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Se inclinó hacia delante alargando el cuello para intentar ver el interior de la ensaladera. Los ganchos dentados en que terminaban sus patas delanteras empujaron la puerta, y antes de que fuera consciente de lo que hacía, ésta se había abierto cediendo al peso de su cuerpo. Entró y miró de reojo a su padre y a Ella, ninguno de los cuales se movió.

El gozne estaba viejo y deformado, así que cuando hubo entrado la puerta no se cerró enseguida detrás de él, sino que lo hizo despacio y con un chirrido seco, encajándose en el marco de madera. El suave golpe bastó para que el corazón de Francis le saltara dentro del pecho. Pero su padre sólo pareció hundirse más entre los pechos de Ella. Francis avanzó sigilosamente hasta la mesa y se inclinó sobre la ensaladera. No quedaba nada, salvo un poso grasiento de salsa y unas cuantas hojas de lechuga pegadas a las paredes del recipiente. Trató de pescar una, pero sus manos ya no eran manos. La cuchilla con forma de espátula en que terminaba su pata delantera golpeó el interior de la ensaladera, volcándola. Trató de agarrarla, pero ésta rebotó en su pezuña ganchuda y cayó al suelo con ruido de cristales rotos.

Francis se agachó, tenso. Detrás de él, Ella gimió confusa, despertándose. Después se oyó un chasquido. Francis volvió la cabeza y vio a su padre, de pie, a menos de un metro de él. Llevaba despierto desde antes de que se cayera la ensaladera -Francis se dio cuenta inmediatamente-, tal vez incluso llevaba fingiendo dormir desde el principio. Tenía el arma en una mano, abierta y lista para ser cargada y con la culata sujeta bajo la axila. En la otra mano sujetaba una caja de munición. Había tenido la escopeta todo el tiempo, escondida entre su cuerpo y el de Ella.

– Bicho asqueroso -dijo, mientras abría con el dedo pulgar la caja de munición-. Supongo que ahora me creerán.

Ella cambió de postura, asomó la cabeza por detrás del sofá y profirió un grito ahogado:

– Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Francis trató de hablar, de suplicarles que no le hicieran daño, que él no les haría nada. Pero de su garganta sólo salió aquel sonido, como cuando alguien agita con furia un trozo de metal flexible.

– ¿Por qué hace ese ruido? -gritó Ella. Intentaba ponerse de pie, pero estaba demasiado hundida en el sofá y no conseguía incorporarse-. ¡Aléjate de él, Buddy!

Buddy la miró.

– ¿Cómo que me aleje? Lo voy a volar en pedazos. Ese mierda de George Walker se va a enterar… Ahí de pie… riéndose de mí. -Él también rió, pero las manos le temblaban y las balas se le cayeron al suelo con un martilleo-. Mañana mi foto estará en la primera página de todos los periódicos.

Sus dedos encontraron por fin la bala y la metió en la escopeta. Francis dejó de intentar hablar y alzó las patas delanteras, con los garfios serrados levantados en un gesto de rendición.

– ¡Está haciendo algo! -chilló Ella.

– ¿Quieres hacer el favor de callarte, zorra histérica? -dijo Buddy-. No es más que un bicho, por muy grande que sea, y no tiene ni puta idea de lo que estoy haciendo.

Giró la muñeca, y la bala se encajó en la recámara.

Francis embistió con la intención de apartar a Buddy y dirigirse a la puerta, pero su pata derecha cayó y la guadaña esmeralda en que terminaba asestó una cuchillada roja de la misma longitud que el rostro de Eddy. El tajo empezaba en su sien derecha, saltaba la cuenca del ojo, pasaba por el puente de la nariz y por encima del otro ojo y se prolongaba diez centímetros por su mejilla izquierda. Buddy abrió la boca de par en par, de forma que parecía sorprendido, como un hombre al que acaban de acusar de un crimen que no ha cometido y al que la conmoción ha dejado sin habla. La escopeta se disparó con un fuerte estruendo que hizo estremecerse las hipersensibles antenas de Francis. Parte de la bala le alcanzó en el hombro con un dolor punzante, y el resto se empotró en la pared de escayola que había a su espalda. Francis gritó de miedo y dolor: otro de esos sonidos metálicos distorsionados y cantarines, sólo que esta vez era agudo y penetrante. Dejó caer la otra pata con la fuerza de un hacha e impulsada por el peso de todo su cuerpo, golpeando el pecho de su padre, y pudo sentir su impacto en todas las articulaciones de la extremidad.

Francis trató de arrancar la pata del torso de su padre, pero en lugar de eso lo levantó del suelo alzándolo en el aire. Ella gritaba sujetándose la cara con ambas manos, mientras Francis meneaba la pata arriba y abajo tratando de que su padre se desprendiera de la guadaña que lo apresaba. Buddy parecía una masa invertebrada agitando brazos y piernas inútilmente. El sonido de los gritos de Ella le resultaba a Francis tan doloroso que pensó que se iba a desmayar. Lanzó a su padre contra la pared y toda la gasolinera tembló. Esta vez, cuando Francis retiró la pata, Buddy no vino con ella, sino que se deslizó hasta el suelo con la espalda pegada a la pared y las manos cruzadas sobre su pecho perforado y dejando un reguero oscuro detrás de él. Francis no supo qué había sido del arma. Ella, arrodillada en el sofá, se mecía hacia atrás y hacia delante chillando y arañándose la cara, sin saber lo que hacía. Francis se abalanzó sobre Ella y la hizo pedazos con sus manos de cuchilla. Sonaba como una cuadrilla de trabajadores cavando en el barro, y durante varios minutos en la habitación no se escuchó más que aquel ruido de furiosas paletadas.

4

Francis permaneció escondido bajo la mesa durante largo rato, esperando a que alguien viniera y pusiera fin a todo aquello. Sentía latigazos de dolor en el hombro y un pulso acelerado en la garganta. Nadie vino.

Transcurrido un tiempo, salió y gateó hasta donde estaba su padre. Buddy tenía sólo la cabeza apoyada en la pared y el resto del cuerpo yacía desparramado en el suelo. Siempre había sido un hombre extremadamente delgado, esquelético, pero en aquella postura, con la barbilla caída sobre el pecho, de pronto parecía gordo y distinto, con doble papada y carrillos fofos. Francis comprobó que era capaz de acomodar su cabeza en las palas cóncavas que ahora eran sus manos… y también sus armas de matar. En cuanto a Ella, se sentía incapaz de ver lo que le había hecho.

Le dolía el estómago y notaba de nuevo la presión intensa y gaseosa de por la mañana. Deseaba poder decirle a alguien que lo sentía, que aquello era algo horrible y que le gustaría poder volver atrás, pero no había nadie con quien pudiera hablar y, aunque lo hubiera, no le entenderían, con su nueva voz de saltamontes. Quería llorar, pero en lugar de eso se tiró varios pedos que mojaron la alfombra de una espuma blanca y salpicaron el torso de su padre, empapando su camiseta y corroyéndola con un siseante chisporroteo. Francis giró la cara de Buddy en una y otra dirección, buscando devolverle su aspecto habitual, pero era inútil. Mirara hacia donde mirara se había convertido en alguien diferente, en un extraño.

Un olor a tocino quemado captó su atención y cuando bajó la vista reparó en que el estómago de su padre se había hundido hacia dentro y se había convertido en un cuenco rebosante de una especie de caldo rosa; los rojos huesos de sus costillas brillaban y tenían adheridos jirones de tejido fibroso. El estómago de Francis se encogió de hambre, un hambre dolorosa y desesperada. Se acercó para que sus antenas detectaran lo que había allí, pero no pudo esperar más, no pudo contenerse y se tragó las entrañas de su padre a grandes bocados mientras chasqueaba las mandíbulas con fruición. Devoró hasta su última víscera y después se alejó tambaleándose, casi ebrio. Los oídos le zumbaban y le dolía el vientre, de tan saciado que estaba. Así que gateó hasta meterse debajo de la mesa y descansó.

A través de la mosquitera de la puerta podía ver un tramo de carretera. Todavía mareado por el festín, observó a algún que otro camión pasar de largo de camino al desierto. La luz de sus faros parecía rozar el asfalto al enfilar una pequeña pendiente y después desaparecían a toda velocidad, ajenos a todo. La visión de aquellos faros deslizándose sin esfuerzo por la oscuridad le hizo recordar lo que sintió al despegar del suelo y elevarse por el aire de un gran salto.