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Por último, Max registró el granero, pero tampoco se habían escondido allí, y cuando regresó al sendero de entrada reparó asombrado en que estaba oscureciendo. No imaginaba que se había hecho tan tarde.

– ¡Se acabó el juego! -gritó-. ¡Rudolf, es hora de irnos!

Sólo que el «irnos» sonó más bien a «irrrnos», o sea, como el relincho de un caballo. Odiaba el sonido de su voz y envidiaba a su hermano pequeño su perfecta pronunciación norteamericana. Rudolf había nacido en Estados Unidos, nunca había estado en Ámsterdam. En cambio Max había pasado allí los primeros cinco años de su vida, en un sombrío apartamento que olía a cortinas de terciopelo mohosas y a la peste a cloaca que subía desde el canal.

Max gritó hasta quedarse ronco, pero sólo consiguió hacer salir a la señora Kutchner, que apareció arrastrando los pies por el porche, encogida en un intento de entrar en calor, aunque no hacía frío. Cuando llegó a la barandilla la asió con las dos manos y se encorvó hacia delante, apoyándose en ella para enderezarse.

El otoño anterior, por esta época, la señora Kutchner estaba felizmente regordeta, con hoyuelos en sus mejillas carnosas y la cara siempre ruborizada por el calor de la cocina. Ahora tenía el semblante famélico, con la piel tirante sobre el cráneo y los ojos febriles y saltones dentro de las huesudas cuencas. Su hija, Arlene -que en aquel momento estaba escondida con Rudy en alguna parte-, le había contado en voz baja que su madre guardaba un cubo de latón junto a su cama y cada vez que su padre lo llevaba al retrete para vaciarlo vertía unos pocos centímetros cúbicos de sangre maloliente.

– Márchate si quieres, hijo -dijo-. Cuando tu hermano salga de donde quiera que esté escondido, lo mandaré a casa.

– ¿La he despertado, señora Kutchner? -preguntó.

La mujer negó con la cabeza, pero Max seguía sintiéndose culpable.

– Siento haberla sacado de la cama. Soy un bocazas. -Después añadió, con tono de duda-: ¿No debería estar acostada?

– ¿Ya estamos haciendo de médico, Max Van Helsing? ¿No te parece que tengo bastante con tu padre? -preguntó la señora Kutchner, esbozando una débil sonrisa con una de las comisuras de la boca.

– No, señora. Quiero decir, sí, señora.

Rudy habría dicho algo ingenioso que la habría hecho reír a carcajadas y aplaudir. Rudy era como un niño prodigio en un programa de variedades de la radio. Max, en cambio, nunca sabía qué decir, y de todas maneras la comedia no era lo suyo. No sólo por el acento, aunque éste siempre le hacía sentirse incómodo, sino que era una cuestión de temperamento; a menudo se sentía incapaz de vencer aquella timidez que lo asfixiaba.

– Es muy estricto en eso de que estéis los dos en casa antes de que oscurezca. ¿No es así?

– Sí, señora.

– Hay muchos como él -continuó-. Una costumbre que se trajeron de su antiguo país. Aunque cabría suponer que un médico no sería tan supersticioso. Con estudios y todo eso.

Max reprimió un escalofrío de disgusto. Decir que su familia era supersticiosa era un eufemismo de proporciones cómicamente grotescas.

– Aunque yo no me preocuparía por alguien como tú -continuó-. Seguro que nunca te has metido en líos.

– Gracias, señora -dijo Max, cuando en realidad lo que quería decir es que deseaba más que nada que se volviera a la casa, se acostara y descansara. En ocasiones tenía la impresión de que era alérgico a expresarse. A menudo, cuando necesitaba con desesperación decir algo, podía sentir literalmente la tráquea cerrársele e impedirle respirar. Quería ofrecerle su ayuda para entrar en la casa, acercarse lo suficiente a ella como para olerle el pelo. Quería decirle que rezaba por ella por las noches, aunque suponía que sus plegarias no tenían el menor valor; Max había rezado también por su madre, sin conseguir nada. Pero no dijo ninguna de estas cosas. «Gracias, señora», fue todo lo que alcanzó a balbucear.

– Vete -insistió ella-. Dile a tu padre que le he pedido a Rudy que se quedara para ayudarme a recoger la cocina. Lo enviaré a casa.

– Sí, señora. Gracias, señora. Dígale que se dé prisa, por favor.

Cuando llegó a la carretera miró atrás. La señora Kutchner apretaba un pañuelo contra los labios, pero lo retiró inmediatamente y lo agitó con alegría, un gesto tan enternecedor que puso a Max enfermo. El sonido de su tos áspera y seca lo persiguió durante un buen trecho de carretera, como un perro furioso liberado de su correa.

Cuando entró en el jardín el cielo estaba azul oscuro, casi negro, excepto por un tenue resplandor de fuego en el oeste, donde el sol acababa de ponerse, y su padre lo esperaba sentado en el porche con el látigo en la mano. Max se detuvo al pie de las escaleras y lo miró. Era imposible ver los ojos de su padre, ocultos como estaban bajo una maraña de espesas y erizadas cejas.

Max esperó a que dijera algo. No lo hizo y por fin Max se rindió y habló él.

– Todavía hay luz.

– El sol se ha puesto.

– Estábamos en casa de Arlene, a sólo diez minutos.

– Sí, la casa de la señora Kutchner es muy segura; una verdadera fortaleza, protegida por un granjero renqueante que apenas puede agacharse por el reúma y una campesina analfabeta con las entrañas devoradas por el cáncer.

– No es analfabeta -dijo Max, consciente de que se había puesto a la defensiva y, cuando habló de nuevo, lo hizo con voz cuidadosamente modulada para parecer razonable-. No soportan la luz, es lo que tú siempre dices. Si no está oscuro no hay nada que temer. Mira el cielo tan brillante.

Su padre asintió, dándole la razón, y luego añadió:-¿Dónde está Rudolf?

– Justo detrás de mí.

El padre alargó el cuello simulando con exagerada atención inspeccionar la carretera vacía.

– Lo que quiero decir es que ya viene -añadió Max-. Se ha quedado a ayudar a la señora Kutchner a limpiar algo de la cocina.

– ¿El qué?

– Un saco de harina, creo. Al abrirse, la harina se ha esparcido por todas partes. Lo iba a recoger ella sola pero Rudy le dijo que no, quería hacerlo él, así que le dije que yo venía primero, para que no te preocuparas. Llegará en cualquier momento.

Su padre siguió sentado, inmóvil, con la espalda rígida y gesto impasible, y entonces, cuando Max pensó que se había terminado la conversación, dijo muy despacio:

– ¿Volverá a casa andando solo? ¿En la oscuridad?

– Sí, señor.

– Ya veo. Vete a estudiar.

Max subió las escaleras en dirección a la puerta principal, que estaba parcialmente abierta. Notó cómo se ponía tenso al dejar atrás la mecedora, esperando el látigo. Pero en lugar de ello, cuando su padre se movió fue para sujetarle por la muñeca apretando tan fuerte que sintió que los huesos se separaban de las articulaciones.

Su padre respiró con fuerza, con un sonido siseante que Max había aprendido a identificar como preludio de un buen latigazo.

– ¿Conocéis a vuestros enemigos y aun así os quedáis jugando con vuestros amigos hasta que se hace de noche?

Max trató de responder, pero no pudo, sintió cómo se le cerraba la tráquea y una vez más fue incapaz de pronunciar lo que quería, pero no se atrevía a decir.

– No espero que Rudolf aprenda, es americano, y en América es costumbre que sea el hijo el que enseñe al padre. Veo cómo me mira cuando le hablo, cómo trata de contener la risa. Eso es malo. Pero tú… Al menos cuando Rudolf desobedece es algo deliberado, puedo ver cómo se está quedando conmigo. Pero tú lo haces desde la pasividad, sin pararte a pensarlo, y luego te sorprende que en ocasiones no pueda ni mirarte a la cara.

Eres como el caballo del circo que es capaz de sumar dos y dos y está considerado un prodigio. Te aseguro que lo mismo ocurriría contigo si por una sola vez demostraras la más mínima comprensión de las cosas. Sería un prodigio.

Soltó la muñeca de Max, que retrocedió tambaleándose, con el brazo dolorido.