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Algunas de sus mejores fotografías estaban hechas desde poca altura, instantáneas tomadas a sólo unos metros de distancia del suelo. Una vez cogió tres globos y voló por encima de la caseta donde Feliz estaba atado, en el lateral del jardín de mi casa. Feliz se pasaba los días encerrado en su perrera, ladrando, frenético, a las mujeres que paseaban con sus cochecitos de bebé, al camión de los helados, a las ardillas. Había escarbado la tierra de su recinto hasta convertirla en un barrizal en el que se apilaban montones de mierda seca, y allí, en el centro de ese asqueroso paisaje marrón, estaba Feliz, y en todas las fotos aparecía erguido sobre sus patas traseras, con la boca abierta, dejando ver una cavidad rosa y los ojos fijos en las deportivas de Art.

«Me da pena. Vaya un sitio para vivir».

– Deja de pensar con el culo -le respondí-. Si se dejara sueltas a criaturas como Feliz, el mundo entero sería igual que ese barrizal. No quiere vivir en ninguna otra parte. La idea que tiene Feliz del paraíso es un jardín sembrado de mierdas y barro.

«No estoy de acuerdo en absoluto, me escribió Arthur, pero el paso del tiempo no ha suavizado mi opinión a este respecto».

Estoy convencido de que, por regla general, a las criaturas como Feliz -me refiero tanto a perros como a personas-, aunque viven en su mayor parte en libertad en lugar de encerrados, lo que realmente les gusta es un mundo lleno de barro y heces, un mundo donde ni Art ni nadie como él tienen cabida, un mundo en el que no se habla de Dios ni de otros mundos más allá de éste y donde la única comunicación son los ladridos histéricos de perros hambrientos y llenos de odio.

Una mañana de sábado de mediados de abril mi padre abrió la puerta de mi habitación y me despertó tirándome encima las zapatillas deportivas.

– Tienes que estar en el dentista dentro de media hora, así que mueve el culo.

Fui andando -el dentista estaba sólo a unas cuantas calles-, y llevaba veinte minutos sentado en la sala de espera, frito del aburrimiento, cuando recordé que le había prometido a Art que iría a su casa en cuanto me levantara. La recepcionista me dejó usar el teléfono para llamarle.

Contestó su madre.

– Acaba de ir a tu casa a buscarte -me dijo.

Llamé a mi padre.

– Por aquí no ha venido -me dijo-. No lo he visto.

– Estate pendiente.

– Oye, mira, me duele la cabeza y Art sabe llamar al timbre.

Me senté en la silla del dentista con la boca abierta de par en par y sabor a sangre y a menta, preocupado e impaciente por salir de allí. Tal vez no confiara en que mi padre se portara bien con Art si yo no estaba delante. La ayudante del dentista no hacía más que tocarme el hombro y decirme que me relajara.

Cuando por fin hube terminado y salí a la calle, el azul vivido y profundo del cielo me desorientó un poco. El sol cegador me hacía daño en los ojos. Llevaba dos horas levantado y aún estaba adormilado y entumecido, no me había despertado del todo. Eché a correr.

Lo primero que vi al llegar a casa fue a Feliz, suelto y fuera de su perrera. Ni siquiera me ladró, estaba tumbado boca abajo en la hierba, con la cabeza entre las patas. Me volví y vi a Art en el asiento trasero de la ranchera de mi padre, golpeando los cristales con las manos. Me acerqué y abrí la puerta y en ese instante Feliz echó a correr ladrando enloquecido. Agarré a Art por los dos brazos, me di la vuelta y salí huyendo mientras los colmillos de Feliz se clavaban en la pernera de mi pantalón. Escuché el feo sonido de un desgarrón, me tambaleé unos segundos y seguí corriendo.

Corrí hasta que me dolió el costado y hube perdido de vista al perro, al menos seis calles más allá, hasta dejarme caer en el jardín de algún vecino. La pernera de mi pantalón estaba rasgada desde la rodilla hasta el tobillo. Entonces miré a Art y me estremecí. Estaba tan sin resuello que sólo acerté a emitir un leve chillido, como solía hacer siempre Art.

Su cuerpo había perdido por completo su blancura de malvavisco y ahora era de un tono marrón oscuro, como si lo hubieran tostado ligeramente. Se había desinflado hasta perder cerca de la mitad de su volumen normal y tenía la barbilla hundida en el tronco, incapaz de mantener la cabeza erguida.

Art se encontraba cruzando el jardín delantero de mi casa cuando Feliz salió de su escondite, bajo uno de los setos. En ese primer momento crucial Art fue consciente de que no podría escapar del perro corriendo y de que si lo intentaba acabaría lleno de pinchazos mortales, así que en lugar de eso saltó a la ranchera y una vez dentro cerró la puerta.

Las ventanas eran automáticas, no había manera de bajarlas y cada vez que intentaba abrir una puerta, Feliz trataba de meter el hocico y morderle. Fuera hacía veinte grados y dentro del coche más de treinta y Art vio desesperado cómo Feliz se tumbaba en la hierba junto a la ranchera a esperar a que saliera.

Así que Art siguió allí sentado mientras desde la distancia llegaba el ronroneo de las cortadoras de césped. Pasaban las horas y Art empezaba a marchitarse, a sentirse enfermo y aturdido. Su piel de plástico se pegaba a los asientos.

«Entonces llegaste tú y me salvaste la vida».

Pero la vista se me nublaba y mojé su nota con mis lágrimas. No había llegado a tiempo. En absoluto.

Art nunca volvió a ser el mismo. Su piel se quedó de un color amarillo vaporoso y le resultaba difícil mantenerse hinchado. Sus padres lo inflaban y durante un rato estaba bien, el cuerpo henchido de oxígeno, pero pronto volvía a quedarse flácido y sin fuerzas. Tras echarle un vistazo, su médico recomendó a sus padres que no pospusieran el viaje a Disneylandia.

Yo tampoco era el mismo. Me sentía desgraciado, perdí el apetito, me dolía el estómago y pasaba las horas triste y meditabundo.

– Cambia esa cara de una vez -me dijo mi padre una noche mientras cenábamos-. La vida sigue. Ponte las pilas.

Era lo que estaba haciendo. Sabía perfectamente que la puerta de la perrera no se abría sola, así que pinché todas las ruedas de la ranchera y dejé mi navaja clavada en una de ellas para que mi padre no tuviera dudas acerca de quién había sido. Llamó a la policía e hizo que me arrestaran. Los agentes me hicieron subir a su furgón, me dieron una charla y luego me dijeron que me llevarían de vuelta a casa si «me comprometía a obedecer las normas». Al día siguiente encerré a Feliz en la ranchera y se cagó en el asiento del conductor. Por su parte, mi padre cogió todos los libros que Art me había recomendado, el de Bernard Malamud, el de Ray Bradbury, el de Isaac Bashevis Singer, y los quemó en la barbacoa del jardín.

– ¿Qué te parece, listillo? -me preguntó mientras los rociaba con gasolina.

– Me parece estupendo -le contesté-. Los cogí con tu carné de la biblioteca.

Ese verano dormí muchas noches en casa de Art.

«No estés enfadado. No es culpa de nadie, me escribió».

– Vete a cagar -fue toda mi respuesta, pero es que no podía decir nada más, porque sólo con mirarle me entraban ganas de llorar.

***

A finales de agosto Art me llamó. Quería que nos encontráramos en Scarswell Cove, a más de seis kilómetros cuesta arriba, pero al cabo de varios meses de patearme el camino hasta su casa después del colegio, yo estaba bien entrenado. Tal y como me pidió, llevé un montón de globos.