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Se preguntó si lo descubrirían y se imaginó a Ella llamando a la puerta y asomando la cabeza… y en cómo gritaría, con la boca tan abierta que le saldrían cuatro papadas, y los ojos juntos y porcinos brillarían de terror. Pero no, Ella no entraría; levantarse del sofá le suponía demasiado esfuerzo. Durante un rato imaginó que salía de su habitación caminando sobre sus seis patas e iba a su encuentro, en cómo gritaría y se encogería en el sofá. ¿Cabía la posibilidad de que muriera de un ataque al corazón? Se la imaginó ahogándose en sus gritos, la piel debajo del espeso maquillaje volviéndose de un feo color gris, parpadeando y con los ojos en blanco.

Comprobó que era capaz de desplazarse si se colocaba de costado y se movía poco a poco hacia el borde de la cama. Conforme se acercaba a él trató de imaginar qué haría después de provocarle el infarto a Ella y se vio gateando en la calurosa mañana de Arizona hasta plantarse en plena autopista, con los coches tratando de esquivarlo, el aullido de los cláxones, el chirrido de los neumáticos derrapando y los conductores estrellando sus furgonetas en los postes de teléfono, todos esos palurdos chillando. «Qué coño es esa cosa», después sacando los rifles del maletero… Pensándolo bien, tal vez sería mejor mantenerse lejos de la autopista.

Su idea era llegar hasta la casa de Eric Hickman, colarse en su sótano y esperarlo allí. Eric era un chico esquelético de diecisiete años, con una enfermedad de la piel que le hacía tener la cara llena de lunares, de la mayoría de los cuales brotaban pequeñas matas de rizado vello púbico; también tenía un bozo que se espesaba en las comisuras de la boca como los bigotes del pez gato, y que le había hecho merecedor del sobrenombre de pez como en el colegio. Eric y Francis quedaban en ocasiones para ir al cine. Juntos habían visto dos veces La mosca, con Vincent Price; lo mismo que La humanidad en peligro, que a Eric le encantaba. Cuando supiera lo que había pasado le daría algo. Eric era inteligente -había leído todas las novelas de Mickey Spillane- y juntos podrían pensar en qué hacer.

Además, tal vez le consiguiera algo de comer, a Francis le apetecía algo dulce. Bollos, chocolatinas. El estómago le rugió peligrosamente.

Al instante siguiente sintió -no escuchó, sintió- a su padre entrando en el salón. Cada paso que daba Buddy Kay emitía una sutil vibración que Francis notaba en la armazón metálica de su cama y que reverberaba en el aire caliente y seco de alrededor de su cabeza. Las paredes de estuco de la gasolinera eran relativamente gruesas y absorbían bien los sonidos. Hasta entonces nunca había podido oír una conversación en la habitación contigua y en cambio ahora, pensó, sentía, más que oía, lo que Ella decía y lo que le contestaba su padre; percibía sus voces en una serie de suaves reverberaciones que estimulaban las antenas hipersensibles que tenía en la cabeza. Sus voces sonaban distorsionadas y más profundas de lo normal -como si la conversación tuviera lugar debajo del agua-, pero las entendía perfectamente.

Ella decía:

– Que sepas que no ha ido al colegio.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Buddy.

– De que no ha ido al colegio. Lleva ahí toda la mañana.

– ¿Está despierto?

– No lo sé.

– ¿No has ido a ver?

– Ya sabes que se me cargan las piernas.

– Puta foca -dijo el padre y echó a andar en dirección á la habitación de su hijo. A cada pisada que daba las antenas de Francis se estremecían de miedo y de placer.

Para entonces ya había conseguido llegar al borde de la cama, no así la piel de su antiguo cuerpo, que yacía en arrugado desorden en el centro del colchón, una funda de cuero sin armazón y llena de sangre. Se apoyó en la barandilla de hierro de la cama y trató de arrastrarse un par de centímetros más, sin estar muy seguro de cómo bajar al suelo, y después se dio la vuelta. La vieja piel se le enrolló en las patas tirando de él hacia atrás. Entonces escuchó los tacones de las botas de su padre al otro lado de la puerta e intentó en vano impulsarse hacia delante, aterrado por la idea de que lo encontrara así, indefenso, patas arriba. Su padre podría no reconocerle e ir a buscar el rifle -que estaba colgado en la pared del cuarto de estar- y convertir su vientre segmentado en un borbotón de viscosas entrañas verdes blancuzcas.

Cuando consiguió caer de la cama su vieja piel se hizo jirones con un ruido similar a una sábana rasgándose. Se cayó y acto seguido rebotó hasta aterrizar elegantemente sobre sus seis patas con una agilidad que nunca tuvo cuando era humano, con la espalda vuelta hacia la puerta. No tenía tiempo para pensar, y quizá por eso sus patas hicieron lo que debían. Se giró, con las patas traseras hacia la derecha, mientras que las delanteras se desplazaban en sentido contrario hasta arrastrar su estrecho cuerpo de metro y medio de longitud. Notaba las delgadísimas láminas o escudos a su espalda aletear de forma extraña y dedicó un instante a preguntarse una vez más qué serían. Al momento siguiente su padre rebuznaba detrás de la puerta:

– ¿Se puede saber qué cono haces ahí dentro, pedazo de cretino? Vete ahora mismo al colegio.

La puerta se abrió de golpe y Francis reculó, levantando las dos patas delanteras. Sus mandíbulas castañetearon produciendo un sonido similar al de un veloz mecanógrafo aporreando su máquina de escribir. Buddy estaba en el umbral con una mano apoyada en el pomo de la puerta. Sus ojos se posaron en la encorvada figura de su transformado hijo y su rostro delgado y bigotudo se volvió lívido, hasta que pareció un retrato en cera de sí mismo.

Entonces chilló, con un grito agudo y penetrante que inmediatamente estimuló las antenas de Francis. Éste también chilló, aunque lo que salió de él no se parecía en nada a un grito humano, sino más bien a alguien agitando una lámina de aluminio, un gorjeo ondulante e inhumano.

Buscó la manera de salir de allí. En la pared, sobre la cama, había ventanas, pero no lo bastante grandes, en realidad eran meras hendiduras de treinta centímetros de alto. Su mirada viajó hasta su cama y permaneció allí, sorprendida y fija durante unos segundos. Durante la noche se había destapado, empujado las sábanas con los pies hasta el extremo del colchón y ahora estaban cubiertas de una baba blanca y espumosa, se estaban disolviendo en ella… se habían derretido y oscurecido al mismo tiempo hasta convertirse en una masa orgánica viscosa y burbujeante.

La cama estaba profundamente hundida en el centro, donde yacía su antiguo vestido de carne, un disfraz de una sola pieza desgarrado por la mitad. No vio su cara, pero sí una mano, un arrugado guante color carne vacío, con los dedos vueltos del revés. La espuma que había corroído las sábanas goteaba en dirección a su vieja piel y allí donde entraba en contacto con ella el tejido se hinchaba y humeaba. Francis recordó haberse tirado un pedo y la sensación de un líquido caliente que descendía por sus patas traseras. De alguna manera él era el autor de aquello.

El aire tembló con un repentino estruendo. Miró hacia atrás y vio a su padre en el suelo, con los dedos de los pies apuntando hacia arriba. Dirigió la vista al cuarto de estar, donde Ella trataba de incorporarse en el sofá. Al ver a Francis, en lugar de ponerse pálida y llevarse las manos al pecho, permaneció inmóvil y con rostro inexpresivo. Tenía en la mano una botella de Coca-Cola -y todavía no eran ni las diez de la mañana- y se disponía a dar un sorbo cuando se quedó a medio camino, petrificada.

– Oh, Dios mío -dijo en un tono de voz sorprendido, pero relativamente normal-. Mírate.