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La Coca-Cola empezó a salirse de la botella mojando sus pechos. No se dio cuenta.

Tenía que salir de allí, y sólo había un camino. Saltó hacia delante, con torpeza primero -al cruzar la puerta se echó demasiado a la derecha y se arañó el costado, aunque casi no lo notó-, y pasó por encima de su padre, inconsciente en el suelo. Desde ahí siguió, apretujándose entre el sofá y la mesa baja, en dirección a la puerta. Ella subió con cuidado los pies al sofá para dejarlo pasar mientras susurraba en voz tan baja que no habría sido audible ni para alguien sentado a su lado. Francis sin embargo escuchó cada palabra mientras sus antenas temblaban con cada sílaba.

«Y del humo salieron langostas sobre la tierra; y se les dio poder, como tienen poder los escorpiones de la tierra. Y se les mandó que no dañasen la hierba de la tierra, ni cosa verde alguna, ni a ningún árbol…». Para entonces Francis ya estaba en la puerta y se detuvo mientras seguía escuchando: «… sino solamente a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en sus frentes. Y les fue dado, no que los matasen, sino que los atormentasen cinco meses; y su tormento era como tormento de escorpión cuando hiere al hombre. Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos».

Se estremeció, aunque no sabía muy bien por qué; aquellas palabras lo conmovían y le llenaban de gozo. Levantó las patas delanteras para empujar la puerta y gateó hacia el calor blanco y cegador del día.

2

Casi un kilómetro de vertedero estaba lleno de basura, la suma de los desechos de cinco localidades. La recolección de basura era la principal industria de Calliphora. Dos de cada cinco hombres adultos trabajaba en ella; otro estaba en la base nuclear del ejército de Camp Calliphora y, un kilómetro y medio al norte, los otros dos restantes se quedaban en sus casas viendo la televisión, jugando a la bonoloto y alimentándose de platos precocinados que compraban con cupones de comida. El padre de Francis era una excepción: tenía su propio negocio. Buddy se refería a sí mismo como un emprendedor, había tenido una idea que, estaba convencido, revolucionaría el negocio de las gasolineras. Se llamaba autoservicio y consistía en que el cliente llenaba el depósito de su coche él mismo y pagaba igual que en las gasolineras normales.

Abajo, en el vertedero, era difícil ver nada de Calliphora, arriba, en el saliente de la montaña. Cuando Francis levantó la vista sólo pudo identificar la punta de asta de la gigantesca bandera de la gasolinera de su padre. Dicha bandera tenía fama de ser la más grande de todo el estado, suficiente para envolver la cabina de un camión de gran tonelaje y demasiado pesada para que ni siquiera un fuerte viento la agitara. Francis sólo la había visto ondear en una ocasión: durante el vendaval que azotó Calliphora después de que probaran La Bomba.

Su padre había sacado gran provecho de la guerra. Cada vez que tenía que dejar la oficina por algún motivo, por ejemplo, para echar un vistazo al motor recalentado del jeep de algún cliente, solía ponerse parte del uniforme de faena del ejército sobre la camiseta. Las medallas se balanceaban y brillaban sobre el pecho izquierdo. Ninguna era suya -las había comprado una tarde en una casa de empeño-, pero al menos el uniforme sí lo había obtenido por medios honestos, durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre había disfrutado en la guerra.

– No hay mejor polvo que el que echas en un país que acabas de arrasar -dijo una noche brindando con una lata de cerveza Buckhorn, mientras los ojos legañosos le brillaban evocando recuerdos agradables.

Francis se escondió en la basura, apretujándose en un hueco entre bolsas rebosantes de desperdicios, y esperó temeroso la llegada de los coches de policía, el temible y atronador ruido de los helicópteros, con las antenas tensas y alerta. Pero no escuchó sirenas de policía ni helicópteros; tan sólo alguna que otra furgoneta solitaria traqueteando por el camino de tierra entre los montones de basura. Cuando eso ocurría se ocultaba aún más entre la porquería, hundiéndose de manera que sólo sus antenas asomaban. Pero eso fue todo. El tráfico era escaso en este extremo del vertedero, a más de un kilómetro del centro de procesamiento de desperdicios, donde se desarrollaba la verdadera actividad.

Transcurrido algún tiempo, se encaramó sobre uno de los grandes montones de basura para asegurarse de que no estaba siendo rodeado en silencio. No era así, y no permaneció al aire libre mucho tiempo, pues la luz directa del sol lo molestaba y pronto comenzó a sentirse invadido por una profunda lasitud, como si le hubieran llenado las venas de novocaína. Al final del vertedero, donde terminaba la alcantarilla, vio un remolque sujeto con ruedas de cemento. Bajó del montón de basura y se dirigió hacia él. Cuando lo vio pensó que tenía aspecto de estar abandonado, y así era. Debajo hacía una sombra deliciosamente fresca, y meterse allí resultaba tan refrescante como darse un chapuzón en un día caluroso.

Descansó hasta que le despertó Eric Hickman. Aunque no dormía en el sentido literal del término; en lugar de ello había adoptado una postura de inmovilidad total en la que no pensaba en nada y, sin embargo, estaba completamente alerta. Escuchó el sonido de los pies de Eric arrastrándose y arañando el suelo desde doce metros de distancia, y levantó la cabeza. Eric bizqueaba detrás de sus gafas en el sol de la tarde. Siempre lo hacía -cuando leía o cuando estaba concentrado pensando-, un hábito que le daba siempre a su cara un aspecto simiesco. Una mueca tan desagradable que de forma natural provocaba en quienes lo miraban el deseo de darle un motivo verdadero por el que hacer muecas.

– Francis -dijo Eric en un susurro audible.

Llevaba un paquete grasiento de papel marrón que bien podía ser su almuerzo, y al verlo Francis sintió una fuerte punzada de hambre, pero no salió de su escondite.

– Francis, ¿estás ahí abajo? -susurró, o más bien gritó Eric una vez más antes de desaparecer.

Francis había querido dejarse ver, pero fue incapaz, lo que lo detuvo fue la idea de que Eric estaba allí con el único propósito de hacerle salir. Se imaginó a un equipo de francotiradores agazapados sobre las montañas de basura, vigilando la carretera por las mirillas de sus rifles, atentos a cualquier indicio del grillo gigante y asesino. Así que se quedó donde estaba, acurrucado y tenso, vigilando los montículos de desperdicios y pendiente del más mínimo movimiento. Una Uta cayó haciendo un ruido metálico y contuvo la respiración. Había sido sólo un cuervo.

Pasado un rato, tuvo que admitir que se había dejado vencer por el miedo. Eric había venido, y entonces comprendió que nadie lo estaba buscando, porque nadie creería a su padre cuando contara lo que había visto. Si intentaba contar que había descubierto a un insecto gigante en el dormitorio de su hijo agazapado junto al cuerpo eviscerado de éste, tendría suerte si no terminaba en el asiento trasero de un coche de policía, de camino al ala de psiquiatría de la prisión de Tucson. Ni siquiera lo creerían si les decía que su hijo había muerto. Después de todo, no había cuerpo, ni tampoco restos de la antigua piel. La secreción lechosa que había brotado de la extremidad trasera de Francis la habría derretido ya por completo.

El último Halloween, su padre había pasado una noche en comisaría después de un episodio de delírium trémens producido por el alcohol, con lo que su credibilidad como testigo era más bien escasa. Ella podría confirmar su historia, pero su palabra no valía mucho más, ya que llamaba a la redacción del Sucedió en Calliphora, en ocasiones hasta una vez al mes, para informar de que había visto nubes con la apariencia de Jesucristo. Tenía un álbum de fotos de nubes que, según ella, llevaban el rostro de Su Salvador. Francis lo había ojeado, pero fue incapaz de reconocer ninguna personalidad religiosa, aunque sí admitió que había una nube que parecía un hombre gordo con un gorro turco.