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Pensar en surcar el aire le hizo desear respirar un poco, así que se arrastró hasta la puerta, ya que estaba demasiado ahíto como para volar. Aún le dolía el vientre. Caminó hasta el centro del aparcamiento de grava, inclinó la cabeza hacia atrás y observó el cielo de la noche. La Vía Láctea era un río espumoso y brillante. Oía a los grillos entre la hierba, su extraña música de theremín, un zumbido quejumbroso que subía y bajaba de intensidad. Llevaban tiempo llamándolo, supuso.

Caminó sin miedo hasta el centro de la autopista, esperando a que llegara algún camión y la luz de sus faros lo engullera…aguardó a oír el chirrido de los frenos y el grito ronco y aterrorizado. Pero no pasó ningún coche. Se sentía empachado y caminaba despacio, sin interesarle lo que pudiera ocurrir. Ignoraba hacia dónde se dirigía y no le importaba. El hombro no le dolía apenas, ya que la bala no había perforado su caparazón -eso era imposible- y sólo le había arañado la carne de debajo.

Una vez había ido con su padre al vertedero con la escopeta y se habían turnado para disparar a latas, ratas, gaviotas. «Imagina que son los putos alemanes», le había dicho su padre. Francis no sabía qué aspecto tenían los soldados alemanes, así que imaginó que disparaba a sus compañeros del colegio. El recuerdo de aquel día en el vertedero le hizo sentir cierta nostalgia de su padre. Habían pasado algunos buenos ratos juntos y después Buddy siempre preparaba una buena cena. ¿Qué más se podía pedir a un padre?

Cuando el cielo empezó a teñirse de rosa por el este, se encontró detrás del colegio. Había llegado hasta allí involuntariamente, impulsado tal vez por el recuerdo de aquella tarde en la que salió a disparar con su padre. Estudió el alto edificio de ladrillo con sus hileras de pequeñas ventanas y pensó: «Qué colmena más fea». Incluso las avispas sabían hacerlo mejor, construían sus casas en las ramas altas de los árboles, de forma que en primavera quedaban ocultas entre las flores de dulce aroma, sin nada que perturbara su descanso, excepto el soplo fresco de la brisa.

Un coche entró en el aparcamiento y Francis se escabulló hacia un lado del edificio y dobló la esquina hasta quedar oculto. Oyó cerrarse la puerta del coche y siguió gateando hacia atrás. Miró hacia un lado y vio las ventanas que daban al sótano. Empujó con la cabeza una de ellas, las viejas bisagras cedieron y la puerta se abrió hacia dentro, haciéndole caer.

Esperó en completo silencio en una esquina del sótano, detrás de unas cañerías perladas de agua helada, mientras los primeros rayos de sol penetraban por las ventanas más altas. Al principio la luz era débil y gris, después se tornó de un delicado tono limón e iluminó lentamente el espacio a su alrededor, dejando ver una segadora de césped, hileras de sillas metálicas plegadas y latas de pintura apiladas. Descansó largo tiempo sin dormir, con la mente en blanco pero alerta, igual que el día anterior, cuando se refugió bajo el viejo remolque en el vertedero. El sol se reflejaba ya con luz de plata en las ventanas orientadas al este cuando escuchó los primeros ruidos de taquillas cerrándose sobre su cabeza y pisadas en el suelo de arriba y voces sonoras y potentes.

Avanzó hasta las escaleras y trepó por ellas. Conforme se acercaba a las voces éstas parecían, sin embargo, alejarse de él, como si un creciente silencio lo envolviera. Pensó en La Bomba, aquel sol carmesí ardiendo en el desierto a las dos de la mañana, y en el viento que azotó la gasolinera. Y del humo salieron langostas sobre la tierra. Conforme trepaba se sintió invadido de una euforia creciente, una nueva, repentina e intensa razón de ser. La puerta al final de la escalera estaba cerrada y no sabía cómo abrirla, así que la golpeó con uno de sus garfios. La puerta tembló en el marco. Esperó.

Por fin se abrió. Al otro lado estaba Eric Hickman y, detrás de él, el vestíbulo rebosaba de chicos y chicas guardando sus pertenencias en sus taquillas y charlando a voz en grito, pero para Francis era como ver una película sin sonido. Unos pocos muchachos miraron en su dirección, lo vieron y se quedaron paralizados, congelados en posturas antinaturales junto a sus taquillas. Una chica de pelo rojizo abrió la boca para hablar; sujetaba un montón de libros que, uno por uno, fueron cayendo al suelo con gran estrépito.

Eric lo miró a través de los cristales grasientos de sus gafas ridículamente gruesas. Conmocionado, dio un respingo y después retrocedió un paso, la boca abierta en una mueca de incredulidad.

– Alucinante -dijo, y Francis le oyó claramente.

Se abalanzó sobre él y le clavó las mandíbulas en la garganta como si fueran unas tijeras de podar setos. Lo mató a él primero porque lo apreciaba. Eric cayó al suelo agitando las piernas en un baile inconsciente y final, y un chorro de su sangre salpicó a la chica de pelo rojizo, que no se movió, sino que permaneció allí quieta, gritando. Entonces todos los sonidos estallaron a la vez, ruidos de puertas de taquillas golpeadas, pies corriendo y súplicas a Dios. Francis salió disparado, impulsándose con su patas traseras y abriéndose paso sin esfuerzo entre la gente, golpeándola o haciéndola caer de bruces al suelo. Alcanzó a Huey Chester al final del pasillo mientras trataba de escapar, le atravesó el abdomen con una de sus pezuñas serradas y lo elevó en el aire. Huey se deslizó entre estertores por el brazo verde acorazado de Francis, mientras seguía agitando las piernas en un cómico pedaleo, como si todavía estuviera intentando huir.

Francis retrocedió sobre sus pasos arrasando lo que encontraba en su camino, aunque perdonó a la muchacha de cabello rojizo, que rezaba de rodillas y con las manos juntas. Mató a cuatro en el vestíbulo antes de subir al piso de arriba. Encontró a seis más acurrucados bajo las mesas del laboratorio de biología y también los mató. Entonces decidió que, después de todo, mataría también a la chica de cabello rojizo, pero cuando regresó al piso de abajo ésta se había marchado.

Estaba arrancando jirones de carne del cuerpo de Huey Chester y comiéndoselos cuando escuchó el eco distorsionado de un megáfono. Saltó a una pared y caminó cabeza abajo por el techo hasta llegar a una ventana cubierta de polvo. Había todo un ejército de camiones aparcados en un extremo de la calle, y soldados amontonando sacos de arena. Escuchó un fuerte ruido metálico y el traqueteo de un motor, y levantó la vista hacia Estrella Avenue. También habían traído un tanque. Bien, pensó. Lo iban a necesitar.

Golpeó la ventana con su garra dentada y las esquirlas de cristal volaron por los aires. Fuera, varios hombres gritaban. El día era luminoso y el viento soplaba levantando nubes de polvo. El tanque se detuvo con esfuerzo y la torreta empezó a girar. Alguien gritaba órdenes por un megáfono y los soldados se echaban cuerpo a tierra. Francis tomó impulso y echó a volar, sus alas hacían un sonido mecánico semejante al de la madera perforada por una sierra circular. Mientras se elevaba sobre el edificio del colegio rompió a cantar.

Hijos de Abraham

Maximilian los buscó en la cochera y en el establo, hasta en la fresquera, aunque nada más echar un vistazo supo que no los encontraría allí. Rudy no se escondería en un lugar como ése, húmedo y frío, sin ventanas y por lo tanto sin luz, un lugar que olía a murciélagos y que se parecía demasiado a un sótano. Rudy nunca bajaba al sótano cuando estaba en casa, al menos si podía evitarlo. Temía que la puerta se cerrara detrás de él dejándolo atrapado en aquella sofocante oscuridad.