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La policía local lo buscaría, claro, pero no estaba seguro de cuánto interés pondrían en la investigación. Tenía dieciocho años -y por tanto libertad para hacer lo que quisiera-, y a menudo faltaba al colegio sin justificante. Tan sólo había unos pocos policías en Calliphora: el sheriff George Walker y tres agentes a media jornada. Eso limitaba mucho las posibilidades de una búsqueda, y, además, había otras cosas que hacer en un bonito día como éste, sin viento: perseguir a espaldas mojadas, por ejemplo, o apostarse en un recodo de la carretera y esperar a que pasaran adolescentes de camino a Phoenix y multarlos por exceso de velocidad.

Sin embargo, empezaba a resultarle difícil preocuparse de si lo estaban buscando, ya que soñaba otra vez con las chocolatinas. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre.

Aunque el cielo seguía claro y brillante como una superficie esmaltada de azul, las sombras vespertinas habían alcanzado el vertedero conforme el sol desaparecía detrás del saliente de la montaña, al oeste. Francis salió de debajo del remolque y avanzó por entre la basura, deteniéndose ante una bolsa abierta cuyo interior se había derramado. Escarbó con las antenas entre los desperdicios, y entre papeles arrugados, vasos de papel rotos y pañales usados descubrió un chupa-chups rojo y sucio. Se inclinó hacia delante y con torpeza consiguió llevárselo a la boca con palillo y todo, sujetándolo entre las mandíbulas mientras babeaba sobre el polvo.

Una intensa explosión de un dulzor empalagoso le llenó la boca y sintió que el corazón se le aceleraba, pero un instante después notó un horrible cosquilleo en el tórax y la garganta pareció cerrársele. Sintió ganas de vomitar y escupió el chupa-chups, asqueado. No tuvo mejor suerte con unos restos de alitas de pollo. La escasa carne y la grasa que quedaban adheridas a los huesos sabían rancias y le provocaron arcadas.

Unos moscardones revoloteaban hambrientos sobre el montón de basura. Francis los miró con resentimiento y consideró la posibilidad de comérselos. Después de todo, algunos bichos se alimentaban de otros bichos, pero no sabía cómo atraparlos sin manos (aunque tenía la sensación de que reflejos no le faltaban) y además media docena de moscardones a duras penas le saciarían. Irritado y con dolor de cabeza por el hambre, pensó en los grillos con caramelo y en todos los otros bichos que se había comido. Por eso le había pasado esto, dedujo, y entonces se acordó de aquel amanecer a las dos de la madrugada y de cómo las oleadas de viento caliente habían azotado la gasolinera con tal fuerza que del tejado se desprendió polvo.

El padre de Huey Chester, Vern, había atropellado una vez un conejo a la entrada de su casa y cuando salió del coche se encontró un extraño animal con cuatro ojos de color rosa. Lo llevó al pueblo para enseñarlo a la gente, pero entonces un biólogo acompañado de un oficial y dos soldados armados con ametralladoras lo reclamaron y le pagaron a Vern quinientos dólares a cambio de que firmara una declaración comprometiéndose a no hablar más del asunto. Y en otra ocasión, una semana después de uno de los ensayos en el desierto, una niebla densa y húmeda que despedía un repugnante hedor a tocino frito se había propagado por todo el pueblo. Era tan espesa que hubo que cerrar la escuela, el supermercado y la oficina de correos. Las lechuzas volaban durante el día y a todas horas resonaban pequeñas explosiones y truenos en la húmeda oscuridad. Los científicos del desierto estaban agujereando el cielo y la tierra, y tal vez hasta el tejido del universo. Habían prendido fuego a las nubes y por primera vez Francis comprendió que era un ser contaminado, una aberración que un oficial armado con un talonario y un maletín lleno de documentos legales se ocuparía de aniquilar y ocultar. Le había resultado difícil llegar a esta conclusión, porque Francis siempre se había sentido contaminado, un bicho raro que los demás no querían ver.

Lleno de frustración, se alejó de la bolsa abierta de basura y siguió avanzando sin pensar. Sus extremidades posteriores adaptadas al salto lo impulsaron hacia arriba y las láminas córneas a su espalda empezaron a batir con furia. El estómago le dio un vuelco mientras se alejaba cada vez más de la tierra ennegrecida y alfombrada de mugre. Pensaba que se caería, pero no lo hizo y se encontró desplazándose por el aire y aterrizando un momento después en una de las gigantescas montañas de desperdicios, donde todavía daba el sol. Entonces exhaló el aire con fuerza y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

Permaneció así unos segundos en equilibrio, abrumado por una desconcertante sensación de pequeños pinchazos en los extremos de sus antenas. Había trepado, corrido, nadado -no, por Dios, ¡había volado!- a través de diez metros del cielo de Arizona. Durante un rato se negó a considerar lo que había ocurrido, le daba miedo pensar en ello con detenimiento y, de nuevo, se lanzó al aire. Sus alas producían un zumbido casi mecánico, y se vio a sí mismo planeando ebrio por el cielo, sobre un mar de alimentos y objetos en descomposición. Por un momento olvidó que necesitaba comer algo. También que, sólo unos segundos antes, había experimentado algo cercano a la desesperanza. Dobló las patas hasta pegarlas a los costados de su caparazón y, sintiendo el aire en la cara, miró hacia abajo, a la tierra baldía situada a más de treinta metros de distancia, fascinado por la extraña sombra que su cuerpo proyectaba sobre ella.

3

Cuando se puso el sol, pero aún había luz en el cielo, Francis volvió a casa. No tenía otro sitio adonde ir y estaba terriblemente hambriento. Eric era otra posibilidad, claro, pero para llegar hasta su domicilio tendría que cruzar varias calles y sus alas no le permitían volar tan alto como para no ser visto. Estuvo agazapado largo rato en la maleza que bordeaba el aparcamiento de la gasolinera. Los surtidores estaban desconectados y las persianas de la oficina delantera bajadas. Su padre nunca había echado el cierre tan temprano. En este extremo de Estrella Avenue, el silencio era total y excepto algún camión que pasaba de vez en cuando no había señales de movimiento ni de vida. Se preguntó si su padre estaría en casa, aunque era incapaz de imaginar otra posibilidad. Buddy Kay no tenía otro sitio al que ir.

Cruzó mareado y tambaleándose la gravilla hasta la mosquitera de la puerta de entrada. Después se irguió sobre las patas traseras y miró hacia el cuarto de estar. Lo que vio allí era tan poco habitual que lo desorientó y debilitó, haciéndole perder el equilibrio. Su padre estaba tumbado en el sofá, de costado, y con la cara hundida en el pecho de Ella. Parecía dormir. Ella le tenía sujeto por los hombros y entrelazaba sus dedos gordezuelos y llenos de anillos sobre su espalda. Buddy estaba prácticamente fuera del sofá, ya que no había sitio suficiente para él y daba la impresión de que iba a asfixiarse con la cara apretada de esa manera contra las tetas de Ella. Francis no consiguió recordar la última vez que los había visto abrazados así y había olvidado lo pequeño que parecía su padre en comparación con la gigantesca Ella. Con la cabeza hundida en su pecho, parecía un niño que tras llorar en brazos de su madre se ha quedado por fin dormido. Eran tan viejos y estaban tan solos, parecían tan vencidos, que verlos así -dos figuras abrazadas frente a la adversidad- le produjo una punzante sensación de pesar. Su pensamiento siguiente fue que su vida con ellos había llegado a su fin. Si se despertaban y lo veían volverían los gritos y los desmayos, aparecerían la policía y las escopetas.

Desesperado, se disponía a darse la vuelta y volver al vertedero, cuando vio una ensaladera sobre la mesa, a la derecha de la puerta. Ella había hecho ensalada de tacos. No alcanzaba a ver el interior del recipiente, pero identificó su contenido por el olfato. Nada escapaba ahora a su olfato: ni el olor acre a óxido de la mosquitera de la puerta de entrada ni el de moho en las raídas alfombras; también podía oler los fritos de maíz, la carne picada macerada con salsa y el regusto a pimienta del aliño. Imaginó grandes hojas de lechuga empapadas en los jugos del taco y empezó a salivar.