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Conservaba su antigua piel como un abrigo, la piel que había tenido cuando era humano. Cuatro de sus seis patas asomaban por hendiduras de una capa de carne húmeda, blancuzca, salpicada de granos y lunares, siniestra y maloliente. La visión de su antigua y ya desprendida piel le provocó un breve momento de éxtasis y pensó: «Al cuerno con ella». Estaba tumbado de espaldas, y las patas -segmentadas y articuladas de modo que podía doblarlas hacia atrás- se agitaban impotentes sobre su cuerpo. Estaban recubiertas de cerdas curvas de color verde brillante, tan relucientes como el cromo pulido, y en la luz oblicua que se colaba por las ventanas de su dormitorio despedían ráfagas de enfermiza iridiscencia. Sus extremidades terminaban en curvos ganchos de grueso esmalte negro, guarnecidos con un millar de pelillos afilados como cuchillas.

Francis no estaba despierto del todo. Temía el momento en que su cabeza se despejara por completo y la ilusión se desvaneciera. Su piel de nuevo en su sitio, la apariencia de insecto desaparecida y tan sólo el recuerdo de un intenso sueño que había persistido varios minutos después de despertar. Pensó que si resultaba que sólo lo estaba imaginando la decepción acabaría con él, no podría soportarla. Como mínimo, tendría que faltar a clase.

Entonces recordó que tenía planeado hacerlo de todas formas. Huey Chester creyó que lo estaba mirando en plan maricón en el vestuario, después de gimnasia, cuando los dos se estaban cambiando. Por eso sacó una mierda del retrete con ayuda de un bastón de lacrosse y se la tiró a Francis para que aprendiera lo que podía pasarle si se dedicaba a mirar a los tíos, y le resultó tan divertido que decidió que deberían instituirlo como nuevo deporte. Huey y otros chicos estuvieron discutiendo sobre cómo llamarlo. Esquiva-la-mierda tuvo bastante éxito; tiro-con-mierda también. Fue en ese momento cuando Francis decidió que más le valía mantenerse alejado de Huey Chester y del gimnasio -o incluso del colegio en general- durante un par de días.

Hubo un tiempo en que le había gustado a Huey; o no exactamente gustado, pero sí que disfrutaba presumiendo de él delante de los demás. Eso fue en cuarto curso. El verano anterior Francis lo había pasado con su tía abuela Reagan en un remolque en Tuba City. Reagan escaldaba grillos en melaza y los servía de merienda. Era algo fascinante verlos cocerse. Francis se inclinaba sobre el suave borboteo de la cacerola de melaza, que desprendía un olor alquitranado y dulzón, y entraba en una suerte de delicioso trance observando la lenta agonía de los grillos mientras se ahogaban. Disfrutaba comiendo aquellos grillos de caramelo, dulces y crujientes por fuera y aceitosos y con sabor a hierba por dentro. También disfrutaba viviendo con Reagan, y le habría gustado quedarse con ella para siempre pero, claro, al final tuvo que marcharse con su padre cuando éste fue a buscarlo.

Así que un día en el colegio le habló a Huey de los grillos y Huey quiso ver cómo era aquello, pero como no tenían ni melaza ni grillos, Francis atrapó una cucaracha y se la comió viva. Sabía salada y amarga, con un regusto áspero y metálico, asqueroso a decir verdad. Pero Huey se rió y Francis sintió un orgullo tan intenso que durante un instante no fue capaz de respirar; igual que un grillo ahogándose en melaza, se asfixiaba en una dulzura intensa.

Después de aquello, Huey convocó a sus amigos a un espectáculo de terror en el patio del colegio. Le llevaron cucarachas a Francis y éste se las comió. Se metió una polilla de hermosas alas verde pálido en la boca y la masticó despacio; los niños le preguntaron qué sentía y a qué sabía la polilla. «Hambre», contestó a la primera pregunta, y a la segunda: «A césped». Después vertió miel en el suelo para atraer a las hormigas y cuando estuvieron dentro de aquel montón de ámbar brillante las inhaló con ayuda de una paja. Las hormigas subieron una a una por el tubo de plástico haciendo un ruido seco. Los espectadores rompieron en murmullos de admiración y Francis sonrió feliz, embriagado por su recién estrenada popularidad.

Lo malo fue que no sabía lo que significa ser famoso, y se equivocó al calcular la capacidad de aguante de sus admiradores. Una tarde capturó moscas que revoloteaban alrededor de una caca de perro solidificada y se las tragó todas juntas. De nuevo, los gemidos de quienes se habían acercado a mirar lo entusiasmaron. Pero tragarse moscas que venían de comer mierda era distinto que comer hormigas rebozadas en miel. Lo segundo resultaba asquerosamente divertido, lo primero era patológicamente inquietante. Después de aquello empezaron a llamarle comemierda y escarabajo pelotero, un día alguien le metió una rata muerta en la tartera y en clase de biología Huey y sus amigos lo atacaron con salamandras a medio diseccionar mientras el señor Krause estaba fuera del laboratorio.

Francis paseó la vista por el techo. Tiras de papel matamoscas curvadas por el calor se mecían en la brisa que generaba un ventilador viejo y ruidoso en una esquina. Vivía solo con su padre y la novia de éste en la trastienda de una gasolinera. Las ventanas de su cuarto daban a un sumidero rebosante de basura y rodeado de arbustos y maleza, la parte trasera del vertedero municipal. Al otro lado del sumidero había una ligera pendiente y, más allá, las casas rojas donde algunas noches todavía encendían La Bomba. La había visto una vez, a los ocho años: cuando se despertó el viento golpeaba el muro trasero de la gasolinera y plantas rodadoras volaban por el aire. De pie sobre su cama para poder mirar por la ventana situada a mayor altura, vio el sol saliendo por el oeste a las dos de la madrugada, una bola gaseosa de luz de neón de color sangre que se elevaba dejando una fina estela de humo en el cielo. La miró hasta que el dolor que sentía detrás de los ojos se hizo demasiado intenso.

Se preguntó si sería tarde. No tenía reloj, pues llegar a tiempo a los sitios había dejado de preocuparlo. Sus profesores rara vez se daban cuenta de si estaba o no en clase o de si entraba por la puerta. Se concentró en escuchar algún ruido procedente del mundo exterior y oyó la televisión, lo que quería decir que Ella se había despertado. Ella era la corpulenta novia de su padre, una mujer de gruesas piernas y venas varicosas, que pasaba los días tumbada en el sofá.

Estaba hambriento, así que pronto tendría que levantarse. Fue entonces cuando reparó en que seguía siendo un insecto, una constatación que lo sorprendió y lo excitó. Su vieja piel se había deslizado de sus brazos y colgaba como una masa de goma de sus… -¿qué eran aquellas cosas?, ¿hombros?-; bien, en cualquier caso a sus pies yacía algo parecido a una sábana arrugada hecha de un material sintético y elástico. Quiso levantarse, ponerse de pie y echar un vistazo a su vieja piel. Se preguntó si encontraría su cara en ella, una máscara apergaminada con aberturas para los ojos.

Intentó apoyarse en la pared para poder girarse, pero sus movimientos eran descoordinados y las piernas se agitaban y movían en todas las direcciones excepto en la que quería. Mientras luchaba con sus articulaciones sintió una creciente presión gaseosa en la mitad inferior del abdomen. Trató de sentarse y en ese preciso instante la presión desapareció y de su extremidad posterior salió un fuerte silbido, como el de un neumático al desinflarse. Notó un extraño calor en las patas traseras y cuando miró hacia abajo alcanzó a distinguir una alteración en el aire, como la que parece despedir el asfalto desde lejos en un día de calor.

Qué curioso: un pedo de insecto gigante; o tal vez una evacuación de insecto gigante. No estaba seguro, pero creía haber notado humedad ahí abajo. Se estremeció de risa y por primera vez reparó en unas láminas delgadas y duras atrapadas entre la curva de su espalda y las gruesas protuberancias de su antigua carne. Trató de imaginar qué serían. Formaban parte de él y daba la impresión de que podría moverlas como si fueran brazos… sólo que no lo eran.