudo y desafinado a través del tabique nos intercambiábamos miradas furiosas y salíamos por la ventana sin necesidad de cruzar palabra.
Los padres de Art se dedicaban a la música, la madre era violonchelista. Habían tenido la esperanza, pronto transformada en decepción, de que también Art aprendiera a tocar un instrumento:«Ni siquiera puedo tocar el silbato, me escribió en una ocasión».